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La monotonía de su existencia amenazaba con asfixiarle y cada vez veía con más claridad que un alumno valioso sería su salvación.

Para atraer buenos alumnos, primero debería crear un dios a partir de la vulgaridad que le era encomendada.

El tiempo pasaba. La tarea resultaba imposible. No era un alquimista, tan sólo un genio.

A los veintiséis años, desesperado porque sus deseos no se hacían realidad, consiguió que sus superiores le concedieran una pequeña asignación y permiso para viajar por toda Italia en busca de talentos nuevos.

– Tal vez lo encuentre -dijo el maestro Cavalla, encogiéndose de hombros-. A fin de cuentas, mirad lo que ha conseguido hasta ahora.

Y aunque les entristeció que se marchara por tanto tiempo, le dieron sus bendiciones.

Capítulo18

Durante toda su vida, Tonio había oído hablar de aquel espléndido interludio estival llamado la villeggiatura, de sus interminables cenas, mesas dispuestas con vajilla de plata y servilletas de encaje que se cambiaban a cada plato, y tranquilas excursiones por los márgenes del Brenta. Habría un constante ir y venir de músicos, quizá Tonio y Marianna cantaran de vez en cuando, siempre que no lo hicieran los profesionales, y las familias formarían sus pequeñas orquestas que posiblemente constarían de un hombre diestro en el violin, otro encargado de tocar el contrabajo y algún senador al parecer tan dotado para el clavicémbalo como cualquier músico contratado. Invitarían a las chicas de los conservatorios, y harían mucha vida al aire libre: almuerzos en la hierba, paseos a caballo, competiciones de esgrima, todo ello en un escenario de inmensos jardines iluminados por farolas.

Tonio metió todas sus viejas partituras en el equipaje, preguntándose vagamente cómo sería cantar en una habitación atestada. Y Marianna, con una risa nerviosa, le recordó los miedos que albergaba respecto a ella, «¡mi mal comportamiento!» Aunque le sorprendió verla ir de un lado a otro de la habitación en corsé y camisa delante de Alessandro, allí sentado, tomando una taza de chocolate.

La mañana en que debían partir, el signore Lemmo fue a llamar a la habitación de Tonio.

– Vuestro padre… -dijo vacilante-. ¿Está con vos?

– ¿Conmigo? No, ¿por qué? ¿Qué te ha hecho pensar que estaría aquí? -preguntó Tonio.

– No lo encuentro -susurró el signare Lemmo-. Nadie sabe dónde está.

– Pero eso es ridículo -dijo Tonio.

No obstante, al cabo de unos minutos, advirtió el nerviosismo de los criados.

Todo el mundo se afanó en la búsqueda. Marianna y Alessandro, que aguardaban con los baúles junto a la puerta principal, se pusieron en pie de inmediato cuando Tonio les explicó lo que pasaba.

– ¿Habéis ido al archivo de la planta baja? -preguntó Tonio.

El signore Lemmo fue a comprobarlo, y a la vuelta le comunicó que la planta baja estaba tan desierta como de costumbre.

– ¿Y en el terrado? -sugirió Tonio. Pero no esperó a que nadie lo acompañase, tenía la intuición de que sólo allí encontraría a su padre. No sabía por qué, pero a medida que subía las escaleras aquella sensación crecía.

Sin embargo, al llegar al ático, hizo una pausa porque en el otro extremo del pasillo vio que salía luz por una puerta abierta. Tonio conocía esas habitaciones. Sabía dónde dormían todos los criados, dónde dormían Angelo y Beppo, y aquella puerta siempre había permanecido cerrada con llave. De pequeño, había divisado muebles a través de la cerradura. Muchas veces había intentado abrirla sin conseguirlo.

Justo en ese instante, lo asaltó una débil sospecha. Avanzó deprisa por el pasillo, apenas consciente de que el signore Lemmo lo seguía.

Andrea estaba allí. Se hallaba de pie ante las ventanas que daban al canal, vestido sólo con una bata de franela. Los huesos de su espalda sobresalían bajo la fina tela y de él llegaba un débil murmullo, como si estuviera hablando. O rezando.

