– Claro, tráelo cuando quieras -le dijo alegremente. Iba por su segunda botella de vino blanco español, paseándose por la habitación con su peinador puesto-. Tráelo, me encantará recibirle. Si quieres, bailaré para él; Tonio tocará la pandereta, será como un auténtico carnaval.
Tonio se sentía mortificado. Lena acostó a su señora. Beppo debía haberse dado cuenta, pero era demasiado viejo. Sus ojillos azules centellearon como luces inciertas y al cabo de unos días allí estaba Alessandro, en el salón principal, espléndido en su terciopelo de color crema y la chaqueta de tafetán verde, obviamente complacido por aquella invitación especial.
Marianna se hallaba profundamente dormida, las cortinas corridas. Tonio no tardaría en despertar a la Medusa.
Se pasó un peine por el cabello, escogió su mejor chaqueta y recibió personalmente a Alessandro, haciendo las funciones de amo y señor de la casa.
– No sé qué hacer, signare -le dijo-. Mi madre está enferma y sin ella yo no me atrevo a cantar para usted.
Sin embargo, aquella inesperada compañía lo alborozaba. El sol se derramaba como un torrente sobre la caoba y los damascos de la habitación. Todo el conjunto rebosaba armonía pese a la descolorida alfombra y los techos desmesuradamente altos.
– Trae café, por favor -ordenó a Beppo. Y luego abrió el clavicémbalo.
– Perdonadme, excelencia -dijo Alessandro en voz baja-. No quisiera importunaros. -Su sonrisa era dulce y lánguida. Sin la túnica del coro su aspecto distaba mucho de parecer etéreo, todo lo contrario. Era un caballero corpulento, casi desgarbado, aunque un ritmo fluido impregnaba todos sus gestos-. Yo sólo pretendía sentarme en un rincón, sin molestaros, y escucharos cantar con vuestra madre. Beppo me ha hablado mucho de vuestros duetos, y recuerdo vuestra voz, excelencia, nunca la he olvidado.
Tonio rió. Si aquel hombre se marchaba, se echaría a llorar. ¡Se encontraba tan solo!
– Siéntese, por favor, signore. -Experimentó un alivio inmenso cuando vio aparecer a Lena con una humeante cafetera seguida de Beppo, que traía unas partituras.
Tonio era presa de la desesperación. En su rescate acudió la brillante idea de producir en Alessandro tal deleite que éste regresara una y otra vez a escucharlo. Escogió Moctezuma, la última ópera de Vivaldi. Las arias eran del todo nuevas para él, pero no podía arriesgarse a cantar algo pasado y aburrido, y al cabo de unos instantes, se encontraba en medio de una enérgica y espectacular pieza, a la que su voz se adecuaba rápidamente.
Nunca había cantado en aquella estancia. Allí dominaba el mármol sobre tapices y cortinajes, y éste amplificaba su voz y la hacía sonar excelsa. Cuando terminó, el silencio lo estremeció. No podía mirar a Alessandro. Sintió que en su interior brotaba una extraña emoción, una desasosegante felicidad.
Entonces, respondiendo a un impulso, hizo una seña a Alessandro. Casi se sorprendió al ver que el eunuco se levantaba y se dirigía al clavicémbalo. De repente mientras Tonio se lanzaba al primer dueto, oyó a sus espaldas aquella magnífica voz que elevaba y arrastraba a la suya, aquella fuerza estridente.
A éste lo siguió otro dueto, y otro, y otro aún, y cuando ya no encontraron más, cantaron duetos con las arias. Interpretaron aquellos fragmentos de las partituras que más los entusiasmaban, algunos de los que no les gustaban y continuaron con más música. Finalmente, convenció a Alessandro de que compartieran el pequeño banco y les sirvieron el café.
La sesión de canto se prolongó hasta abandonar toda formalidad. Eran simplemente dos personas, incluso las voces con las que hablaban eran distintas. Alessandro destacaba pequeños aspectos de esta y aquella composición. De vez en cuando insistía en escuchar a Tonio cantar solo, y luego sus alabanzas se precipitaban como una cálida cascada, en su afán de hacerle comprender que no se trataba de halagos de cumplido.
