– A veces pienso que envejecer y morir en Venecia se ha convertido en una abominación del gusto -dijo Andrea-. ¡Sí, el gusto, el gusto, como si la vida no fuera otra cosa que una cuestión de gusto! -rugió, con un sonido ronco en la garganta, casi un estertor-. ¡Tú, gran ramera!
– Papá -susurró Tonio.
– Hijo mío, no hay tiempo para que crezcas despacio. -La mano que lo tocaba semejaba una garra-. Ya te lo dije una vez. No olvides mis palabras. Tienes que convencerte de que ya eres un hombre. Tienes que obrar como si ésa fuera la única verdad, desafiando a la química divina. Sólo entonces todo ocupará el lugar que le corresponde, ¿comprendes?
Sus pálidos ojos clavados en Tonio emitieron un destello de luz que se apagó poco después.
– Me hubiera gustado legarte un imperio, mares lejanos, el mundo, pero ahora éste es el bien más preciado de que puedo hacerte entrega: cuando hayas decidido que eres un hombre, te convertirás en un hombre y todo lo demás ocupará el lugar que le corresponde. Recuérdalo.
Pasaron dos horas antes de que pudieran convencer a Tonio de que emprendiera el viaje al Brenta. Alessandro entró dos veces en los aposentos de su padre y en ambas ocasiones salió diciendo que la orden de Andrea era inapelable.
Tenían que marcharse a la villa Lisani. Andrea estaba preocupado porque ya llevaban retraso. Quería que emprendiesen el viaje de inmediato.
Finalmente, el signore Lemmo ordenó que cargaran el equipaje en las góndolas y se llevó a Tonio aparte.
– Está sufriendo, Tonio -dijo-. No quiere que tú ni tu madre lo veáis de ese modo. Ahora escucha. No debe saber que estás inquieto. Si experimenta algún cambio de importancia en su estado, te mandaré llamar.
Mientras cruzaban el pequeño embarcadero, Tonio intentaba contener las lágrimas.
– Sécate los ojos -susurró Alessandro, mientras lo ayudaba a embarcar-. Está en el balcón, despidiéndonos.
Tonio alzó la vista, vio una espectral figura que apenas se mantenía en pie. Andrea se había puesto la túnica escarlata, llevaba el cabello peinado, y esbozaba una sonrisa helada, como esculpida en mármol blanco.
– Nunca volveré a verlo -suspiró Tonio.
Dio gracias a Dios por la rapidez con que navegaba el pequeño bote y por el curso serpenteante del canal. Cuando por fin se recostó en la felze, se echó a llorar en silencio.
Sentía la constante presión de la mano de Alessandro.
Cuando levantó la vista, advirtió que Marianna miraba por la ventana con expresión nostálgica.
– El Brenta -dijo casi en un susurro-. No he ido al continente desde que era una niña.
Capítulo19
En el reino de Nápoles y Sicilia, Guido no encontró alumnos que merecieran ser llevados al conservatorio. De vez en cuando le presentaban a algún muchacho prometedor, pero no tenía valor para decirles a los padres que él recomendaría la castración.
En cuanto a los chicos ya castrados, no encontró ninguno a quien valiese la pena preparar.
Continuó su búsqueda en los estados papales, en la mismísima Roma y después más al norte, en la Toscana.
Pasaba las noches en posadas ruidosas, los días en carruajes de alquiler, a veces cenaba con los gorrones de alguna familia noble, guardaba sus pocas pertenencias en una raída maleta de cuero, y llevaba la daga sujeta a la mano derecha bajo la chaqueta para defenderse de los bandidos que por todas partes asaltaban a los viajeros.
Visitó las iglesias de las poblaciones pequeñas. Escuchaba ópera siempre que se le presentaba la ocasión, tanto en las ciudades como en los pueblos.
Cuando se marchó de Florencia, dejó a dos muchachos de cierto talento en un monasterio donde se alojarían, hasta que él volviera para llevárselos a Nápoles. No eran una maravilla, pero sí mejores que los que había escuchado hasta entonces, y no quería volver de vacío.
