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Tenía toda la razón del mundo, pero Tanya no estaba segura de querer pasar el domingo con él. Al fin y al cabo, era su jefe y no podía tumbarse al sol y no hacerle caso. Pero también era cierto que un día en su jardín resultaba de lo más apetecible, mucho más que pasarse el domingo en la piscina del hotel, rodeada de aspirantes a estrella y modelos a la caza de algún hombre poderoso. Además, se sentiría totalmente fuera de lugar sin un tanga y unos tacones de seis centímetros, y parecería una paleta. Aunque aquella semana -pagando de su bolsillo- se había hecho la manicura y la pedicura y se había sentido un poco mejor. Además, le habían hecho la manicura mientras ella repasaba los cambios en el guión, de modo que no perdiera ni un minuto de trabajo. En Los Ángeles, todas las mujeres llevaban las uñas de los pies y de las manos impecables, así que se había sentido más animada y más acorde con el lugar.

– Es muy amable por tu parte -le agradeció a Douglas-. Pero no quiero interferir en tus planes.

No sabía si aceptar o rechazar el ofrecimiento. Mientras Max, poco a poco, se iba convirtiendo en una especie de hermano mayor para Tanya, con Douglas nunca lograba sentirse relajada. Era un hombre muy controlador y nunca estaba segura de sus intenciones, así que su compañía era muy estresante. Tanya no podía imaginar al productor pasando un domingo -o cualquier otro día de la semana- relajado y sin hacer nada.

– No serás ninguna interferencia. No nos haremos ni caso. Nunca hablo con nadie los domingos. Tráete algo para leer, lo que quieras; yo pongo la comida y la piscina. Y, sobre todo, no te maquilles ni te arregles demasiado.

Parecía haberle leído el pensamiento, porque lo último que le apetecía a Tanya era tener que arreglarse en domingo. Sin embargo, tampoco lograba imaginarlo despeinado. A Max, sí. A Douglas, ni por asomo.

– Si voy, te tomo la palabra -aceptó Tanya con cautela-. Ha sido una semana muy larga y estoy cansada.

– Esto es solo el principio, Tanya. Reserva fuerzas para más adelante, porque las necesitarás. En enero y febrero, estos días te parecerán de chiste.

– Quizá debería volver a casa y saltar de un puente ahora mismo -dijo Tanya, asustada y deprimida al mismo tiempo.

Le resultaba muy duro no ver a su familia, pero, además, empezaba a preguntarse si estaría a la altura del trabajo que le habían encomendado.

– Para entonces ya te habrás acostumbrado. Te lo tomarás con calma, créeme. Y cuando acabe, lo único que querrás es volver a empezar.

Siempre decía lo mismo y parecía estar convencido de ello. Era su verdad.

– ¿Por qué será que no te creo cuando dices eso? -preguntó Tanya.

– Créeme, lo sé. Quizá trabajemos juntos en otra película -dijo él con voz segura y esperanzada, como si fuera algo fácil de prever.

No habían empezado ni siquiera la primera, pero todo el mundo en Hollywood quería trabajar en las películas de Douglas Wayne. Actores y guionistas le acosaban para que los incluyera en su equipo, porque Douglas significaba, casi con seguridad, un premio de la Academia y el Oscar era lo máximo a lo que podía aspirar cualquiera en aquella profesión. Por supuesto, para Tanya también tenía cierto atractivo, pero en aquellos momentos solo aspiraba a aprender cómo funcionaba una película, sobrevivir, no hacer el ridículo y lograr un resultado decente. Toda la semana había sido un constante desafío y, en más de una ocasión, el desánimo había hecho mella en ella.

– Bueno, entonces ¿vienes mañana? ¿A las once?

Tanya vaciló por un instante y luego claudicó. Era demasiado complicado decir que no, así que aceptó.

– Muy bien. De acuerdo -respondió educadamente.

– Te veo mañana entonces, y no lo olvides: nada de maquillaje. Y si no quieres, ni te peines.

«Sí, seguro -pensó Tanya utilizando una habitual expresión de Megan-. Y yo me lo creo.»

