El director del hotel los llevó al aeropuerto en su camión. Clare se quedó de piedra al ver como tiraban sus cosas en la parte de atrás del vehículo, sin ningún tipo de consideración y esperaban que ella se sentara con Alice en la parte delantera entre los dos hombres.
– ¿Vamos muy lejos? -preguntó Clare, que recordaba lo que Pippa le había contado sobre largos trayectos por carreteras llenas de baches.
– Solo hasta el aeropuerto -le respondió él, colocando el brazo en el respaldo del asiento, detrás de su cabeza-. Se tarda menos en avión, y al llegar siempre encuentro a alguien que me lleva hasta casa.
– ¡Ah! -Clare respiró aliviada al saber que no iba a tener que pasarse dos o tres horas tratando de no prestar atención a la presión de su muslo. Desde luego él no parecía darse cuenta, ya que hablaba tranquilamente con el conductor, sin hacerle ningún caso. Era como si en vez de ella, hubiera una bolsa de la compra en medio de los dos hombres.
Sintió un tremendo alivio al llegar y poder alejarse de él. El aeropuerto no la impresionó mucho. Era como de juguete, con una sola pista de aterrizaje y alejado de toda civilización. Clare miró a su alrededor y solo pudo ver kilómetros y kilómetros de monte bajo perdiéndose en el horizonte. La «terminal» no era más que una cabaña que ofrecía refugio del sol y una manga de aire se movía débilmente en el calor del mediodía.
Tras intercambiar unas palabras con las personas que estaban esperando su vuelo, cruzaron la pista de aterrizaje y se dirigieron a un avión de hélice diminuto.
– ¿No iremos a viajar en eso? -dijo Clare, sin querer dar un tono tan despectivo a su voz.
– Por supuesto que sí -Gray dio una palmadita afectuosa a la avioneta-. Mi vieja chica es más de confianza que cualquier coche para recorrer esta parte del país. Además, ha hecho este viaje tantas veces que podría volar sola.
Clare no estaba muy convencida de que la edad y experiencia de la avioneta fueran tan tranquilizadoras y, a pesar de la confianza que tenía en la competencia de Gray, no pudo evitar cerrar los ojos mientras despegaban.
– Ya puede abrir los ojos -le dijo Gray, secamente, una vez se encontraban en el aire.
Clare los fue abriendo con mucha cautela.
– Nunca había estado en un avión como este -confesó. Después tocó la puerta como temiendo que se fuese a desencajar de repente-. No parece muy segura.
– Está tan segura como en casa -le dijo-. Relájese y disfrute de la vista.
Clare estuvo a punto de preguntarle de qué vista le hablaba porque debajo de ella la tierra se extendía por kilómetros y kilómetros hasta perderse en el horizonte, siempre del mismo color cobrizo y el cielo era una inmensa luz deslumbrante que se arqueaba sobre aquel vasto vacío. Clare se preguntó por qué demonios habría llegado Pippa a amar tanto aquel país desértico e intimidador.
– ¿Todo esto está… -buscó la palabra más suave que pudo- tan vacío?
– No está vacío en absoluto -le respondió Gray-. Solo lo parece desde aquí. Le sorprenderá ver lo diferentes que son las cosas cuando esté en tierra firme. Hay mucho que ver. Solo tiene que aprender a mirarlo del modo adecuado.
– ¿Ah, sí? -en su voz se dejaba traslucir la incredulidad, pero Gray no se inmutó.
– Se ve que nunca ha estado en un sitio parecido.
– Desde luego que no -Clare suspiró, dándole la razón. Desde luego aquel no era su tipo de lugar preferido-. Los parques municipales son los sitios menos habitados en los que he estado.
– ¿Entonces no es una chica de campo?
– En absoluto -le respondió, sonriendo solo de pensarlo-. Siempre he sido una chica de ciudad. Pippa era diferente: le encantaba ir por caminos polvorientos y luchar contra los elementos, pero yo nunca le encontré el interés. Las ciudades me parecen mucho más apasionantes. Siempre sucede algo y hay muchas cosas que hacer y que ver.
Gray la miró.
– Yo siento lo mismo en estas tierras.
