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– ¿Me lo adviertes? -preguntó Tonio tras un suspiro. Mi padre, ¿este hombre? ¿Mi padre?-. ¿Es eso una amenaza de muerte? -susurró Tonio. Irguió los hombros y lo miró de frente-. ¡Tu primer consejo para que nos reconciliemos como padre e hijo!

– ¡Hazme caso! -gritó Carlo-. ¡Di que no puedes casarte. Di que te ordenarás sacerdote. Di que los médicos te han encontrado una malformación, no me importa. Pero dilo, y cédemelo!

– Eso son mentiras -replicó Tonio-. No puedo mentir. -Estaba tan fatigado. Mi padre. Ese pensamiento destruía toda razón y en algún lugar, lejos, fuera de su alcance se hallaba Andrea, retrocediendo hacia el caos. Conoció la más terrible y amarga de las decepciones: saber que no era hijo de Andrea, sino de ese hombre frenético y desesperado que tenía delante, que le imploraba.

– Yo no soy tu bastardo -consiguió mascullar Tonio. Resultaba muy doloroso pronunciar aquellas palabras-. Nací hijo de Andrea bajo este techo y ante la ley. No puedo hacer nada por cambiarlo, aunque divulgues tus infamias de un extremo al otro del Véneto. ¡Soy Marc Antonio Treschi, Andrea me dio este lugar, y no voy a propiciar su maldición desde el cielo ni la maldición de quienes nos rodean y no saben ni la mitad de lo ocurrido!

– ¡Te enfrentas a tu padre! -vociferó Carlo-. ¡Estás propiciando mi maldición!

– ¡Que así sea, entonces! -Tonio elevó la voz. Quedarse allí, continuar con aquello, plantar cara de una vez por todas era la batalla más grande que había emprendido en su vida-. No puedo ir en contra de esta casa, de esta familia, y del hombre que, sabiéndolo todo, decidió fraguar el destino de nosotros dos.

– ¡Oh, qué lealtad! -Carlo soltó un suspiro y se estremeció, los labios tensos en una sonrisa-. ¡Por más que me odies, por más que quieras destruirme, nunca irás en contra de esta casa!

– ¡Yo no te odio! -exclamó Tonio.

Pareció que Carlo, desarmado por la emoción de aquel grito, alzó la vista en un momento de emoción desgarrada.

– Y yo nunca te he odiado -jadeó, como si por primera vez comprendiera el alcance de sus sentimientos-. Marc Antonio -prosiguió, y antes de que Tonio pudiera evitarlo, Carlo lo había tomado por ambos brazos, y estaban tan cerca que podrían haberse abrazado, podrían haberse besado.

La expresión de Carlo era de asombro y casi de espanto.

– Marc Antonio -dijo con voz quebrada-, yo nunca te he odiado…

Capítulo5

Llovía. Tal vez una de las últimas lluvias primaverales. Hacía tanto calor que a nadie le importaba demasiado. La piazza era de plata, la lluvia de un azul argentado, y a intervalos el gran suelo enlosado parecía una sólida lámina de agua resplandeciente.

Unas figuras embozadas correteaban bajo los cinco arcos de San Marco y las luces de los cafés los alumbraban a través de una cortina de humo.

Guido no estaba tan borracho como habría deseado. Detestaba el bullicio y la iluminación de aquel lugar, aunque por otra parte allí se sentía a salvo. Acababa de recibir otro pago de su asignación procedente de Nápoles y se preguntaba si no debería marchar ya hacia Verona y Padua. Aquella ciudad era magnífica, el único lugar en su periplo cuya belleza no había sido exagerada.

Sin embargo resultaba demasiado densa, demasiado oscura, demasiado asfixiante. Noche tras noche se dirigía a la piazza sólo por el placer de esa vasta extensión de tierra y cielo y sentir que podía respirar libremente.

Contempló la lluvia que caía sesgada entre los arcos. Una forma oscura obstruyó la puerta, pero luego avanzó hacia el interior del café. De nuevo entró la lluvia empujada por el viento y casi la sintió en su rostro acalorado, en el dorso de las manos que mantenía dobladas ante sí. Apuró el vaso. Cerró los ojos.

No obstante, volvió a abrirlos de inmediato porque alguien se había sentado junto a él.

Se volvió despacio, con cautela, y vio a un hombre de rostro ordinario y brutal, la barba tan mal afeitada que había dejado un rastro de cerdas azuladas.

