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Tampoco dejaba de pensar en Alice y rezaba todos los días para que fuera feliz, ni se apartaba de su pensamiento el modo en que la luz cambiaba sobre las dehesas y la paz y el silencio que reinaban en ellas.

Nada le parecía igual en Londres. Las calles repletas de gente que tanto le gustaran una vez le parecía que se estrechaban demasiado a su alrededor, y le hacían sentir claustrofobia. Eran demasiado ruidosas y había demasiada gente en ellas. En Australia estaba rodeada de espacio y luz, pero en Londres le costaba encontrar un trocito de cielo.

Suspiró y volvió a mirar a la pantalla del ordenador. Debía pensar en su estancia en Australia como si se tratara de un sueño, y de alguna manera tratar de olvidarla. En Londres tenía su vida, un trabajo, amigos y un alojamiento hasta que se marcharan los inquilinos de su apartamento. No tenía sentido que siguiera viviendo para un sueño, aunque hubiera sido maravilloso.

Lo había intentado. En la oficina la habían recibido con los brazos abiertos y se había volcado en su trabajo con la esperanza de olvidar que un día había sido feliz fregando, cocinando, limpiando y dando de comer a las gallinas.

Por las tardes, cuando ya no podía refugiarse en su trabajo, se esforzaba en salir y hacer las cosas que había creído echar de menos en el rancho, pero nada llenaba su vacío, y aunque sonreía y fingía pasárselo bien, se sentía triste y sola.

Mark había sido su última esperanza. Se había aferrado al pensamiento de que, en cuanto lo volviera a ver, renacería todo lo que había sentido por él, y se daría cuenta de que lo de Gray no había sido más que una ilusión, pero no había sido así. Habían cenado juntos, en un restaurante que no tenía nada que ver con la cocina del rancho, y hablado mucho, pero como viejos amigos, no como amantes. Lo había encontrado atractivo, encantador, todo lo que una vez deseó, pero no era Gray.

Gray… Cada vez que pensaba en él, la añoranza se hacía dolorosa. Dejó el trabajo que llevaba tratando de terminar durante la última media hora y tomó el reloj que guardaba en su mesa de despacho. Eran casi las tres y media en Londres, pero en Bushman's Creek ya debían de estar brillando las estrellas y Gray debía de estar durmiendo tranquilamente. Clare lo podía imaginar con tanta claridad que hasta era capaz de oír el sonido de su respiración y cuando volvió a mirar la pantalla, las lágrimas que inundaban sus ojos le impidieron ver con claridad lo que había escrito.

El teléfono sonó y, antes de responder, se esforzó por que su voz sonara normal. Era Anette, la recepcionista que había a la puerta de su despacho.

– ¿Estás ocupada? -le preguntó-. Tengo aquí a una persona que desea verte.

– ¿Quién es?

– Se llama Gray Henderson. Le he preguntado si lo estabas esperando y me ha respondido que creía que no… ¿Clare? -Anette calló un momento, confundida por la intensidad del silencio que se había hecho al otro lado de la línea-. Clare, ¿estás ahí?

Clare estaba con el auricular en la mano, sin dar crédito a lo que acababa de oír. Colgó muy despacio, sin responder y se levantó, sorprendida de que la sostuvieran las piernas. Como en un sueño se dirigió lentamente hacia la puerta y la abrió.

Había un hombre de pie, delante de la mesa de despacho de Anette, un hombre delgado y bronceado que se volvió al oír la puerta y la miró.

Gray.

Una oleada de alegría e incredulidad se apoderó de ella y se tuvo que apoyar en la manilla de la puerta, para no caerse.

– Eres tú -susurró.

– Sí, soy yo -su voz era la misma de siempre, pausada y tranquila, se quedó mirándolo fijamente, pensando que tal vez fuera producto de su imaginación y por lo tanto desaparecería de un momento a otro, si apartaba los ojos de él.

Parecía cansado y no sonreía. Observó en él una inseguridad que no había visto nunca, y enseguida pensó que le traía malas noticias. ¿Por qué si no iba a estar allí?

– ¿Alice…? -preguntó, incapaz de traducir sus pensamientos en palabras.

– Está bien -se apresuró a responder Gray.

