Habían pasado ya diez días desde su regreso de Perth y la mañana anterior Gray se había llevado a sus hombres a la parte más remota de la finca para realizar la última gran reagrupación de ganado antes de la boda. A pesar de sus palabras de aliento, diciéndoles que la niña y ella estarían bien solas, a Clare no le hacía mucha gracia pasar un día entero con su correspondiente noche sin él en la casa, pero al final habían estado bien.
No se había sentido tan sola como esperaba, al menos durante el día. ¿Cómo se iba a sentir sola con los perros, gallinas y caballos esperándola con impaciencia para que los alimentara? Además, desde la ventana de su habitación podía ver los enormes canguros rojos y otros más pequeños de color gris, que solían acercarse y quedarse mirándola, hasta que daban un salto y se escondían dentro de unos matorrales.
No, Clare no se había sentido sola durante el día, pero la noche se le había hecho muy larga sin Gray. La cama le había parecido enorme sin él y se la había pasado dando vueltas, sin poder conciliar el sueño. Mientras cargaba el coche se dio cuenta de la emoción que sentía al pensar en que lo iba a volver a ver, cuando hacía tan solo veinticuatro horas que no estaba con él. Se había puesto en contacto con ella por radio y habían quedado en que iría a su encuentro a uno de los puntos de riego, antes de que hicieran con el ganado los últimos kilómetros.
Encontraron el punto de riego sin dificultad y Clare aparcó a la sombra de un árbol. En la parte trasera del coche, Alice estaba inmersa en una de sus interminables conversaciones consigo misma y, apoyada en el volante, mientras esperaba la aparición del ganado, Clare pensaba en los últimos diez días.
La manada no tardó en aparecer. Las primeras vacas pasaron al lado del coche, sin que les suscitara curiosidad alguna, pero pronto el aire se tiño de polvo rojo y se oyó el galope del ganado mezclado con los gritos de los vaqueros que, a caballo, trataban con esfuerzo de controlarlo.
Uno a uno los hombres fueron llegando hasta donde estaba ella y, sin sus gritos, el ganado no tardó en detenerse, como sin saber qué hacer. Tras un momento de vacilación bajaron las cabezas para mordisquear las escasas matas de hierba seca que se veían, alejándose poco a poco de los humanos y sus caballos.
El punto de riego parecía ser un lugar donde acostumbraban a parar. Habían limpiado una zona bastante alejada de los árboles para hacer fuego y alrededor de ella se veían unos cuantos troncos a modo de asiento, que ya parecían desgastados y brillantes por el uso. En un abrir y cerrar de ojos Joe encendió fuego y puso el agua a hervir para hacer el té.
Los otros hombres se sentaron alrededor, encima de los troncos, liando cigarrillos o ayudando a entretener a Alice, mientras Clare sacaba las cosas de la caja. Alice los tenía a todos encandilados. Parecían haber perdido la timidez con ella y se pasaban el tiempo haciéndole carantoñas y poniendo caras raras para nacerla reír. A Clare le emocionaba ver como aquellos hombres rudos se comportaban como niños con Alice y se la iban pasando unos a otros con sus enormes manos encallecidas.
– ¿Dónde está Gray? -preguntó, mientras desenvolvía sandwiches.
– No tardará mucho -le respondieron todos-. Venía al final para que no se quedara ninguna vaca rezagada.
– Ahí está -dijo alguien.
Clare se volvió y le dio un vuelco el corazón. Gray venía a caballo hacia ella y, en un momento determinado, desmontó y ató su montura junto a los otros animales, que permanecían pacientemente a la sombra, sacudiendo la cabeza para espantar las moscas.
Se quitó el sombrero mientras se acercaba a ellos y se pasó el dorso de la mano por la frente para limpiarse el sudor. Contemplándolo, Clare se dio cuenta de cuánto lo amaba.
Con los sandwiches todavía en la mano, permaneció inmóvil como si hubiera echado raíces allí. Se sintió un poco mareada, como al borde de un abismo. ¿Por qué se había enamorado de un hombre que estaba sudoroso, sucio y cansado, y cuando además el amor era lo último que entraba en sus planes?
