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– ¡Calle, no quiero escucharlo! -Tonio se llevó las manos a los oídos. Tenía los ojos cerrados-. Si no se calla, que Dios me ayude. -Alargó la mano en busca del marco de la puerta y cuando lo encontró apoyó en él la cabeza, incapaz de contener su llanto impotente.

– Acércate esta noche a su puerta -dijo Carlo en voz baja a sus espaldas-. Si lo deseas puedes escuchar por la cerradura. Entonces fue mía. Ahora volverá a serlo. Si no me crees, ¡pregúntaselo!

No llevaba máscara, tampoco tabarro. Se abrió paso entre la multitud empapada y bulliciosa con la lluvia, que a intervalos caía en furiosas ráfagas, cortándole el rostro, hasta que llegó al café y su atmósfera pegajosa lo impregnó por completo.

– ¡Bettina! -susurró. Ella parecía dudar y luego, abriéndose camino entre espaldas y capas mojadas, horrendas bautas, payasos y monstruos, avanzó hacia él, con su pequeña capucha negra tiesa en lo alto de su cabeza, y las manos extendidas para coger las suyas.

– Por aquí, excelencia -dijo, y lo condujo a la calle, camino del embarcadero.

Tan pronto como la góndola se puso en movimiento, ella lo abrazó en el suelo de la felze, le tironeó del chaleco y de la camisa, al tiempo que se subía las faldas y lo envolvía entre sus piernas.

Se oía el sonido de la lluvia cayendo a raudales en el canal, por momentos golpeaba el puente de madera hueca que tenían encima, o corría impetuosa como un torrente, con determinación, a través de unos canalones invisibles. Tonio notaba que el bote se balanceaba de forma peligrosa bajo sus torpes movimientos; la felze olía a polvo, a carne sudorosa, a una densa fragancia entre sus piernas desnudas donde el vello estaba caliente y húmedo, y al hundir la cabeza en él, le rechinaron los dientes. Sintió la piel de seda de sus muslos contra el rostro, y luego las pequeñas y vehementes manos de ella tirándole del cabello. Aquella risa incontenible en sus oídos, sus pechos, tan grandes que no podía abarcarlos con las manos. Ella le abrió los pantalones, parecía brotar de la blusa y la falda, blanca y dulce, al tiempo que sus dedos lo acariciaban, excitándolo y guiándolo.

Tonio temía que ella se riera al ver que sólo era un muchacho; sin embargo, lo instó a que la penetrara de nuevo. Saltó de nuevo sobre ella, dentro de ella, con aquella explosión en su cerebro que borraba el tiempo, la pérdida, el horror.

El más simple pensamiento bastaría para destruirlo.

Sus manos buscaron ansiosas la carne caliente de debajo de sus rodillas, el húmedo calor de sus pechos, sus redondeadas pantorrillas, su boca audaz, abierta y anhelante, su aliento absorbente y aquella risa espontánea. Un sinfín de pequeños resquicios, pliegues, enigmas. El agua chapoteaba suavemente contra los costados del bote, la música era un vaivén de notas tenues e intensas. A veces se encontraba tendido en el suelo, bajo su delicioso peso, luego era ella quien estaba debajo y Tonio alzaba con la mano el cálido pliegue de su sexo, sin dejar de recorrer con la lengua su vientre suave y liso.

Cuando finalmente se tumbó, agotado, hasta el olor verde mar del agua parecía conjurarse en aquel instante, el olor húmedo de los mohosos cimientos cubiertos de musgo que se hundían más y más en el canal y la blanda tierra del fondo que era Venecia. Todo se fundía en dulzura y sal, su preciosa risa, la sesgada lluvia argentada que se colaba por las diminutas ventanas y le caía en el rostro mientras se abrazaba a ella.

Ojalá aquello durase eternamente, ojalá pudiera desterrar todo pensamiento, toda la pena y la tragedia, ojalá pudiera poseerla una y otra vez, y el mundo se desvaneciera y él no tuviera que vivir en aquella casa, en aquellas habitaciones, escuchando aquella voz. Se tendió boca abajo en la oscuridad y se cubrió la cabeza con las manos para que ella no oyera su llanto.

Unas voces tiraron de él.

