Выбрать главу

En algún momento de la noche una mujer gritó algo, cáustica, incontrolable. Se arrebujó y cerró los ojos, pero al instante se dio cuenta de que sonaba dentro de aquellas paredes.

Se había dormido. Había soñado. Al abrir la puerta, oyó de nuevo la conversación que mantenían abajo: la voz de Catrina aguda y estridente. ¿Estaba él llorando?

Hacía rato que había oscurecido. El carnaval de octubre añadía su leve y distante bullicio a los rumores de la noche. En el palazzo Trimani, cerca de allí, celebraban una fiesta. Tonio, solo en el gran comedor, con la mano sobre el grueso mantel, contemplaba los botes que circulaban a sus pies.

Su madre se encontraba en el embarcadero, bajo la ventana; Lena y Alessandro estaban detrás de ella. Su largo velo negro le llegaba hasta los pies y el viento, al echar hacia atrás la gasa, hacía una escultura de su cara mientras esperaba la góndola.

¿Estaba él en casa?

El gran salón era un mar profundo de oscuridad.

Estaba saboreando el silencio y la quietud de ese momento cuando lo interrumpieron los primeros sonidos: alguien avanzaba entre las sombras. Notó aquel perfume oriental almizcleño, el crujido de la puerta, unos tacones que caminaban a sus espaldas con un leve repiqueteo sobre el suelo de piedra.

Sorprendido en campo abierto, pensó, y el canal centelleó en su visión. El cielo estaba radiante sobre la lejana piazza de San Marco.

El cabello de la nuca se le erizó de manera imperceptible y sintió el contacto del hombre junto a él.

– En el pasado -dijo Carlo entre susurros-, todas las mujeres se ponían esos velos porque las hacía parecer más hermosas. Cuando salían a la calle las envolvía un halo de misterio. Llevaban consigo una parte de Oriente.

Tonio alzó la mirada despacio y lo vio tan cerca que casi se rozaban. El color negro de la chaqueta de Carlo revelaba una cuchillada de brillante encaje blanco más semejante a un vago espejismo que a un trozo de tejido, y la peluca, con los perfectos rizos sobre las orejas y una elevación a partir de la frente, tan natural como el cabello auténtico, emitió un ligero destello.

Se acercó a la ventana y miró hacia abajo. Su parecido agitaba a Tonio cada vez que lo captaba. A la escasa luz de la vela, la piel de Carlo lucía tersa, y los únicos indicios de su edad los constituían unas líneas profundas en el contorno de los ojos que se tornaban arrugas con facilidad cuando esbozaba sus largas sonrisas.

En esos instantes una de aquellas sonrisas suavizaba su rostro, como si esa calidez irreprimible fuera señal inequívoca de que entre ellos nunca existiría enemistad alguna.

– Noche tras noche me evitas, Tonio. Cenemos juntos ahora. La mesa está puesta, la comida lista.

Tonio se volvió de nuevo hacia el agua, su madre se había ido; la noche, pese a sus pequeñas y perseverantes embarcaciones, parecía vacía.

– Mis pensamientos están con mi padre, signore -dijo Tonio.

– Ah, sí, tu padre. -Pero Carlo no se volvió. En las sombras se oyeron los movimientos de aquellos turcos silenciosos que empuñaban pequeñas llamas y las acercaban a los candelabros distribuidos por doquier, en la propia mesa, en el cofre situado bajo la escena de caza.

– Siéntate, hermanito.

«Necesito quererte», pensó Tonio. «No me importa lo que hayas hecho. Sé que de algún modo podrá remediarse.»

Tras inclinar la cabeza, Tonio se sentó, como tan a menudo había hecho en el pasado a la cabecera de la mesa. No transcurrió ni un minuto antes de que advirtiera lo que había hecho, y sus ojos se alzaron de inmediato para hacer frente a su hermano.

Se le desbocó el pulso. Estudió su sonrisa, aquel brillo afable. La nívea peluca hacía que el rostro oscuro de Carlo resaltara aún más y acentuaba la belleza de sus cejas altas mientras contemplaba a Tonio sin rencor ni censura.

– No nos llevamos bien -dijo Carlo. Y entonces su sonrisa se fundió despacio en una expresión más apacible y menos intencionada-. Por más que finjamos lo contrario, no nos llevamos bien. Ha pasado casi un mes y ni siquiera podemos compartir el pan.

