Isaac Asimov
Un guijarro en el cielo
1. ENTRE UN PASO Y EL SIGUIENTE
Dos minutos antes de desaparecer para siempre de la faz de la Tierra que conocía, Joseph Schwartz estaba paseando por las tranquilas calles de las afueras de Chicago, recitando a Browning para sus adentros.
En cierto sentido esto resultaba extraño, porque ningún transeúnte que se hubiera cruzado con Schwartz habría tenido la impresión de que éste era un conocedor de Browning. Joseph Schwartz parecía exactamente lo que era —un sastre jubilado totalmente desprovisto de lo que las personas sofisticadas de nuestros días llaman «una educación formal»—, pero había desahogado una buena parte de su curiosidad en lecturas desordenadas. Una voracidad indiscriminada le había hecho asimilar conocimientos superficiales sobre prácticamente todas las materias, y había conseguido mantenerlo todo ordenado gracias a que poseía una excelente memoria.
Por ejemplo, cuando era más joven había leído dos veces el Rabino Ben Ezra, por lo que naturalmente se lo sabía de memoria. La mayor parte del poema le resultaba indescifrable, pero durante los últimos años el ritmo de los tres primeros versos había latido al unísono con su corazón; y en aquel día muy soleado y luminoso de comienzos del verano de 1949 Schwartz los declamó para sí en las profundidades de la silenciosa fortaleza de su mente.
Schwartz sentía en toda su plenitud el mensaje del poema. La serenidad de una vejez acomodada resultaba muy agradable después de los sacrificios de su juventud pasada en Europa y de los primeros años de su madurez en los Estados Unidos. Tener dinero y una casa propia habían permitido que Schwartz pensara en la posibilidad de jubilarse, y eso era justamente lo que había acabado haciendo. Con una esposa sana, dos hijas felizmente casadas y un nieto que alegraría los últimos y mejores años de su vida, ¿de qué tenía que preocuparse?
Sí, claro, estaba la bomba atómica, pero Schwartz creía en la bondad básica de la naturaleza humana. No creía que fuese a haber otra guerra. Creía que la Tierra no volvería a ver el infierno solar de un átomo detonado por la ira, de modo que sonreía con tolerancia a los niños con los que se cruzaba deseándoles en silencio un paso veloz y no demasiado difícil a través de la juventud hasta la paz de lo mejor que todavía estaba por llegar.
Levantó el pie para pasar por encima de una muñeca de trapo que sonreía abandonada en la cuneta, y cuya desaparición todavía no había sido notada. Aún no había terminado de bajar el pie…
En otra zona de Chicago se alzaba el Instituto de Investigaciones Nucleares, un lugar en el que los hombres quizá también tenían sus teorías sobre el valor esencial de la naturaleza humana, pero donde se avergonzaban un poco de ellas porque aún no se había inventado ningún instrumento capaz de medirlo cuantitativamente. Cuando pensaban en esas cosas, muchas veces era para desear que alguna intervención divina impidiese que la naturaleza humana y el maldito ingenio humano acabaran convirtiendo todo descubrimiento inocente e interesante en un arma mortífera.
Sin embargo, y si llegaba a ser necesario, el mismo hombre que no podía lograr que su conciencia controlara la curiosidad que le inspiraban esas investigaciones nucleares, que algún día quizá pudieran aniquilar a la mitad de la población de la Tierra, era capaz de arriesgar su vida para salvar la de un semejante sin importancia.
Lo que primero atrajo la atención del doctor Smith fue el resplandor azul que brillaba detrás del químico.
Lo observó al pasar frente a la puerta entreabierta. El químico era un joven siempre alegre y animado, y estaba silbando mientras enderezaba una cubeta volumétrica en cuyo interior ya se había alcanzado el volumen deseado de solución. Un polvo blanco caía lentamente sobre el líquido y se iba disolviendo a su debido tiempo. Por un momento eso fue todo, pero un segundo después el instinto del doctor Smith —que, para empezar, era el causante de que se hubiera detenido delante de la puerta— hizo que se pusiera en acción.