Tonio esperó unos momentos y sus ojos recorrieron las paredes, los cuadros y espejos que aún colgaban de ellas. Parecía que el techo se había agrietado mucho tiempo atrás y el suelo tenía grandes manchas. Todo olía a moho y abandono y advirtió que la cama estaba aún cubierta con una colcha húmeda raída. Las cortinas seguían echadas y uno de los paneles de la ventana se había caído. En una pequeña mesa, situada junto a una silla de damasco, había un vaso con un residuo oscuro en el interior. Distinguió un libro abierto con las tapas hacia arriba, y otros en los estantes que se habían hinchado hasta reventar las tiras de cuero que los ataban.

No hubo necesidad de que nadie le dijera que aquélla era la habitación de Carlo, que la habían abandonado de manera apresurada y que ningún ser humano había vuelto a poner los pies en ella.

Vio sobresaltado las zapatillas a los pies de la cama, las velas comidas por las ratas en las palmatorias y, apoyado en un cofre, como si hubiera sido arrojado allí con descuido, un retrato.

Estaba enmarcado con el habitual óvalo dorado, el mismo que tenían los cuadros de la galería y del gran salón del piso de abajo. Era evidente que procedía de allí.

Ese era el rostro de su hermano, más elocuente que en ningún otro sitio, con aquellos grandes ojos negros que contemplaban su habitación devastada con absoluta ecuanimidad.

– Espera fuera -le pidió Tonio en voz baja al signore Lemmo.

Desde la ventana, abierta de par en par, se extendía una vista de tejados rojos que se deslizaban en distintas direcciones, interrumpidos de vez en cuando por pequeños jardines y torres, y las cúpulas distantes de San Marco.

Andrea emitió un sonido silbante. Un agudo dolor pulsó en las sienes.

– ¿Padre? -le dijo Tonio, acercándose.

La cabeza de Andrea se volvió con desgana. Los ojos marrones no dieron señal de haberlo reconocido. En su rostro, más demacrado que nunca, se apreciaba el brillo de la fiebre. Aquellos ojos, siempre tan veloces, cuando no graves, se mostraban esquivos, como cubiertos por una película cegadora.

– Lo que ocurre… lo que ocurre es que lo detesto -susurró Andrea. Su rostro se iluminaba lentamente.

– ¿El qué, padre? -preguntó Tonio aterrorizado. Algo grave estaba ocurriendo, algo espantoso.

– El carnaval, el carnaval -balbuceó Andrea con labios temblorosos. Apoyó la mano en el hombro de Tonio-. Estoy… estoy… tengo que…

– ¿Por qué no bajáis, padre? -sugirió Tonio vacilante.

Entonces vio cómo se operaba en su padre una terrible transformación.

Tenía los ojos desencajados y la boca torcida.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -le increpó Andrea-. ¿Cómo has entrado en esta casa sin mi permiso? -Se había erguido con dignidad, presa de una furia inmensa y aniquiladora.

– ¡Padre! -susurró Tonio-. Soy yo… Soy Tonio.

– ¡Ah! -Su padre había alzado la mano y la había dejado suspendida en el aire.

Siguió un momento de infinita congoja en el que de nuevo se impuso la realidad.

Avergonzado y lleno de pesadumbre, Andrea miró a su hijo. Las manos y los labios le temblaban de ansiedad.

– Ah, Tonio -suspiró-. Mi Tonio.

Durante un prolongado instante ninguno de los dos habló. Del pasillo llegaban rumores de voces que luego callaron.

– Padre, volved a la cama -le suplicó Tonio. Por primera vez reparó en los huesos de Andrea bajo el tejido que lo cubría.

Parecía frágil y desvalido. Un ser vulnerable al que sería fácil vencer.

– No, ahora no. Estoy bien -respondió Andrea. Apartó las manos de Tonio de forma un tanto brusca para dirigirse de nuevo hacia la ventana abierta.

Abajo, las góndolas se movían como un rebaño en las verdes aguas. Una barcaza avanzaba despacio hacia la laguna. Una pequeña orquesta tocaba con alegría en el embarcadero cuya barandilla estaba adornada con rosas y lirios. Unas figuras diminutas centelleaban y giraban al tiempo que se escondían bajo un toldo de seda blanco, trepando por el muro, llegó hasta ellos el eco de una débil risa.