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– Estás muy… elegante -le dijo.

Aquel elegante sonó en los oídos de Clare como un insulto. Podía haber dicho sexy, guapa, sofisticada, hasta simplemente bien, pero «elegante» era una palabra fría y dura.

– Me pareció un restaurante caro -le dijo, con los labios apretados-, así que pensé que merecería la pena hacer un esfuerzo. Es agradable tener la oportunidad de vestirse bien, para variar -añadió, deseando poderle herir tan fácilmente como él la había herido a ella-. No es que tenga muchas oportunidades en el rancho, ¿verdad?

La mordacidad con que trataba de herirlo pareció no hacerle mella.

– Supongo que no -le respondió.

– No te gusta, ¿verdad?

La miró desafiante, suspiró y se metió las manos en los bolsillos.

– No es eso -le respondió después de un momento-. Lo que pasa es que estás diferente.

– Solo es un vestido. Soy la misma de siempre.

Gray la miró, sin sonreír.

– Ya lo sé -le abrió la puerta, como aburrido del tema-. Alice está durmiendo. ¿Nos vamos?

Clare pensó que no tenía por qué importarle lo que él pensara, porque al fin y al cabo, ¿qué sabía de ropa? Levantó la cabeza y pasó delante, pensando que lo fundamental era que se sentía a gusto vistiendo otra vez ropa bonita, pero para cuando llegaron al ascensor, se encontró deseando llevar puesta la misma blusa rosa cuyos botones había desabrochado aquella tarde de una manera tan seductora.

El restaurante estaba lleno y se oía el murmullo de las conversaciones y el ruido de los cubiertos al chocar contra los platos. Clare no perdía de vista a Gray mientras seguía al camarero que los guiaba a su mesa. Vestía con mucha discreción, como siempre, y no hacía nada para llamar la atención, pero había algo en él, tal vez la seguridad que transmitía, su ágil caminar o su firme y musculoso cuerpo que atraía las miradas.

Clare se sintió ridícula, allí sentada frente a él, fingiendo estar enfrascada en la lectura del menú. Aquella misma tarde habían hecho el amor, con el sol inundando su lecho, y en ese momento parecían dos extraños.

No era capaz de mirarlo de frente y se le perdían los ojos entre el menú, los vasos, los cubiertos y las otras mesas. Una vez hubieron pedido, trató desesperadamente de que se le ocurriera algo que decir, para romper la tensión que se palpaba en el aire. Empezó a juguetear con el tenedor, pinchando el mantel, hasta que Gray le agarró la mano, firmemente y se lo quitó.

– ¿Por qué estás tan nerviosa? -le preguntó, irritado.

– No lo sé -le confesó-. Me siento como si estuviera en una primera cita. Qué tontería, ¿verdad?

Estaba claro que Gray pensaba que lo era.

– ¿Y estás así de histérica en todas tus primeras citas?

– Menos con Mark -recordó Clare-. Nos sentimos a gusto desde el principio.

Gray la miró con frialdad.

– No espero que te vayas a sentir igual conmigo, pero no tienes por qué estar tan nerviosa. ¡Al fin y al cabo nos conocemos!

– Creo que es porque te veo fuera de contexto -le intentó explicar-. Estoy acostumbrada a verte en el rancho y me resulta extraño estar contigo en un sitio como este.

– Soy el mismo en todos los sitios.

– Entonces tal vez sea yo la diferente -Clare acarició el borde del vaso-. Te dije que era la misma, a pesar del vestido, pero no creo que sea verdad del todo. Aquí me siento diferente. Caminar por las calles esta tarde me recordó Londres. Tengo un trabajo fantástico, que me encanta, aunque a veces me ponga al borde de un ataque de nervios. Me gusta trabajar con gente creativa. Tal vez necesite adrenalina.

Gray había estado observando su expresión soñadora mientras hablaba de Londres.

– No me extraña que te aburras en el rancho -le dijo, con dureza en la voz.

Clare al oírle decir eso, levantó la vista.

– ¡No me he aburrido! Ya sabes lo que es cuidar de Alice, no tienes tiempo para aburrirte.