Entró corriendo en la habitación, cogió una varilla graduada y barrió la superficie de la mesa con ella lanzando al suelo todo lo que contenía. Se oyó un siniestro chasquido de metal fundido. El doctor Smith sintió que una gotita de transpiración se deslizaba hacia la punta de su nariz.
El joven contempló con expresión desconcertada el suelo de hormigón sobre el que el metal plateado ya se había endurecido formando manchitas que todavía irradiaban un calor muy intenso.
—¿Qué ha pasado? —preguntó con un hilo de voz.
El doctor Smith se encogió de hombros. Él tampoco lo sabía con certeza.
—No lo sé. Explíquemelo usted… ¿Qué proceso se estaba elaborando aquí?
—¡Ninguno! —exclamó el joven químico—. No era más que una muestra de uranio en bruto. Estaba haciendo una determinación electrolítica de cobre, y no entiendo qué puede haber ocurrido.
—Bien, joven, fuera lo que fuese por lo menos puedo informarle de lo que vi. Ese crisol de platino tenía una corona, ¿entiende? Se estaba emitiendo una radiación muy poderosa. ¿Ha dicho que se trataba de uranio?
—Sí, pero era uranio en bruto y no es peligroso. Quiero decir que… Bueno, la pureza total es una de las condiciones más importantes requeridas para la fisión, ¿verdad? —Se humedeció rápidamente los labios con la lengua—. ¿Cree que se trataba de una fisión? No es plutonio, y no estaba siendo bombardeado.
—Y además estaba por debajo de la masa crítica —añadió el doctor Smith con voz pensativa— o, por lo menos, estaba por debajo de las masas críticas que creemos conocer. —Contempló la mesa de esteatita, la pintura quemada y ampollada de los armarios y las vetas plateadas que se habían extendido a lo largo del suelo de hormigón—. Pero el uranio se funde aproximadamente a 1.8oo grados centígrados, y los fenómenos nucleares no son tan bien conocidos como para que podamos hablar de ellos con demasiada seguridad. Después de todo, esta sala debe de haber quedado saturada de radiaciones perdidas… Será mejor que despeguen el metal del suelo en cuanto se haya enfriado, y que lo recojan y lo analicen detenidamente. —Su mirada pensativa recorrió lo que le rodeaba, y de repente fue hacia la pared que tenía delante y rozó con las yemas de los dedos un punto situado casi a la altura de su hombro mientras lo contemplaba con cara de sorpresa—. ¿Qué es esto? —le preguntó al químico—. ¿Siempre ha estado aquí?
—¿El qué, señor? —preguntó el joven.
Fue hacia el doctor Smith con paso rápido y nervioso, y clavó la mirada en el punto que estaba señalando. Había un agujerito minúsculo que podría haber sido causado por un clavo incrustado en la pared y retirado después…, pero que hubiese atravesado el yeso y el ladrillo en todo el grosor de la pared del edificio, ya que se podía ver la luz del día por él.
El joven químico meneó la cabeza.
—Nunca había visto esto antes —dijo—. Pero la verdad es que tampoco había examinado esa pared, señor.
El doctor Smith no hizo ningún comentario. Retrocedió lentamente y pasó al lado del termostato, una caja en forma de paralelepípedo hecha con delgadas láminas de hierro. El agua que había en su interior se arremolinaba mientras el agitador giraba a merced de la monomanía del impulso electromotriz, y las lamparitas eléctricas que estaban debajo del agua y que servían como calefactores seguían el compás de las palpitaciones del regulador de mercurio con un enloquecido parpadear.
—Bueno, ¿y esto estaba aquí antes? —preguntó el doctor Smith.
Rascó suavemente con la uña un punto situado cerca del borde superior de la cara ancha del termostato. Era un pequeño círculo de bordes muy lisos que atravesaba el metal. El nivel del agua no era lo bastante alto para llegar hasta él.