Tonio asintió con lágrimas en los ojos.

– Y no deja de ser increíble -prosiguió Carlo-, el parecido que existe entre nosotros.

Tonio se preguntaba si era posible el amor entre dos personas cuando una de ellas lo expresaba en silencio. ¿Acaso Carlo no lo percibía en sus ojos? Mientras permanecía allí sentado, inmóvil e incapaz de pronunciar siquiera unas sencillas palabras, por primera vez fue consciente de que deseaba con toda su alma confiar en su hermano. Confiar en él, creer en él, pedirle ayuda. Sin embargo, sabía que aquello no era posible. No se llevaban bien. Quería marcharse de aquella habitación y lo inquietaba la atrevida y extraña elocuencia de su hermano.

– Mi guapo hermanito -musitó Carlo-. Ropa francesa -observó. Sus grandes ojos oscuros parpadeaban casi inocentes-. Y unos huesos tan delicados, como los de tu madre, creo, y también has heredado su voz, esa maravillosa voz de soprano.

Los ojos de Tonio rehuyeron deliberadamente la mirada de su hermano. Aquello era un tormento. Pero si no hablamos ahora, el dolor se hará más intenso.

– De niña -continuó Carlo-, cuando cantaba en la capilla, nos emocionaba hasta las lágrimas, ¿nunca te lo ha contado? Oh, qué ovaciones recibía. Los gondoleros la adoraban.

Despacio, Tonio volvió a fijar la vista en su hermano.

– Era una auténtica sirena -prosiguió Carlo-. ¿No te lo han dicho nunca?

– No -respondió Tonio, incómodo. Y sintió que su hermano observaba cómo se revolvía en la silla y de nuevo se apresuraba a desviar la mirada.

– Y lo hermosa que era, más hermosa incluso que ahora… -La voz de Carlo se había convertido en un susurro.

– Signore, ¡le agradecería que no hablara de ella en ese tono! -exclamó Tonio en un arrebato.

– ¿Por qué? ¿Qué ocurrirá si hablo así de ella? -La voz de Carlo no se había alterado.

Tonio lo miró. Su sonrisa estaba cambiando y se prolongaba a la vez que se hacía más fría. Pocas cosas podía haber en el mundo tan terribles como esa sonrisa en un rostro humano, pensaba Tonio.

Pero tras ella se escondían la desdicha, la agitación, la cólera, que encontraban su máxima elocuencia en el grito desgarrado tras las puertas cerradas. En realidad no había frialdad en esa sonrisa, sólo fragilidad y desesperación.

– ¡No fue mi voluntad! -exclamó Tonio de repente.

– Entonces cédemelo -replicó Carlo.

Así que de eso se trataba.

Había temido ese momento. Se hubiera puesto en pie para marcharse, pero la mano de su hermano había descendido sobre la suya y tuvo la sensación de estar clavado a la silla. Notó que empezaba a sudar bajo la ropa y de repente la habitación se volvió abismalmente fría. Miró las llamas de las velas, con la esperanza quizá de que le quemaran los ojos, consciente de que no podía hacer nada por evitar aquel instante.

– ¿Te apetece oír mi versión? -preguntó Carlo en un murmullo-. Los niños son curiosos. ¿No sientes esa curiosidad natural? -Su rostro se encendió de ira aunque mantuvo la sonrisa y la voz se le quebró en la última sílaba, casi atemorizado por su propio volumen.

– No es a mí a quien tiene que reclamar, signore. Sus quejas no me conciernen.

– Oh, hermanito, me asombras. Nunca te echas atrás, ¿verdad? Creo que tienes una voluntad de hierro, como nuestro padre, y la obstinada impaciencia de tu madre, pero ahora vas a escucharme.

– Se equivoca, signore. ¡No lo escucharé! Tiene que presentar sus quejas a quienes han sido nombrados nuestros tutores para que rijan nuestra propiedad y nuestras decisiones.

Sin poder contener una oleada de repulsión hacia su hermano, Tonio apartó su mano de la de Carlo.

Su rostro, sin embargo, lo hipnotizaba. Era el rostro de un hombre mucho más joven que su hermano y que rebosaba de impetuosidad y desdicha. Desafiaba a Tonio, imploraba a Tonio, y utilizando sus propias palabras, no había en él ni un atisbo de la férrea voluntad que había conocido en su padre.