– Pues no es igual, porque cuando terminas de trabajar no puedes salir a cenar o a tomar una copa con los amigos. No puedes ir a un concierto, al teatro o a una galería de arte. No puedes pasear por las calles y observar a la gente pasar.
– ¿Es eso lo que hace normalmente?
Clare se colocó el cabello detrás de las orejas con un suspiro.
– Es lo que solía hacer. He tenido que dejar de hacer mi vida durante un tiempo.
– ¿Por la niña?
– Sí. En este momento ella es más importante -se encogió de hombros-. Tengo suerte. Poseo un apartamento muy bonito y cuento con buenos amigos, un buen trabajo y un jefe maravilloso que va a conservarme el puesto hasta que pueda volver a casa. Todos estarán allí cuando regrese.
Su voz tenía un cierto tono desafiante, casi a la defensiva, como si estuviera más tratando de convencerse a sí misma que a él. Gray no hizo ningún tipo de comentario, tan solo le preguntó a qué se dedicaba, mientras sus ojos se movían continuamente del panel de mandos al suelo o al horizonte.
– Trabajo para una agencia que se dedica a representar cantantes y músicos -le explicó-. Yo no soy músico. Ojalá lo fuera… pero se me da bien todo lo referente a la organización, así que me dedico a la parte administrativa. Me encanta trabajar con gente creativa…
De repente la nostalgia se apoderó de ella y deseó con toda su alma estar allí, en aquella oficina limpia y familiar, con los cotilleos y las bromas, en el bullicio de una incesante actividad. Ella era la persona prudente y práctica de la oficina y se preguntó si se la podrían imaginar allí, colgando sobre un paisaje totalmente extraño, en aquella avioneta, con un hombre cuya quietud hacía que pareciera frívola en comparación con él.
– Me parece que trabajar como gobernanta en un rancho va a ser muy fuerte para usted -le dijo y Clare se retiró el pelo de la cara, con gesto cansado.
– Sí -le respondió, demasiado cansada y nostálgica como para esforzarse en mostrar ningún entusiasmo.
– Ahora entiendo por qué está tan ansiosa por encontrar a Jack -señaló, con un toque de ironía-, cuanto antes entregue a la niña, menos tardará en regresar a su trabajo.
Clare lo miró con resentimiento.
– ¡Lo dice como sí estuviera deseando deshacerme de ella!
– ¿Y no es así?
Clare miró a Alice, que dormía sobre su regazo y una oleada de cariño invadió su corazón.
– Siempre pensé que no quería tener hijos -dijo lentamente-. Creía que un bebé era demasiado exigente, daba mucho trabajo y era difícil de compaginar con mi empleo, y así es, pero… por alguna razón nada de eso importa cuando tienes un bebé a tu cargo. Ahora ya no puedo imaginar mi vida sin ella.
– Entonces, ¿por qué no se ha quedado con ella en Inglaterra? -le preguntó Gray.
– Porque Pippa me hizo prometerle que se la traería a su padre -le dijo, volviéndose para mirarlo-. Y porque muy dentro de mí creo que sería mejor para ella estar aquí con él. No podría permitirme pagar a una persona que la cuidara del modo en que Pippa hubiera deseado, si deseo volver a mi empleo.
– Podría abandonar su trabajo -le sugirió, mirándola fríamente.
– ¿Y de qué viviría? Pippa no tenía ningún ahorro y yo ya he gastado los míos. Me va a romper el corazón tener que despedirme de ella -acarició la cabeza de la niña que aún dormía-, pero tengo que pensar en lo mejor para ella. No la habría traído hasta aquí, si no pensara que lo más conveniente para ella es estar con su padre.
– ¿Y si Jack no acepta que es su padre?
– Entonces tendré que volver a plantearme las cosas. Pero creo que aceptará y usted también lo cree.
Los ojos marrones de Gray la miraron un momento.
– ¿Ah, sí?
– No creo que hubiera dejado que nos acercáramos al rancho, si no pensara que Jack es el padre de Alice -le dijo-. ¿No es así?
Gray tardó un poco en responder. Miró a la niña y enseguida volvió a concentrarse en el cuadro de mandos.