»Pero decírtelo… ¿cómo iba a confesártelo? Después de que Carlo fuera exiliado, su excelencia podía haberme encerrado de nuevo en la Pietá o en otro sitio peor, donde hubiera permanecido hasta el fin de mis días. Había perdido el honor, no me quedaba nada, pero él me trajo aquí, se casó conmigo y me dio su apellido. Cielo santo, durante quince años he intentado ser la signora Treschi, tu madre, lo que él quería que fuera. Pero decírtelo, ¿cómo iba a decírtelo? ¡Por el amor de Dios, le supliqué a Carlo que no te lo dijera! Tonio, salvo esas pocas noches con él cuando era una niña, he vivido como una monja en el claustro, y ¿qué he hecho para merecer esa vocación piadosa? ¿Acaso ves en mí la cara y el cuerpo de una santa? Soy una mujer, Tonio.
– Pero, mamma, tú y él, aquí bajo el techo de mi padre…
Sintió las manos de ella antes de oír el movimiento. Intentaba con torpeza taparle la boca, los ojos, aunque no podía ver absolutamente nada. Posó los cálidos y temblorosos dedos en sus párpados, apoyó la frente lisa en sus labios y sintió el cuerpo agitarse contra el suyo.
– Por favor, Tonio. -Sollozaba en voz baja-. No importa lo que haga con él ahora, yo no puedo hacer nada para evitar esa rivalidad. Tú no tienes ningún poder, tampoco yo. Oh, por favor, por favor…
– Ayúdame, madre -susurró-. El pasado no importa, ahora tienes que ayudarme, soy tu hijo. Madre, te necesito.
– Yo estoy contigo, pero no tengo ningún poder, nunca lo he tenido.
Sintió la cabeza de ella apoyada en su tórax y sus pechos irguiéndose suavemente. Alzó la mano derecha, encontró sus sedosos cabellos y los acarició.
– Esto tiene que terminar -musitó.
Al acabar el mes, Carlo fue vencido en su primera elección. Los miembros más antiguos del Gran Consejo hablaron de destinarlo de nuevo al extranjero. Sus jóvenes seguidores se opusieron.
Finalmente, las largas cláusulas del testamento de Andrea fueron claramente descifradas.
Después de las tajantes advertencias de que su hijo mayor no debía casarse, había establecido una rigurosa disposición que no podía romperse: Andrea había vinculado sus propiedades, lo cual significaba que nunca podrían dividirse o venderse. Sólo los hijos de Marc Antonio Treschi podrían heredarlas, por lo que, a pesar de las aspiraciones de Carlo, el futuro de la familia estaba en manos de Tonio.
Los herederos de Carlo sólo serían reconocidos si Tonio moría sin descendencia o resultaba incapaz de engendrar hijos.
Pero Carlo no reaccionó de manera violenta o vergonzosa. Asesorado por los amigos más viejos de su padre, quienes lo convencieron de que sería un escándalo desafiar los designios de su fallecido progenitor, pareció acatarlos. Continuó invirtiendo dinero en la casa y subió el sueldo a los preceptores de su hermano.
Aceptó todas y cada una de las humildes tareas que le confió el estado, decidido a complacer a la ciudadanía ilustre, y enseguida se convirtió en el patricio modelo.
Lo que algunos no sabían, otros se lo dijeron: alcanzar un puesto de importancia en la República costaba dinero, el dinero que convertiría a los hijos en candidatos para cargos futuros, y de los Treschi, irónicamente, era Carlo quien lo tenía. De ese modo, aquellos que anhelaban un puesto de influencia empezaron a acudir a él. Era un proceso político lógico.
Por otro lado, el hombre disfrutaba al máximo. No hacía nada indecoroso, sino que visitaba a todo el mundo, aceptaba todas las invitaciones, se dedicaba a los juegos de azar cuando tenía tiempo y frecuentaba los teatros para que toda Venecia supiera que era digno hijo de su ciudad natal.
Tonio nunca estaba en casa. Dormía a menudo con Bettina en una habitación encima de la pequeña taberna que el padre de ésta regentaba no lejos de la piazza. En dos ocasiones, sus primos, los Lisani, le llamaron al orden por su conducta, amenazándolo con la ira del Consejo de los Diez si no empezaba a comportarse como un patricio.