– ¿Ha encontrado el maestro de Nápoles lo que buscaba? -preguntó el hombre en voz baja.

Guido no respondió enseguida. Tomó un pequeño sorbo de vino blanco, seguido de otro de café ardiendo. Le gustaba que el café atravesara la dulzura que el vino le creaba en el paladar.

– No nos han presentado -dijo, mirando hacia la puerta abierta-. ¿Cómo es que usted me conoce a mí?

– Tengo un discípulo que le interesará. Desea que lo lleve de inmediato a Nápoles.

– No esté tan seguro de que vaya a interesarme -dijo Guido-. Y además, ¿quién es él para pedirme que lo lleve a Nápoles?

– Si lo rechaza cometerá un error -prosiguió el hombre. Se había acercado tanto a Guido que éste notaba su aliento. Y también lo olía.

– Vaya directo al grano o déjeme en paz. -Los ojos de Guido se movieron mecánicamente hasta quedarse fijos en el hombre.

– Usted no es más que un eunuco -masculló el hombre tras esbozar una leve sonrisa que deformó su rostro.

La mano de Guido se movió muy despacio pero sin disimulo bajo la capa hasta cerrar los dedos en torno a la empuñadura de la daga. Sonrió, indiferente a los asombrosos contrastes de aquel rostro: la boca sensual, la nariz aplastada, y los ojos que, por sí solos, hubieran resultado lánguidos y hermosos.

– Escúcheme -dijo el hombre en un lento murmuro-. Y si alguna vez le cuenta a alguien lo que voy a decirle, será mejor que no vuelva a poner los pies en esta ciudad. -Miró hacia la puerta y luego prosiguió-: Es un chico de buena familia. Desea hacer un gran sacrificio por su voz, pero hay quienes podrían intentar disuadirlo. Es necesario hacerlo deprisa y con delicadeza. También desea marcharse tan pronto como todo haya acabado, ¿comprende? Al sur de Venecia hay una ciudad llamada Flovigo. Vaya allí esta noche, a la hostería. El chico se reunirá con usted.

– ¿Qué chico? ¿Quién es? -Guido entornó los párpados-. Los padres deben dar su consentimiento. Los inquisidores del estado podrían…

– Soy veneciano. -Su sonrisa permanecía inalterable-. Usted no lo es. Llévese al chico a Nápoles, con eso será suficiente.

– ¡Dígame ahora mismo quién es ese chico! -La voz de Guido se alzó amenazadora.

– Ya lo conoce. Lo ha escuchado esta tarde en San Marco. Lo ha escuchado con los cantantes callejeros.

– ¡No le creo! -susurró Guido.

– Regrese a su posada. -El hombre le mostró una bolsa de cuero-. Dispóngalo todo para partir de inmediato.

Durante unos instantes, Guido se detuvo ante la puerta, bajo la lluvia, con la esperanza de que aquellas gotas frías pudieran hacerle recuperar la razón. Reflexionaba poniendo en funcionamiento unos resortes que su mente nunca había utilizado. Sintió el insólito regocijo de la astucia. Una parte de él le aconsejaba: «Márchate ahora mismo y toma cualquier barco que te lleve lejos.» La otra decía: «Lo que vaya a ocurrir sucederá igualmente aunque no estés aquí para beneficiarte.» Pero ¿qué iba a ocurrir exactamente? Empezaba a alarmarse cuando sintió una mano en el codo. Ni siquiera había visto aproximarse a aquel individuo, y a través del fino y helado velo de la lluvia apenas distinguió el rostro del hombre. Lo único que notó fue una mano que le causó un dolor instantáneo y una voz que al oído le susurraba:

– Vamos, maestro.

Fue en la taberna donde Tonio vio por primera vez a aquellos tres.

Estaba muy borracho. Había estado en el piso de arriba con Bettina, y al bajar a la sala atestada de humo, se había desplomado en el banco situado junto a la pared, incapaz de seguir caminando. Tenía que hablar con Ernestino, explicarle que aquella noche no podía ir con él y los demás. Su voz no podía expresar aquella mezcla de horrores. Aún no se había escrito una música semejante.

Mientras miraba aquella penumbra empañada le asaltó un extraño pensamiento: a esas alturas ya tendría que estar inconsciente. Nunca, habiendo bebido tanto, había permanecido despierto para presenciar su propia degradación.