De repente, se dio cuenta con claridad de que lo que pasaba era que no se había enamorado en ese momento de él, sino que se había ido enamorando irremediablemente desde que subió las escaleras del hotel y sonrió a Alice. Lo que ocurría era que no lo había querido aceptar hasta aquel momento.
– Clare, ¿estás bien? -de repente se dio cuenta de que Gray la estaba mirando atentamente y el rubor tiñó sus mejillas. Se había quedado allí en medio con los sandwiches en la mano y los hombres la miraban con curiosidad.
– Estoy bien -se sorprendió por lo ronca que sonaba su propia voz y se apresuró a aclararse la garganta-. Lo siento. Estaba… soñando.
Le temblaban las piernas y, temerosa de que pudieran fallarle, se sentó sobre uno de los troncos.
– ¿De veras? -insistió Gray-. Tienes mala cara.
– Es el calor -deseosa de cambiar de tema pasó los sandwiches a Ben-. Aquí tenéis la comida.
Los hombres dieron buena cuenta de esta, pero ella no pudo probar bocado. Tomó té, que Joe le sirvió en una jarra vieja de esmalte, y la retuvo entre las manos, mirando dentro de ella, como si luchara por asimilar la enorme importancia de su descubrimiento.
Clare se preguntó una y otra vez por qué había tenido que enamorarse de él. Estaba harta de amar sin esperanza. No quería amar a Gray, prefería seguir pensando que lo suyo era una aventura sin más trascendencia y que no le costaría decir adiós cuando se marchara.
Pero ya era demasiado tarde.
Había amado a Mark, pero no de aquel modo: intenso, turbulento, emocionante, ni siquiera en los primeros momentos de su historia. Había supuesto un escape a la monotonía del trabajo, pero se preguntaba cuánto tiempo habría durado lo suyo cuando se hubieran tenido que enfrentar a las cosas prácticas de la vida.
Cuando recordaba las veces que había repetido a Gray que no se iba a enamorar, no sabía si llorar o reír ante su propia ceguera. Era tan obvio. ¡Había sido siempre tan obvio! Solo un idiota habría podido resistirse a la verdad durante tanto tiempo.
Clare se bebió el té, con una mezcla de desesperación y júbilo. Una parte de ella ansiaba gritar a los cuatro vientos su amor y otra parte temía la reacción de Gray, si lo hacía. Podía imaginar la cara de incredulidad que pondría y no le parecía justo que se sintiera presionado a dar un cariz distinto a aquel matrimonio. Cuando le prometió que no se iba a implicar emocionalmente, que no iba a tomarse aquella relación en serio no sabía el error que estaba cometiendo.
Estuvo a punto de arrebatarle la taza de las manos y gritarle que dejara de hablar de ganado, mandara a todos marcharse, la tomara en sus brazos y la hiciera suya sobre la arena rojiza del desierto, prometiéndola que nunca la dejaría marchar.
Lo podía imaginar con tanta claridad que cuando le vio dejar la taza sobre el suelo y volverse hacia ella, sintió un repentino ataque de pánico, al pensar que podía haber hablado en voz alta. Pero Gray no la tomó en sus brazos, sino que se limitó a decir que tenían que marcharse antes de que el ganado se fuera demasiado lejos, y se puso de pie.
Después llevó a Alice hasta el coche, mientras Clare recogía lo que había sobrado de la comida con las manos temblorosas y Ben apagaba el fuego. Para cuando hubo terminado de recoger, todos los hombres montaban ya sus caballos, listos para partir y Gray había colocado ya a Alice en el coche.
– ¿Seguro que estás bien, Clare? -le preguntó con el ceño fruncido, después de cerrar el maletero-. Has estado muy callada.
Clare le esquivó la mirada.
– Estoy bien -acertó a decir-. Supongo que serán los típicos nervios de antes de la boda.
Gray asintió como si la comprendiera perfectamente.
– Solo cuatro días más y todo habrá terminado.
Se refería a la boda, pero a Clare se le clavaron sus palabras en el corazón como un cuchillo y con los ojos de lágrimas se apresuró a meterse en el coche, antes de que Gray se diera cuenta. Todo terminaría pronto. Jack regresaría y ella tendría que decir adiós y pasarse el resto de la vida tratando de olvidar a Gray.