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De vez en cuando aparecía un rostro mucho más perfecto que el de Tonio, un joven con sus mismos ojos grandes y negros y la misma boca exuberante, aunque alargada, siempre al borde de la sonrisa. Miró sólo por encima los grandes grupos de hombres lujosamente ataviados, alguno de los cuales podía ser Andrea de joven, con sus hermanos y sobrinos. Resultaba, sin embargo, difícil darles un nombre a cada uno de ellos, distinguir unos de otros entre tantos. Una historia común los absorbía a todos por igual en unos episodios maravillosamente forjados, con coraje y sacrificio.

Los tres hijos, junto a su padre y la lúgubre primera esposa de éste, miraban desde el más grande de los cuadros enmarcados en oro del inmenso comedor.

– Te están vigilando -bromeó Lena, la institutriz de Tonio, mientras le servía la sopa con el cucharón. Ya mayor, pero con un gran sentido del humor, era más la institutriz de Marianna, la madre de Tonio, que de él, y lo único que pretendía era distraerlo.

No podía imaginar cómo le dolía contemplar aquel espectáculo de caras vigorosas, perfectamente pintadas. Hubiera deseado que sus hermanos estuviesen vivos, los quería allí en aquel momento para poder abrir puertas de habitaciones rebosantes de suaves risas y alboroto. A veces imaginaba cómo sería la gran mesa del comedor con sus hermanos sentados en torno a ella: Leonardo alzando la copa, Philippo contando batallas navales… Y los rasgados ojos de su madre, tan pequeños cuando estaba triste, agrandados por el entusiasmo.

Pero aquel juego inocente tenía un carácter absurdo que fue advirtiendo con el paso de los años. Lo asustaba terriblemente. Mucho antes de conocer todas las consecuencias, ya le habían enseñado que en las grandes familias venecianas sólo se casaba un hijo. Era una costumbre tan antigua que se había convertido en una norma, y en aquella época le había tocado a Philippo, cuya esposa, al no tener descendencia, había regresado con los suyos después de la muerte de éste. Pero si alguna de aquellas sombras hubiese vivido lo suficiente como para engendrar un hijo con el apellido Treschi, Tonio no estaría allí. Su padre nunca hubiera tomado una segunda esposa. Él ni siquiera hubiese llegado a existir. Y de ese modo, el precio pagado por su vida era la muerte de sus hermanos sin sucesión.

Al principio no lo entendía, pero al cabo de un tiempo se convirtió en una verdad irrefutable: él y esos hermanos no estaban destinados a conocerse.

Sin embargo, seguía dando rienda suelta a su fantasía. Veía esas profundas salas brillantemente iluminadas, oía música, imaginaba hombres de palabras amables y mujeres pertenecientes a su propia familia, un enjambre de primos sin nombre. Y su padre siempre rondaba por allí a la hora de la cena, en el salón de baile, volviéndose para coger en brazos al más pequeño de sus hijos con una profusión de besos espontáneos.

En realidad, Tonio apenas veía a su padre.

Con todo, aquellas ocasiones en las que Lena iba a buscarlo, susurrándole con ansia que Andrea había mandado llamar a su hijo, eran extraordinarias. Lo vestía con sus mejores galas: una chaqueta de terciopelo color ocre que a él le encantaba, o tal vez la azul oscura, que era la favorita de su madre. Le cepillaba el cabello hasta darle un brillo intenso y se lo dejaba suelto, sin lazos. Parecía un bebé, protestaba él. Y luego aparecían los anillos, la capa con la orilla de piel, y su pequeña espada con rubíes engarzados. Ya estaba listo. Sus tacones producían aquel delicioso repiqueteo en el mármol.

El gran salón de la planta principal era siempre el escenario elegido. Una estancia inmensa, la más espaciosa de una mansión de amplias habitaciones, amueblada sólo con una larga mesa laboriosamente tallada. En aquella mesa, entre un extremo y otro, cabían tres hombres tumbados. En el suelo había un dibujo veteado que representaba un mapa del mundo, y en el techo, una infinita panorámica azul con ángeles suspendidos desplegando una gran cinta en la que figuraba una inscripción en latín. La luz, irregular, entraba por las puertas abiertas que daban a otras habitaciones, a menudo acompañada de calor matinal, cuando bañaba la leve y casi espectral figura de Andrea Treschi.