Su vida transcurría entre los canales y los brazos de Bettina.
Así que cuando las campanas repicaron el domingo de Pascua, la voz de Tonio era ya una leyenda en las calles de Venecia.
En los callejones de detrás del Gran Canal, la gente empezaba a escucharlo, a esperarlo. Ernestino nunca había visto semejante lluvia de monedas de oro. Y Tonio se las daba todas.
El exquisito placer que experimentó durante esas noches era más de lo que pudiera desear y ni siquiera él mismo comprendía por completo su significado.
Sólo sabía que cuando alzaba la vista hacia el cielo cuajado de estrellas, envuelto en las suaves brisas saladas procedentes del mar, se entregaba a las más desenfrenadas y clamorosas canciones de amor. Tal vez su voz era lo único que le quedaba de lo que hasta hacía poco habían sido padre, madre, hijo y la casa de los Treschi. Quizás esa necesidad se debía a que cantaba solo, a que ya no lo hacía con ella. Su madre lo rechazaba y él se había lanzado al mundo, donde no había límite para las notas a las que podía llegar o para el tiempo que las podía sostener. Mientras cantaba, soñaba a veces con Caffarelli, y se imaginaba en el escenario, pero aquello era más dulce, más inmediato, tenía más matices: consuelo, pena, aflicción.
La gente lloraba en las ventanas. Le hacían promesas de amor mientras vaciaban sus bolsas. Preguntaban el nombre de aquel ángel soprano, enviaban a los criados a invitarlo a entrar junto con su pequeña orquesta en sus elegantes comedores. Nunca accedió.
En cambio, seguía a Ernestino hasta sus lugares predilectos a medida que las horas se hacían más cortas y el cielo más pálido.
– Nunca había oído una voz como la suya -aseguró Ernestino-. Dios le ha bendecido, signore. Pero cante mientras pueda, porque no pasará mucho tiempo antes de que esas notas altas lo abandonen para siempre.
A través de la embriaguez suavemente acariciadora, las palabras cobraron su obvio sentido para Tonio. La virilidad, la pérdida de aquel don junto a muchas otras cosas.
– ¿Ocurre de repente? -preguntó en un suspiro. Tenía la cabeza apoyada contra la pared. Levantó la jarra y advirtió que el vino le resbalaba por la barbilla, cosa que le ocurría a menudo, pero tenía que quitarse aquel sabor amargo de la boca.
– Por Dios, excelencia, ¿nunca habéis estado cerca de un chico al que le esté cambiando la voz?
– No, nunca he estado cerca de nadie, excepto de un hombre muy viejo y una mujer muy joven. No sé nada de los chicos de mi edad, no sé nada de los hombres. Y sé muy poco de la voz.
Una figura llenó la bocacalle. Su cuerpo parecía ocupar el espacio entre las paredes y Tonio fue presa de un repentino desasosiego.
– A veces es rápido -explicaba Ernestino-. Otras se prolonga durante mucho tiempo con notas quebradas. Nunca se sabe, pero por lo alto que sois para vuestra edad, excelencia y… y… -Esbozó una leve sonrisa y cogió la jarra. Tonio supo que estaba pensando en Bettina-. Bueno, tal vez ocurra más deprisa de lo habitual. -No dijo nada más y con su grueso brazo sobre Tonio lo guió adelante.
La figura había desaparecido.
Tonio sonrió, aunque nadie lo vio. Pensaba en las palabras que le había dedicado su padre, casi sus últimas palabras, y de repente la angustia lo paralizó y lo aisló.
«Cuando hayas decidido que eres un hombre, te convertirás en un hombre.» ¿Podía, pues, la mente influir en la carne? Sacudió la cabeza, hablando consigo mismo. Sintió un odio inesperado y terrible contra Andrea.
Le parecía imperdonable ser víctima de aquella zozobra, que tuviera que encontrarse allí, vagando con cantantes callejeros en aquel vulgar y tortuoso lugar. Pero seguía caminando, apoyado cada vez más pesadamente en Ernestino.