Parecían flotar en aquellos diminutos y concurridos canales con pequeñas ventanas en lo alto, donde la colada colgaba durante el día, la basura se apilaba contra los muelles y, al levantar la vista, se podía divisar a las ratas correr junto a las paredes, raudas, ágiles, como si en realidad volaran. Los gatos maullaban y gemían en la oscuridad. Oyó el chapoteo y el gorgoteo del agua. Se sintió ingrávido y lo inundó una paz deliciosa, mientras ella seguía acariciándolo.

– Te quiero, te quiero, te quiero, te quiero…

Pero ahí estaban de nuevo esas voces. Alzó la cabeza. Al tenor lo hubiera reconocido en cualquier parte, y también al basso, la flauta y el violin. Se apoyó sobre el codo, el bote se levantaba y se movía. ¡Eran sus cantantes!

– ¿Qué ocurre, excelencia? -preguntó ella en un susurro. Estaba desnuda a su lado, sus ropas eran una masa informe de oscuridad en el regazo; sus hombros, exquisitamente curvados, sus ojos, dos lugares que no existían en la completa blancura de su cara mientras lo miraba.

Se sentó y se separó de ella con suavidad. La he poseído, pensó, amado, poseído, conocido. Sin embargo, no le había proporcionado sabor, ni ninguna emoción maravillosa. Se abrazó a ella por un instante, aspiró el aroma de su cabello y besó la sólida redondez de su pequeña frente. Las voces se acercaban más y más. ¡Eran sus cantantes! Con toda probabilidad se marchaban ya a casa; si pudiera alcanzarlos… Se metió la camisa por dentro de los pantalones y se recogió el pelo.

– No os vayáis, excelencia -le suplicó ella.

– Querida mía -dijo él, tras ponerle unas monedas de oro en las manos y cerrarle los dedos sobre ellas-. Espérame mañana por la noche, después del atardecer. -Le pasó la falda por la cabeza, le puso la blusa suave y arrugada y le abrochó el chaleco, observando con un último resabio de placer el modo en que se le pegaba al cuerpo y lo envolvía.

Los cantantes habían llegado casi al canal; era Ernestino… ¿Cuántas veces había oído pronunciar ese nombre al pie de la ventana? El basso era Pietro, de voz ligera, sin densidad, un sonido puro pese a su profundidad, y aquella noche el violinista era Felix.

Cuando el bote se alejó de él a toda prisa bajo el puente cercano y desapareció en la oscuridad, Tonio deseó por un momento haber estado borracho como para tener el valor de comprar una jarra de vino en la piazza. Arrimado a la pared se encaminó hacia la calle; las piedras eran tan resbaladizas que podía haber caído fácilmente al agua.

¿Cómo eran? Había visto tan poco de ellos en la oscuridad… ¿Los reconocería?

A la luz de una puerta abierta, vislumbró de inmediato la pequeña orquesta. El más grande, corpulento, barbudo, con burda vestimenta era Ernestino, y cantaba una serenata a una mujer de brazos gruesos que estaba repanchigada en el escalón y se reía de él con dulzura. El violinista cabriolaba y enarbolaba el arco con furia. La música era penetrante y dulce.

De pronto Tonio elevó la voz, una octava más alta que la de Ernestino, y cantó las mismas frases en un dúo perfecto. La voz de Ernestino se hinchó, Tonio advirtió el cambio en su expresión.

– ¡Ah, no es posible! -gritó-. Es mi serafín, es mi príncipe del palazzo Treschi. -Abrió los brazos, cogió a Tonio y lo levantó del suelo-. Pero, excelencia, ¿qué hacéis aquí?

– Quiero cantar contigo -respondió Tonio. Tomó la jarra de vino que le ofrecía. Al llevársela a la boca, se le derramó por la barbilla-. Quiero cantar contigo, vayas donde vayas.

Echó la cabeza hacia atrás. La lluvia le aguijoneaba los párpados y cantó en una infinita ascensión de notas, una coloratura pura y magnífica. Oyó el eco de las voces que parecían ascender hasta el límite mismo del cielo, y en la angosta oscuridad las luces centelleaban, describiendo las formas de diminutas ventanas. La voz más profunda de Ernestino ascendió siguiendo a la de Tonio, la sostuvo y luego descendió para que Tonio la elevara, esperando de nuevo en la última frase para cantarla juntos en arrebatadora armonía.