Tonio le hacía una reverencia. Cuando alzaba la vista, ni una sola vez había dejado de percibir aquella pasmosa vitalidad en la mirada de su padre, unos ojos tan jóvenes que parecían ajenos a ese rostro esquelético, rebosantes de incontenible orgullo y afecto.

Andrea se inclinaba para besar a su hijo. Sus labios, suaves y mudos como el polvo, se demoraban en la mejilla de Tonio y, de vez en cuando, aunque el muchacho crecía y pesaba más cada año, Andrea lo cogía en brazos y durante un momento lo estrechaba contra su pecho, susurrando su nombre, como si esa palabra, Tonio, fuese una pequeña bendición.

Sus ayudantes lo rodeaban. Sonreían, se hacían guiños. La habitación parecía llenarse de una oleada de dulce emoción. Luego todo terminaba. Tonio corría hasta la ventana de la habitación de su madre, en el piso de arriba, y veía la góndola de su padre navegar canal abajo hacia la piazetta.

Sin necesidad de que nadie se lo dijera, Tonio sabía que era el último de su estirpe. La muerte había devastado con tal saña todas las ramas de aquella gran casa que no le quedaba ni un solo primo que llevase su apellido. Tonio «se casaría joven», tenía que prepararse para llevar un vida llena de responsabilidades. Y en las escasas ocasiones en que se ponía enfermo, sentía escalofríos al ver el rostro de su padre en la puerta. Los Treschi yacían con él en la almohada.

Le intrigaba, le aterrorizaba, y nunca recordaría el momento exacto en que captó la exacta dimensión de su universo. El mundo entero parecía discurrir por las amplias y verdes aguas del Gran Canal que pasaba frente a su puerta. Regatas durante todo el año, con cientos de elegantes góndolas surcando la corriente, espléndidos desfiles las tardes de los sábados estivales, cuando las grandes familias adornaban sus peotti con guirnaldas y áureos dioses y diosas, la diaria procesión de los patricios de camino hacia sus asuntos de estado, con las barcas tapizadas de alfombras de intensos colores. Si Tonio se asomaba al pequeño balcón de madera que daba a la puerta principal, veía la laguna, los lejanos barcos fondeados. Escuchaba el rumor suave de sus saludos, el fragor de las trompetas en el exterior del palazzo ducale.

Oía las interminables canciones de los gondoleros, melodiosos tenores cuyas voces resonaban en las paredes rosa y verde oliva, el rico y dulce rasgueo de las orquestas flotantes. Por la noche, los enamorados navegaban bajo las estrellas, la brisa transportaba serenatas. E incluso por la mañana, a primera hora, cuando estaba triste o aburrido, podía contemplar el trajín interminable de barcas cargadas de verduras que se dirigían con estrépito a los mercados del Rialto.

Pero a los trece años Tonio estaba harto de ver el mundo desde las ventanas.

Si algo de aquel mundo, sólo un poco, se colara por la puerta principal… O mejor aún, si pudiera salir a él…

Sin embargo, el palazzo Treschi no era únicamente su hogar: también era su prisión. Si podían evitarlo, los preceptores no lo dejaban nunca solo. Beppo, el viejo castrato que había perdido la voz hacía tiempo, le enseñaba francés, poesía y contrapunto, mientras que Angelo, el joven y serio sacerdote de cabello oscuro y constitución delgada, le enseñaba latín, italiano e inglés.

Dos veces por semana iba a la casa el profesor de esgrima. Tonio tenía que aprender el correcto manejo de la espada, al parecer más por entretenimiento que para utilizarla en serio.

Y luego estaba el ballerino, un francés encantador que lo introducía en los remilgados pasos del minué, mientras Beppo tocaba al teclado los ritmos festivos adecuados. Tonio tuvo que aprender a besar la mano a una dama, cuándo y cómo hacer una reverencia, todos aquellos detalles que insuflaran refinamiento en los modales de un caballero.