Pero le hizo caso. Al día siguiente se recogió el pelo en una simple coleta y no se puso ni pizca de maquillaje. Aunque durante toda la semana tampoco había invertido mucho tiempo en arreglarse, era agradable no tener que hacer ningún esfuerzo. Para las reuniones, ni tan siquiera los actores se arreglaban demasiado. Pero aquella mañana de domingo, desde luego, no perdió ni un minuto delante del espejo. Se puso una camiseta gastada de Molly, unas chancletas y sus vaqueros más viejos. Cargó un montón de folios que quería repasar, un libro que llevaba un año queriendo empezar y el crucigrama de The New York Times, uno de sus pasatiempos favoritos. Había dado el día libre a su chófer -al fin y al cabo, era domingo-, así que cogió un taxi hasta la casa de Douglas.

Fue el productor mismo quien le abrió la puerta y se fijó en que había llegado en taxi. Llevaba una camisa inmaculada, unos vaqueros perfectamente planchados, unas sandalias de cocodrilo de color negro y ni un solo mechón de pelo fuera de lugar. En la casa se respiraba una tranquilidad absoluta. El día de la fiesta había habido una legión de camareros atendiendo a los invitados, pero aquel domingo no había un solo sirviente en toda la finca. Se respiraba silencio y paz.

Douglas condujo a Tanya hasta la piscina y la invitó a sentarse, tumbarse o hacer lo que le apeteciera. Junto a la chaise longue en la que estaba instalado, él también tenía un montón de papeles. Desapareció al instante y volvió al cabo de un momento con una bebida que depositó en la mano de Tanya, a pesar de que ella no había pedido nada. Era un Bellini -champán con zumo de melocotón-, una de sus bebidas favoritas. Un poco temprano para Tanya, pero la probó y descubrió que estaba muy suave.

– Gracias -dijo Tanya, sorprendida y sonriente.

Él se llevó un dedo a los labios y la miró con el ceño fruncido.

– ¡Chis! -la riñó con gravedad-. Ni una palabra. Has venido a relajarte. Luego, si quieres, hablamos.

El productor se instaló en una silla al otro lado de la piscina y estuvo leyendo un rato el periódico. Después se puso crema protectora en el rostro y los brazos y se tumbó a tomar el sol. No le dirigió ni una sola palabra, así que, finalmente, Tanya logró relajarse. Leyó plácidamente e hizo el crucigrama mientras daba pequeños sorbos de vez en cuando al Bellini. Sorprendentemente, resultó una maravillosa manera de pasar el domingo. Douglas seguía tumbado sin moverse y Tanya supuso que se habría dormido. Después, ella también se tumbó a tomar el sol. Era una hermosa tarde de septiembre y hacía un calor agradable. Se oía el piar de los pájaros y Tanya se sintió completamente relajada.

Más tarde, cuando abrió los ojos, se sorprendió al ver a Douglas cerca de ella mirándola con una cálida sonrisa. Tenía la sensación de haber dormido durante horas.

– ¿He roncado? -preguntó somnolienta.

Él se echó a reír. Era la primera vez que Tanya había conseguido relajarse junto a Douglas, una sensación agradable que había propiciado la amable actitud del productor. Tanya se preguntó si podrían llegar a ser amigos. Hasta entonces, no se le había pasado por la cabeza, pero en esos momentos estaba viendo otro aspecto de su persona.

– Muchísimo -dijo bromeando-. No solo me has despertado sino que han venido los vecinos a quejarse.

Tanya se echó a reír. Douglas le tendió un plato donde había dispuesto fruta en rodajas, ensalada, un poco de queso y tostadas.

– Pensé que tendrías hambre al despertarte.

Douglas se mostraba tan atento que Tanya empezó a sentirse como una holgazana niña mimada. Era un anfitrión fantástico y había cumplido estrictamente su palabra: la había dejado sola y apenas habían conversado.

Douglas desapareció de nuevo y, al cabo de un instante, Tanya oyó el piano. El instrumento estaba instalado en la salita de música que había junto a la piscina y que se cerraba con una cristalera corredera. Cuando terminó de comer, Tanya se levantó y se dirigió hacia allí. Douglas estaba tocando una complicada pieza de Bach y no se fijó en su presencia. Tanya se sentó y se dejó llevar por su maestría y talento. Finalmente, él levantó la vista y la miró.