Clare dejó escapar un suspiro de alivio y la tensión desapareció. Detrás de él vio que Anette los miraba sin perder detalle y se hizo a un lado para permitir pasar a Gray.

– Pasa.

Gray dudó un momento y después entró en el despacho. Clare cerró la puerta y ambos se quedaron mirándose en silencio.

– ¿Cómo estás? -empezó a decir Gray.

– Bien -le respondió, aunque hubiera deseado decirle que se sentía triste, sola y desesperada.

Se hizo un incómodo silencio y Clare se humedeció los labios.

– ¿Cómo… cómo me has encontrado? -le preguntó, aunque parte de ella le gritaba que cómo podía estar hablando de semejantes trivialidades cuando por fin lo tenía allí, y lo único que tenía que hacer era cruzar el despacho para tocarlo.

– Pregunté a Stephen. Recordé que le habías hablado de tu trabajo y pensé que tal vez recordaría el nombre de tu agencia. No me equivoqué.

– ¿Stephen? -preguntó Clare, esperanzada-. ¿Están él y Lizzy otra vez juntos?

– No, Lizzy se encuentra todavía en el rancho.

A Clare se le volvió a caer el mundo encima. Había tratado de no pensar en Lizzy y, cuando imaginaba el rancho, ella nunca aparecía ni en «su» cocina, ni sentada en su «su» silla del porche.

Clare se acercó a su mesa y se puso a ordenar unos papeles, dándose tiempo para tratar de borrar la amargura y la decepción de su rostro. Tenía la cabeza baja y el pelo negro le tapaba la cara, pero cuando levantó la vista vio que los ojos de Gray la observaban sin disimulo.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -le preguntó, casi con mala educación.

Gray no respondió inmediatamente. Se acercó a la ventana y contempló la lluvia, como si estuviera pensando de qué manera explicarse mejor, pero cuando habló, su respuesta fue bastante sencilla. Se dio la vuelta y la miró con sus ojos castaños.

– Vine a ver si eras feliz -le dijo.

Clare se quedó boquiabierta.

– ¿Feliz? -repitió, como si hubiera olvidado el significado de esa palabra.

– ¿Lo eres?

Clare dudó un momento, pero enseguida se dio cuenta de que no tenía sentido seguir fingiendo.

– No.

– ¿Por qué no?

Clare volvió a dudar.

– ¿Por qué lo quieres saber?

– Porque te amo -le dijo y Clare se preguntó si le habría oído bien-. Creí que lo sabías.

– No lo sabía -la voz de Clare sonó como si perteneciera a otra persona. Permaneció muy quieta, temerosa de estar soñando y que el mínimo movimiento la fuera a despertar, devolviéndola a la desoladora realidad.

– ¿Por qué no me lo dijiste? -le preguntó, con la voz temblorosa.

– No quería hacerte las cosas más difíciles. Dejaste muy claro que nunca te plantearías siquiera vivir en Bushman's Creek y podía entenderlo porque eres una chica de ciudad y el rancho no tiene nada que ofrecer a una mujer como tú -incapaz de seguir sosteniendo la intensa mirada de aquellos luminosos ojos grises, se volvió hacia la ventana, con las manos en los bolsillos-. Me dije que no tenía sentido enamorarme de ti porque no estabas hecha para Bushman's Creek, pero cuanto más te veía allí, más en tu sitio me parecías. Estuve muchas veces a punto de decirte lo que sentía, pero temía hacerte sentir incómoda, y cuando fuimos a Perth me di cuenta de que había sido un estúpido al pensar que podías desear quedarte. Cambiaste en Perth, Clare -le dijo, volviéndose a mirarla-. Estuve a punto de decirte lo mucho que te amaba aquella tarde en que hicimos el amor, pero insististe tanto en que para ti lo ocurrido no significaba nada especial y además te fuiste al baño y regresaste convertida en una mujer sofisticada… La verdad es que no sabía cómo tratarte -admitió Gray-. Después de la cena en casa de Lizzy me acusaste de estar celoso, pero eras tú la que me producías los celos, no ella. No podía soportar verte tan a gusto con Stephen, porque pensaba que si ese era el tipo de hombre que encontrabas atractivo, nunca me querrías a mí.