– Pero no es a lo que estás acostumbrada, ¿verdad?

– No, pero me estoy acostumbrando. No podría pasar toda mi vida allí, pero está bien para una temporada. Creo que venir a la ciudad me ha desestabilizado un poco.

Gray esperó a que el camarero terminara de servir el vino.

– ¿Estás tratando de decirme que has cambiado de opinión? -le preguntó directamente.

– ¿Cambiar de opinión?

– Sobre la boda.

– ¡No! -el pánico se apoderó de ella y los dedos se le pusieron blancos de tanto apretar la copa-. ¡Claro que no, me tengo que casar si quiero quedarme en Australia!

– Si quieres nos podemos casar aquí. Sería más arriesgado en caso de que las autoridades investigaran, pero así después te podrías quedar en Perth, si es eso lo que deseas. Tengo amigos aquí que te podrían ayudar. No tendrías que regresar al rancho.

El pensamiento la hizo palidecer. Si no regresaba a Bushman's Creek no volvería a ver las bandadas de pájaros que acudían a beber al riachuelo, o las maravillosas puestas de sol, ni volvería a sentarse en la galería con Gray.

– Creo que será mejor que sigamos adelante según lo que teníamos planeado -le dijo, un poco nerviosa-, Alice se ha acostumbrado muy bien al rancho y estaré encantada de seguir allí durante el tiempo que sea necesario. Sé que no será para siempre, y por si acaso las autoridades investigan, conviene que aparentemos ser un matrimonio de verdad.

Gray la miró con los ojos entrecerrados, mientras le volvía a llenar la copa.

– Si estás segura…

– Lo estoy -se apresuró a decir. ¿Acaso esperaba que se pusiera de rodillas y le implorara?

– En ese caso, mañana por la tarde iré a ver a mi abogado, para que redacte un acuerdo prematrimonial, como convinimos. Compraremos los anillos y será mejor que elijas un vestido de novia.

Clare se tranquilizó hablando de cosas prácticas. La prudente Clare se encontraba más a salvo pensando en todo lo referente a invitaciones y banquetes que cuando se trataba de considerar cómo se sentiría casada con Gray y, sobre todo, cuando tuviera que despedirse de él.

Antes de abandonar el rancho había hecho una lista con las cosas que necesitaban Alice y ella, y además había pensado darse algún capricho, pero por alguna razón, al día siguiente no disfrutó tanto de la tarde de compras como había imaginado. Gray estuvo ocupado con negocios, pero antes de marcharse la llevó a una joyería donde eligió unas sencillas alianzas de oro y un precioso anillo de diamantes. Clare le dijo que no era necesario, pero Gray insistió.

– Lo puedes dejar aquí cuando te vayas, si no te gusta -le dijo, con indiferencia.

El brillo de los diamantes en su dedo la distrajo toda la tarde. Las tiendas tenían estilo y un amplio surtido, sobre todo comparadas con las de Mathinson, pero por alguna razón era incapaz de concentrarse. Se sentía perdida sin Gray.

Se dijo que tal vez le hubiera resultado más fácil comprar si él se hubiera llevado a la niña, pero en el fondo sabía que esa no era la razón. Echaba de menos su apacible presencia y su ágil caminar. Añoraba su ironía y el modo en que la miraba a veces con esa sonrisa acechando en sus ojos. Echaba de menos mirar hacia atrás y saber que estaba allí.

Regresó al hotel enfadada consigo misma por haber desperdiciado una tarde de compras en una ciudad como Perth, pensando en un hombre que pertenecía a un país lejano, donde la tierra parecía abrasada por el sol y no se veía nada ni a nadie en muchos kilómetros a la redonda.

– Demasiado para una chica de ciudad -suspiró.

CAPITULO 7

LE RESULTABA imposible tranquilizarse. Se sentó encima de la cama y, con Alice a su lado, se puso a revisar las compras que habían hecho, pero pendiente en todo momento de la puerta y sobresaltándose al menor ruido. Cuando por fin llegó, al verlo en la puerta de la habitación el corazón le empezó a latir precipitadamente.