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Mientras, se había iniciado una pelea en la zona posterior de la platea. Se escucharon gritos y golpes pero enseguida se restableció el orden. Unas hermosas muchachas pasaban entre las butacas vendiendo vino y otros refrescos.

Alessandro se levantó, apoyado en la pared del palco como una sombra detrás de Tonio.

En ese preciso instante aparecieron los músicos y empezaron a deslizarse en sus sillas acolchadas entre un gran vaivén de lámparas y susurros de libretos. De hecho, todo el público hojeaba el libreto. Su venta en el vestíbulo había sido muy provechosa.

Y cuando el joven y desconocido compositor de la ópera se puso al frente de la orquesta, fue recibido por gritos leales de ánimo y una salva de aplausos.

Parecía que las luces perdían intensidad, pero no lo suficiente. Tonio apoyó la barbilla en las manos, sobre el respaldo de la silla. La peluca del compositor no era de su medida, como tampoco lo era su enorme chaqueta de brocado, y su nerviosismo resultaba patético.

Alessandro emitió un gruñido de desaprobación.

El compositor se dejó caer con torpeza ante el clavicémbalo. Los músicos alzaron los arcos y, al instante, el teatro se llenó de música festiva.

Aquellas notas emotivas, invitaban a la celebración, no presagiaban tragedia ni destinos funestos y Tonio se sintió de inmediato embrujado. Se inclinó hacia delante, mientras la gente charlaba y reía a sus espaldas. Justo donde las galería de palcos se curvaba, la familia Lemmo se disponía a cenar ante humeantes bandejas de plata. Y un inglés enojado siseaba en vano pidiendo silencio.

Pero cuando subió el telón las exclamaciones de admiración recorrieron todo el teatro. Unos pórticos y unos arcos dorados se alzaban ante un fondo de azul profundo donde las estrellas centelleaban mágicas y sobre ellas pasaban nubes al tiempo que la música, elevándose en el silencio repentino, pareció llegar hasta el techo. El compositor aporreaba las teclas, los empolvados rizos se agitaban al unísono, mientras mujeres y hombres con magníficos atuendos ocupaban el escenario para iniciar el ceremonioso pero indispensable recitativo que narraba el guión, ya de sobras conocido y del todo descabellado. Alguien iba disfrazado, alguien más era secuestrado o violado. Alguien se volvería loco. Habría una batalla entre un oso y un monstruo marino antes de que la heroína encontrara el camino de regreso a su esposo que la creía muerta, y el hermano gemelo de otro personaje sería bendecido por los dioses ya que habría derrotado al enemigo.

Ya memorizaría el libreto más tarde. En aquel momento no le importaba. Lo que le sacaba de quicio eran las risas de su madre y los gritos ocasionales de la familia Lemmo, a la que acababan de servir un elaborado pescado asado.

– Perdón. -Pasó rozando a Alessandro.

– Pero ¿adónde vais? -La larga mano de Alessandro rodeó sin esfuerzo la muñeca de Tonio.

– Abajo. Debo escuchar a Caffarelli. Quédate con mi madre, no la pierdas de vista.

– Pero, excelencia…

– Llámame Tonio. -El joven sonrió-. Alessandro, te lo ruego. Te lo juro por mi honor, sólo voy a la platea. Desde aquí podrás verme. ¡Tengo que oír a Caffarelli!

No todas las sillas estaban ocupadas. A media representación llegarían muchos más gondoleros, que eran admitidos sin pagar, y entonces sería el caos. Aunque en aquellos momentos todavía podía acercarse lo suficiente al escenario, abriéndose paso entre gentes rústicas e ignorantes, para sentarse sólo a pocos metros de la vehemente y tempestuosa orquesta.

Únicamente oía la música, en un estado de arrobo total.

Al cabo de unos instantes, irrumpió en el escenario la alta y majestuosa figura de Caffarelli.