Sólo se detuvieron cuando alguien les puso un candelabro delante. La casa estaba oscura, era tarde, y ellos habían perdido la noción del tiempo.
Tonio guardaba silencio y el aspecto sombrío que cobraban los objetos lo oprimía. Le pareció que la casa se lo tragaba de un bostezo, y las luces del canal centelleando en el cristal le provocaron deseos de iluminar aquella sala con todas las velas que pudiera encontrar. La música latía aún en su cabeza y, con ella, su dolor. Al contemplar la dulce sonrisa dibujada en el rostro de Alessandro, experimentó un irreprimible afecto hacia él.
Hubiera querido hablarle de aquella lejana noche en que había cantado en San Marco por vez primera, decirle cuánto le había complacido, asegurarle que nunca lo olvidaría. Le fue imposible, sin embargo, traducir en palabras aquel primer anhelo infantil de ser cantante, imposible decir «claro que yo no puedo serlo», imposible comentarle lo ridículo que resultaba todo aquello, porque él no sabía que Alessandro era… ¿qué? Detuvo sus pensamientos, repentinamente humillado.
– Por favor -le dijo, poniéndose en pie-, tiene que quedarse a cenar. Beppo, por favor, dile a Angelo que desearía que nos acompañara, y comunícaselo a Lena ahora mismo. Cenaremos en el comedor principal.
Enseguida estuvo la mesa dispuesta con la mantelería y la vajilla adecuadas para la ocasión. Pidió más candelabros y tras sentarse a la cabecera de la mesa, como hacía siempre que estaba solo, Tonio se volcó de lleno en una conversación desbordante.
Alessandro reía con facilidad. Sus respuestas eran largas. Alabó el vino y pasó a describir el último banquete del dux.
Aquello sí que fue una gran celebración, con cientos de invitados a la mesa, las puertas abiertas de par en par, y la gente entrando desde la piazetta para contemplar el espectáculo.
– Desapareció una taza de plata -Alessandro sonrió, alzando sus densas y oscuras cejas-, e imaginad, excelencia, todos los jefes de estado esperando a que contaran la vajilla una y otra vez. Yo apenas podía contener la risa.
Su manera de narrar la historia no suponía, sin embargo, una falta de respeto, y de inmediato se lanzó a contar otra. Poseía un lánguido refinamiento y a la luz de las velas su rostro adquiría un matiz ultraterreno.
En plena velada, Tonio no podía evitar percatarse de que Angelo y Beppo, sentados a su derecha, acataban todas sus órdenes.
– Otra botella de vino -sugirió Tonio y, al momento, Angelo mandó traerla.
– Que sirvan el postre -ordenó-. Y si en la casa no hay nada, que salga alguien a buscar chocolate o helados.
Beppo lo observaba con admiración, y Angelo parecía incluso algo intimidado.
– Pero cuénteme qué siente cuando canta ante un rey, el rey de Francia, el rey de Polonia…
– Es lo mismo que cantar para cualquier otra persona, excelencia -respondió Alessandro-. No quieres cometer ningún fallo. Tu propio oído no soporta error alguno. Por este motivo no canto cuando estoy solo en mis aposentos. No quiero escuchar nada que no suene… que no suene perfecto.
– ¿Y la ópera? ¿Nunca ha deseado subir a un escenario? -insistió Tonio.
Alessandro unió los dedos y colocó las manos debajo de la barbilla. Obviamente estaba concentrándose en la respuesta.
– Ante los focos es distinto -aseguró-. No sé si me explico. Bueno, ya habéis visto a los cantantes en el…
– No, todavía no -lo interrumpió Tonio sonrojándose. Alessandro se daría cuenta de su juventud y de lo peculiar de aquella invitación.
Pero Alessandro se limitó a seguir explicando que en la ópera había que encarnar un papel, actuar, estar presente en aquel espacio reducido, que el público te viera. La iglesia era completamente distinta, allí la voz se elevaba por encima de todo.
Tonio tomó otro sorbo de vino y justo cuando iba a decir que deseaba con toda su alma asistir a una ópera, advirtió que Angelo y Beppo se habían levantando apresuradamente. Alessandro miró hacia el extremo de la mesa y siguió su ejemplo. Tonio los imitó antes de vislumbrar la figura de su padre que emergía de la oscuridad azulada.