En Bolonia, frecuentó los cafés, conoció a los grandes representantes teatrales, pasó horas con los cantantes que allí se reunían en busca de un contrato para la temporada. Esperaba oír hablar de algún andrajoso muchacho dotado de una gran voz que tal vez soñara con los escenarios, que quizá deseara tener la oportunidad de estudiar en los grandes conservatorios de Nápoles.
De vez en cuando aparecían viejos amigos que lo invitaban a una copa, antiguos condiscípulos que le contaban sus hazañas con orgullo y cierto sentimiento de superioridad.
Pero todo resultó en vano.
Y llegó la primavera y mientras el aire se volvía más cálido y dulce e inmensas hojas verdes brotaban en las ramas de los álamos, Guido se dirigió hacia el norte, hacia el lugar que encerraba el misterio más profundo de toda Italia: la antigua y gran república de Venecia.
Capítulo20
Andrea Treschi murió durante la peor canícula del mes de agosto. De inmediato el signore Lemmo se puso en contacto con Tonio para informarle de que Catrina y su marido serían a partir de entonces sus tutores. En cuanto Andrea comprendió que le quedaba muy poco tiempo de vida, llamó a su hijo Carlo, quien se hizo a la mar desde Istanbul.
SEGUNDAPARTE
Capítulo1
La casa estaba llena de muerte y desconocidos. Hombres ancianos ataviados con túnicas negras y escarlatas susurrando sin cesar. Procedente de los aposentos de su padre, se alzó aquel terrible sonido, aquel bramido inhumano. Lo oyó comenzar, lo oyó aumentar de volumen.
Cuando por fin las puertas se abrieron de par en par, su hermano Carlo salió al pasillo y lo miró fijamente con una sonrisa pálida y leve, tímida y desesperanzada. Una sonrisa que servía de débil, terrible y avergonzado escudo de la cólera.
Observó a su hermano remontar el Gran Canal. Lo vio de pie en la proa del bote; su capa ondeaba ligeramente en la brisa húmeda, y advirtió el parecido que guardaban en el color del pelo y la forma de la cabeza. Vio a Carlo desembarcar mientras él lo esperaba en lo alto de la escalera.
Ojos negros, unos ojos negros idénticos a los suyos, y ese sobresalto repentino cuando Carlo, a buen seguro, percibió el parecido. El rostro, más ancho, bronceado por el sol, súbitamente inundado de sentimiento. Carlo había avanzado las manos en señal de bienvenida, y tras tomar a Tonio en sus brazos lo apretó con tanta fuerza contra sí que le pareció notar el suspiro que exhaló Carlo antes de haberlo oído realmente.
¿Qué esperaba Tonio? ¿Malicia, amargura? ¿Pasión reprimida transformada en astucia? Era una expresión tan sincera que parecía el cándido espejo del cariño. Aquellas manos le acariciaron sin miedo la cabeza, aquellos labios se posaron en su frente. En su tacto había una amorosa posesividad y por un momento, mientras permanecían abrazados, Tonio sintió un recóndito y glorioso alivio.
– Has venido -susurró.
Con tanta suavidad que la voz pareció retumbar en su enorme tórax, su hermano pronunció el nombre:
– Tonio.
Luego aquel grito incipiente, aquel pasmoso rugido que crecía y crecía, aquel aullido con los dientes apretados, aquel puño que caía una y otra vez sobre la mesa de su padre.
– ¡Carlo! -susurró Catrina, quien apareció detrás de Tonio con un crujido de seda, el velo negro echado hacia atrás y el rostro cubierto por la tristeza al tiempo que las puertas se abrían para recibirlo.
Ruidos suaves, cuchicheos. Catrina lo siguió por el pasillo. El signore Lemmo corría de un lado a otro con pasos silenciosos y Marianna, de luto, tenía la vista clavada en el suelo.
De vez en cuando, Tonio distinguía el brillo de las cuentas del rosario que se deslizaba por su mano y el de sus ojos cuando los alzaba durante un instante.
Carlo entró en la habitación pero ella ni siquiera levantó la cabeza y Tonio advirtió calladamente su presencia por el rabillo del ojo.
Cuando Carlo se inclinó ante Marianna lo hizo hasta el suelo.