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Habían llegado al canal. Ante ellos ardían unas farolas bajo la tenue sombra del puente donde se reunían los gondoleros.

Allí apareció la figura de nuevo, estaba seguro de que era la misma, por su corpulencia y estatura, y resultaba obvio que el hombre los vigilaba.

Tonio se llevó la mano a la espada y por un instante permaneció absolutamente inmóvil.

– ¿Qué ocurre, excelencia? -preguntó Ernestino. Se encontraban a pocos pasos de la taberna de Bettina.

– Ese de ahí -respondió Tonio, pero el peso de la sospecha le hacía flaquear y lo aturdía. ¿Le enviaban la muerte? ¿Un asesino a sueldo, tal vez? Le pareció que había llegado al límite, que aquello ya no era vida sino un mundo de pesadilla en el que aquel centinela esperaba en el puente y unos desconocidos lo instaban a atravesar un umbral que carecía de sentido para él.

– No os preocupéis, excelencia -dijo Ernestino-. Es el maestro de Nápoles. Un maestro de canto que ha venido a buscar chicos. ¿No os habíais dado cuenta antes? Se ha convertido en vuestra sombra.

Ya había amanecido cuando Tonio despertó de aquel letargo provocado por la borrachera en la mesa de la taberna y alzó la cabeza. Bettina estaba sentada a su lado, con el brazo bajo su abrigo y dándole calor en la espalda con su cuerpo, como si quisiera protegerlo del sol que se acercaba, mientras Ernestino, perdida toda compostura, mantenía una airada discusión con el padre de la chica.

Recostado contra la pared, junto a la puerta, estaba aquel hombre fornido, de cabello castaño, grandes ojos amenazadores y una nariz tan plana que parecía haber sido aplastada. Era joven. Llevaba un abrigo harapiento y una espada con la empuñadura de latón, y miraba a Tonio con insolencia mientras alzaba una jarra.

Capítulo3

Ya casi había oscurecido en San Marco, y el inmenso edificio aparecía salpicado de luces vacilantes que conferían un pálido brillo a los antiguos mosaicos. El viejo Beppo, el anciano preceptor eunuco de Tonio, sostenía en la mano una única vela y miraba con ansiedad a Guido Maffeo, el joven maestro de Nápoles.

Tonio se quedó solo en el ala izquierda del coro. Acaban de cantar y en la iglesia seguía suspendido el eco nítido de su última nota, nada podía acallarla.

Alessandro permanecía en silencio, con las manos cruzadas tras la espalda, mirando las dos pequeñas figuras de abajo: Beppo y Guido Maffeo. Fue el primero en observar que los rasgos de Maffeo se distorsionaban. Beppo no se había dado cuenta y al primer estallido gutural del italiano del sur, Beppo quedó visiblemente sorprendido.

– ¡De una de las más grandes familias venecianas! -Guido repetía las últimas palabras de Beppo. Se inclinó ligeramente hacia delante para mirar al viejo eunuco a los ojos-. ¡Me ha traído aquí para escuchar a un patricio veneciano!

– Pero, signore, es la voz más hermosa de Venecia…

– ¡Un patricio veneciano!

– Pero signore…

– Signore -Alessandro se aventuró a intervenir con voz serena-, Beppo tal vez no ha comprendido que en realidad está buscando estudiantes para el conservatorio.

Alessandro había captado aquel malentendido casi desde el principio.

– Pero, signore… -Beppo seguía sin entender-. Yo… yo sólo quería que escuchase esa voz para su propio deleite.

– Para mi propio deleite podía haberme quedado en Nápoles -gruñó Guido.

Alessandro se volvió hacia Beppo, y haciendo caso omiso de aquel sureño iracundo, habló en dialecto veneciano.

– Beppo, el maestro busca niños castrati.

Beppo parecía desolado.

Tonio había bajado del coro y su leve figura ataviada de negro apareció tras el eco de sus pasos en la penumbra. Había cantado sin acompañamiento, su voz había llenado la iglesia con facilidad y había producido un efecto casi místico sobre Guido.

