Esta vez no cenamos en el salón embaldosado donde habíamos departido la vez anterior, sino en un fresco patio, junto a una fuente con surtidores. La posesión de una fuente como ésta es signo de gran lujo en esta tierra árida. Los criados nos trajeron una selección de excelentes vinos, dulces y sorbetes. Pude apreciar que Nicomedes había conformado su forma de vida al estilo de los principales mercaderes de la ciudad y se sentía a gusto así.
No pasó mucho tiempo hasta que fui directamente el asunto central, es decir: qué era exactamente lo que el emperador griego esperaba lograr destacando un legado imperial en La Meca. A veces pienso que la mejor manera de que un espía descubra lo que necesita descubrir es dejar de lado toda estratagema y actuar como un individuo inocente que habla lisa y llanamente.
De modo que cuando nos sentamos frente al cordero con dátiles asado en leche tibia, le dije:
—Así pues, ¿la ilusión del emperador es incorporar Arabia al Imperio?
Nicomedes se rió.
—Oh, no estamos tan locos como para pensar que podemos hacer tal cosa. Nadie ha sido nunca capaz de conquistar este lugar, ya lo sabes. Los egipcios lo intentaron y también los persas de la época de Ciro y de Alejandro el Grande. Augusto envió aquí una expedición, diez mil hombres; seis meses para abrirse paso a la fuerza y sesenta días de horrible retirada. Creo que también Traj ano hizo un intento. El asunto es, Córbulo, que estos sarracenos son hombres libres, libres en su interior, que es un tipo de libertad que tú y yo, sencillamente, no estamos preparados para comprender. Ellos no pueden ser conquistados porque no pueden ser gobernados. Intentar conquistarlos es como pretender conquistar leones o tigres. Puedes fustigar a un león o matarlo incluso, sí, pero no puedes imponerle tu voluntad aunque lo encierres en una jaula durante veinte años. Los sarracenos son una raza de leones. El gobierno, tal como lo entendemos, es un concepto que aquí nunca puede implantarse.
—Están organizados en tribus, ¿verdad? Eso ya es una especie de gobierno.
Nicomedes se encogió de hombros.
—Cimentado nada más que sobre la lealtad familiar. No puedes crear ningún tipo de administración nacional a partir de ahí. La familia cuida de la familia y todos los demás son contemplados como enemigos potenciales. Aquí no hay reyes, ¿te das cuenta? Nunca los ha habido. Sólo jefes tribales… emires, como ellos los llaman. Una tierra sin reyes nunca se someterá a un emperador. Podemos llenar la península entera de soldados, cincuenta legiones, y los sarracenos se limitarían a desaparecer en el desierto y, desde allí, nos liquidarían uno a uno con jabalinas y flechas. Un enemigo invisible atacándonos desde un terreno en el que no podemos sobrevivir. Son inconquistables, Córbulo. Inconquistables.
En su voz había pasión y aparente sinceridad. Los griegos son buenos fingiendo sinceridad.
—De manera que lo único que buscáis es alguna clase de acuerdo comercial, ¿verdad? —dije yo—. Solamente una informal presencia bizantina, no una incorporación real de la región al Imperio.
Él asintió.
—Sí, más o menos. ¿Está molesto tu emperador por eso?
—Le ha llamado la atención, diría yo. No querríamos perder el acceso a los productos que obtenemos en esta parte del mundo. Ni tampoco a aquellos otros de lugares como la India, más hacia el este, que habitualmente llegan al oeste a través de Arabia.
—Pero ¿por qué iba a suceder eso, mi querido Córbulo? Es un único Imperio, ¿verdad? Juliano III gobierna desde Roma y Mauricio Tiberio lo hace desde Constantinopla. Pero los dos gobiernan unidos para el bien común de todos los ciudadanos romanos de todas partes. Como viene ocurriendo desde que el gran Constantino dividió el reino por primera vez hace trescientos años.
Sí, por supuesto. Ésa es la versión oficial. Pero yo conozco mejor la realidad. Como tú. Como también Nicomedes el paflagonio. Pero yo ya había llevado el asunto tan lejos como la prudencia me aconsejó. Había llegado el momento de pasar a otros temas más frivolos.