El alumno de Porpora era, a tenor de algunos, el mejor cantante del mundo, y a medida que avanzaba hacia los focos con su enorme peluca blanca y la opaca capa de maquillaje, parecía más un dios que el gran rey cuyo papel representaba en la obra. Atractivo de un modo delicado, permitió que todos los ojos se embebieran de él. Entonces echó hacia atrás la cabeza y empezó a cantar, y a la primera nota, hinchada e inmensa, el teatro enmudeció.

Tonio se quedó boquiabierto. Los gondoleros situados junto a él soltaron alguna leve protesta y gritos complacidos de sorpresa.

La nota creció y se encumbró ajena incluso a la voluntad del propio castrato. Luego, una vez que la hubo concluido, sin pausa visible para respirar, atacó el aria mientras la orquesta se apuraba por seguirlo.

Aquella voz desafiaba todas las previsiones, sin ser estridente, resultaba en cierto modo violenta. En realidad, el rostro casi exquisito del castrato se percibía deformado por la ira antes de terminar.

Era un rostro maquillado, empolvado, en un esfuerzo de hacerlo parecer tan civilizado como fuera posible en su marco de rizos blancos y, sin embargo, esos ojos abrasaban mientras recorría el escenario, inclinándose para saludar con indiferencia a quienes lo aclamaban y aplaudían desde los palcos, mirando hacia el foso y, de vez en cuando, a las butacas más altas, sumido en remotos pensamientos. Pero la prima donna ya había empezado a cantar y pareció que el teatro se desmoronaba a su alrededor. O quizá se debía tan sólo a que Tonio divisaba la pequeña revolución que se desarrollaba entre bastidores: damas con cepillos y peines, un criado que se abalanzaba sobre Caffarelli para poner más polvos blancos en su peluca.

A pesar de todo, la fina vocecita de la prima donna siguió con valentía dejándose oír por encima de las notas del clavicémbalo. Caffarelli se puso a su lado pero de espaldas a ella, ignorándola, y el murmullo de la conversación ascendió de nuevo, una sorda oleada que atenuaba los acordes de la música.

Mientras, alrededor de Tonio, los verdaderos jueces de la representación emitían sus ásperas pero perspicaces opiniones. Aquella noche, las notas altas de Caffarelli no eran tan espléndidas, la prima donna dejaba mucho que desear. Una chica le ofreció a Tonio una copa de vino tinto. El joven buscó unas monedas, miró aquel rostro enmascarado y le pareció reconocer a Bettina. Pero cuando pensó en su padre y en la confianza que éste acababa de depositar en él, desvió la mirada profundamente ruborizado.

Caffarelli salió de nuevo ante los focos. Se echó la capa roja hacia atrás. Miraba a la primera fila. Entonces se alzó de nuevo la primera nota magnífica, creciendo, vibrando. Tonio veía el sudor que brillaba en su rostro, su inmenso tórax expandiéndose bajo el metal resplandeciente de la armadura griega. El clavicémbalo titubeó. Hubo confusión en las cuerdas.

Caffarelli no cantaba la parte correspondiente, aunque se trataba de una música que todos reconocieron. De repente, Tonio advirtió, al igual que el resto de espectadores, que estaba recreando el aria que la prima donna acababa de efectuar, y que se burlaba despiadadamente de ella. Las cuerdas intentaron seguirlo, el compositor se había quedado atónito. Haciendo caso omiso, Caffarelli cantaba las notas, recorría en ascenso y en descenso los gorjeos de la prima donna con una facilidad tan pasmosa que hacía que las dotes artísticas de ésta resultasen por completo insignificantes.

Mofándose de sus largas e hinchadas notas, la había puesto en ridículo con una crueldad espantosa. La chica se había echado a llorar pero no abandonaba el escenario, y los otros actores estaban avergonzados y confusos.

Se oyeron unos siseos procedentes de la galería, luego gritos y silbidos inundaron el teatro. Los partidarios de la dama empezaron a patear, blandiendo los puños enojados, pero los seguidores del castrato se doblaban de risa.

Después de captar la atención de todos los hombres, mujeres y niños del teatro, Caffarelli terminó aquella farsa con una burda y nasal parodia de la vocecilla tierna de la prima, donna, y empezó su propia aria di bravura a un volumen aniquilador.