El chico estaba tan cerca de la pubertad que la voz había perdido su inocencia y largos años de estudio habían contribuido, era obvio, a su precisión. Pero a la vez era una voz natural que cantaba perfectas notas agudas sin esfuerzo alguno. Aunque era la voz soprano de un chico que aún no había hecho el cambio, en ella anidaban sentimientos de hombre. La audición había revelado otras cualidades que Guido, airado y exhausto, se negó a definir con más detalle.

Miró al chico que era casi de su misma altura y comprobó que, tal como había imaginado cuando oyó la voz procedente del coro, se trataba del noble vagabundo que recorría las calles por la noche, el chico de ojos negros y piel blanca con un rostro cincelado en el mármol más puro. Su esbeltez y elegancia recordaban a un oscuro Botticelli. Cuando se inclinó ante sus maestros, sin reparar en el hecho de que eran sus subordinados, no hizo en absoluto gala de aquella insolencia innata que Guido atribuía a los aristócratas. Si bien era cierto que la clase patricia veneciana estaba más allá de cualquier comparación. Su cortesía natural hacia quienes los rodeaban la hacía distinta a todas las que Guido había conocido. Tal vez la particularidad de que en aquella ciudad todo el mundo se trasladase a pie influía de algún modo.

No lo sabía a ciencia cierta. Tampoco le importaba. Estaba furioso.

Notó, sin embargo, que el rostro del chico, pese a toda su amabilidad, permanecía distante. Se alejaba de aquella reunión con humildes pero displicentes disculpas.

La puerta se abrió a un destello de sol cegador cuando salió de la iglesia dejando al confundido grupo a sus espaldas.

– Le suplico que me perdone, signore -dijo Alessandro-. Beppo no pretendía hacerle perder tiempo.

– ¡Oh, no. No, no, no… nonono! -murmuró Beppo con toda la gama de tonos posible en una frase normal.

– Y ese joven arrogante, ¿quién es? -preguntó Guido-. Ese hijo de patricio con la laringe de un dios al que ni siquiera le importa saber si su voz ha causado una buena impresión.

Aquello fue demasiado para Beppo, y Alessandro tomó la iniciativa de pedirle que se marchara. Ser brusco iba en contra del carácter de Alessandro, pero se le había agotado la paciencia. Lo cierto era que albergaba un odio profundo, secreto e irrefrenable contra aquellos que salían del conservatorio de Nápoles en busca de niños castrati. Los años pasados en aquella remota ciudad meridional estudiando habían sido tan crueles e implacables que destruyeron sus recuerdos anteriores. Alessandro tenía veinte años cuando encontró a uno de sus hermanos en la piazza San Marco, y no reconoció al hombre que le dijo: «Mira, el pequeño crucifijo que llevabas cuando niño. Tómalo, nuestra madre te lo envía.» Recordaba el crucifijo pero no a su madre.

– Si me permite, maestro -dijo. Cogió la vela de Beppo y se inclinó para observar aquel rostro oscuro y malhumorado-, el chico es perfectamente consciente de que su voz hechiza a todo el que la escucha, pero es demasiado educado como para decirlo. Comprenda, por favor, que hoy ha venido aquí como una cortesía hacia su profesor.

Sin embargo, aquel patán no sólo era un grosero sino que ni siquiera entendía la más mínima sutileza. No prestaba atención a lo que decía Alessandro, se frotaba las sienes con ambas manos como si sufriese una jaqueca. Sus ojos tenían la malicia de una alimaña pero eran demasiado grandes para ser los de un animal.

En ese momento, estando cerca de él, con la vela en la mano, Alessandro comprendió que estaba frente a un castrato inusualmente fornido. Estudió su rostro terso. No, nunca había tenido barba. Era otro eunuco.

Casi se le escapó una carcajada. Lo había creído un hombre completo con la navaja metida en el cinturón y lo invadió una extraña mezcla de sentimientos. Se conmovió ligeramente, no porque Guido le inspirara piedad, sino porque era miembro de una gran fraternidad en la cual la prístina voz de Tonio era más apreciada que en cualquier otra.

– Si me lo permite, señor, puedo recomendarle otros chicos. Hay un eunuco en San Giorgio…