Descubrí, no obstante, que soslayar el tema no fue tarea tan fácil. Había expresado mi sospecha y, en consecuencia, había suscitado la presentación de argumentos contrarios, cosa que Nicomedes no había acabado de hacer. No tuve más elección que escucharle mientras tejía una red de palabras a mi alrededor con la que me atrapó totalmente en su discurso. Los griegos son condenadamente hábiles con las palabras, y él además me había adormecido con vinos dulces y atiborrado con excelentes manjares hasta el punto de que me sentía por completo incapaz de refutar sus razones, y antes de que hubiera acabado, mi mente estaba anclada en el tema del este y el oeste.
Me aseguró de veinte maneras diferentes que una expansión de la influencia del Imperio Oriental sobre la Arabia Desierta —si es que tal cosa llegara a ocurrir—, no haría peligrar de ninguna manera el existente comercio romano occidental con mercancías árabes o indias. Arabia Pétrea, hacia el norte, estaba desde hacía mucho tiempo, bajo la administración del Imperio Oriental, señaló Nicomedes, y lo mismo ocurría con las provincias de Siria Palaestina, AEgyptus, Capadocia, Mesopotamia y todos los demás soleados territorios orientales que Constantino, en la época de la división original del reino, había puesto bajo la jurisdicción del emperador que se asentara en Constantinopla. ¿Acaso creía yo que la prosperidad del Imperio Occidental se veía dificultada en alguna medida por hallarse aquellas provincias bajo la administración bizantina? ¿No había viajado yo con libertad a través de muchas de aquellas provincias de camino hacia allí? ¿Es que no había una multitud de mercaderes romanos occidentales residiendo en ellas y eran libres de hacer allí los negocios que quisieran?
No pude contestar a ninguna de sus preguntas.Yo quería manifestar mi desacuerdo, traer a colación un centenar de ejemplos de sutiles interferencias orientales en el comercio occidental pero, sencillamente, no fui capaz de esgrimir uno solo.
Créeme, Horacio, en aquel momento me sentí bastante incapaz de entender por qué había abrigado yo tal desconfianza hacia las intenciones de los griegos. De hecho, son nuestros hermanos, me dije a mí mismo. Son romanos griegos y nosotros somos romanos de Roma, sí, pero el Imperio es una entidad única elegida por los dioses para gobernar el mundo. Una moneda de oro acuñada en Constantinopla es idéntica en peso y diseño a otra que se acuñe en Roma. Una lleva el nombre y el rostro del emperador oriental; otra lleva el nombre y el rostro del emperador de Occidente, pero ambas son la misma. Las monedas de un reino se introducen libremente en el otro. Su prosperidad es nuestra prosperidad; nuestra prosperidad es la suya.Y etcétera, etcétera.
Pero, mientras pensaba en estas cosas, Horacio, también me daba cuenta tristemente de que al hacerlo estaba debilitando mi única y endeble esperanza de liberarme de esta tierra de arenas ardientes y agrestes colinas desarboladas.Tal como te señalé en mi carta anterior, lo que necesito es algo para poder decir: «¡Mira, César, lo bien que te he servido!» para que él pueda contestarme a su vez: «Bien hecho, mi buen y fiel subdito», y me llame de regreso a los placeres de la corte. Para que eso ocurra, sin embargo, debo mostrarle al cesar que él tiene enemigos aquí, y proporcionarle la manera de enfrentarse a ellos. Pero ¿qué enemigos? ¿Quiénes? ¿Dónde?
Habíamos acabado de cenar por aquel entonces. Nicomedes dio una palmada y, un criado trajo un frasco de un fuerte y dorado licor que procedía, según me contó, de un principado en el desierto, a orillas del golfo Pérsico. Primero había deleitado mi paladar y luego nubló mi cabeza.
A continuación me condujo por las salas de la villa mostrándome lo más notable de lo que yo (a pesar de mi nebuloso estado) pude apreciar que era una colección extraordinaria de antigüedades y curiosidades: magníficas estatuillas griegas de bronce, majestuosas esculturas de AEgyptus talladas en piedra negra, extrañas máscaras de madera de diseños bárbaros que habían sido hechas, según me dijo, en algún lugar de las tierras ignotas de la tórrida África, y muchas, muchas más cosas.