– ¿Qué crees que pasaría si lo dejo? -preguntó a Peter, una idea que le rondaba la cabeza desde el principio del fin de semana.
– Probablemente te demandarían. Por todo lo que ya te han pagado y por los perjuicios que podrías ocasionar a la película. No creo que sea una buena idea. Como abogado, debo aconsejarte que no lo hagas -dijo sonriéndole con tristeza mientras se paraba delante de la puerta de salidas del aeropuerto-. Como tu marido, debo admitir que me encanta la idea, así que, en esta ocasión, creo que es mejor que hagas caso al abogado y no al marido. Esa gente no se anda con tonterías, Tanya, y probablemente hundirían para siempre tu carrera de escritora, te hundirían en la mierda.
A Tanya no le parecía un gran sacrificio y realmente creía que merecía la pena.
– No merece la pena que te metas en un litigio, Tan. Sería un infierno.
Tanya hizo esfuerzos para no romper a llorar.
– Conseguiremos que todo salga bien. No durará para siempre. Solo quedan seis meses -la alentó Peter.
Sin embargo, a ambos les parecía cadena perpetua. La película ya no parecía tan buena idea, pero la única opción que tenía Tanya era resistir y hacerlo lo mejor posible. Era maravilloso volver a casa, pero la hora de marcharse era insoportable. Las mellizas se habían echado a llorar al decirle adiós y Tanya se había quedado con el corazón en un puño. Peter ponía cara de funeral y Tanya se sentía como si fuera a asistir a uno. ¡Qué gran error había resultado todo aquello! No quería volver a Los Ángeles.
– Gracias a Dios, las vacaciones de Navidad empiezan dentro de tres semanas. Tendré tres semanas libres.
Coincidiría con las tres semanas de vacaciones de los chicos -las de Jason eran más largas, pero se iba a ir a esquiar con sus amigos, así que podría estar con ellos durante aquel tiempo y todavía le quedarían unos días más.
– Si puedo, estaré en casa el próximo fin de semana.
– A lo mejor podría ir a pasar al menos una noche si te resulta imposible venir. Las chicas podrían quedarse con Alice -propuso Peter, que prefería no dejarlas solas.
– Me encantaría -respondió Tanya.
Como siempre, Tanya no llevaba equipaje para facturar, solo el de mano, así que Peter paró en la puerta de entrada.
– Te informaré enseguida de si tengo que trabajar o no el fin de semana -dijo Tanya antes de bajar.
– Cuídate mucho, Tan -le dijo Peter abrazándola con fuerza-. No trabajes demasiado, y gracias por un día de Acción de Gracias tan maravilloso. A todos nos ha encantado.
– A mí también… Te quiero -musitó ella acompañando sus palabras con un beso.
Era como si estuvieran rodeados por un aura de desesperación. Aquella mañana, al hacer el amor, Tanya así lo había sentido, como si se estuvieran ahogando, como si la corriente les estuviera alejando el uno del otro.
– Yo también te quiero. Llámame cuando llegues.
Los coches de detrás empezaron a hacer sonar el claxon, y Tanya saltó del coche. Antes de marcharse, miró a su marido y se agachó para darle un último beso. En esos momentos, un guardia de tráfico le obligó a arrancar. Peter se marchó y Tanya entró en el aeropuerto con la bolsa colgada del hombro.
Acababa de entrar en la terminal, cuando anunciaron que el vuelo salía con retraso. Tanya tuvo que esperar tres horas y no llegó al hotel hasta la una de la madrugada. Llamó a Peter desde el aeropuerto de Los Ángeles. El tiempo durante el vuelo había sido espantoso y seguía lloviendo en Hollywood. Un regreso deprimente. Ya echaba de menos a Peter y a las chicas y le daba pavor tener que volver al plató de rodaje a la mañana siguiente. Quería irse a casa.
Giró la llave del bungalow y al entrar se quedó sorprendida. Alguien había dejado las luces encendidas y sonaba una suave música ambiental, así que la habitación presentaba un aspecto hermoso, cálido y acogedor. En lugar de parecerle una solitaria habitación de hotel, se dio cuenta de que casi le parecía su hogar. Sobre una de las mesillas de la sala había un cuenco con fruta fresca, algunos pasteles y galletas, además de una botella de champán enviada por el director del hotel. Cálido y acogedor, efectivamente. Tanya se dejó caer en el sofá con un suspiro. Había sido un viaje interminable. Pero ahora que estaba de vuelta, no le resultaba tan terrible.
Entró en el baño y le pareció que la bañera la invitaba a relajarse. Echó sales de baño, encendió el jacuzzi y cinco minutos más tarde, se hundió en el agua. No había cenado y le dolía la cabeza, pero entonces recordó que podía llamar al servicio de habitaciones y pedir lo que quisiera. Un club sándwich y una taza de té le sabrían a gloria. Así que cuando salió de la bañera, se puso su bata de cachemir e hizo lo que había pensado. Diez minutos más tarde, tenía su té y su bocadillo. Esbozó una sonrisa al darse cuenta de que, después de todo, no estaba sufriendo ningún castigo. Al menos había algunos lujos y ventajas que lo hacían todo más llevadero. Encendió la televisión y estuvo viendo una vieja película de Cary Grant. Después se metió en la cama, perfectamente hecha. Añoró los brazos de Peter rodeándola, pero aparte de eso, durmió plácida y cómodamente, y a la mañana siguiente se despertó descansada.
Hacía un día soleado y la luz del sol bañaba toda la habitación. Al mirar a su alrededor, comprobó sorprendida que se sentía como en casa. Aquel era su pequeño mundo privado, lejos de su familia y de su hogar. Era tan extraño tener dos vidas… Una vida que adoraba, en la que vivía con la gente a la que quería, y otra en la que solo trabajaba. Aunque quizá no fuera tan terrible; además, en tres semanas estaría de vuelta en Ross. Con suerte, el siguiente fin de semana podría volver a casa. Por un instante, pensó que se había vuelto esquizofrénica: en Ross era una persona, y allí era otra distinta. Era la primera vez que se sentía así.
Llamó a Peter, que ya estaba batallando con el tráfico del puente camino del trabajo. Se había marchado de casa muy temprano aquella mañana y tenía otra llamada en espera. Quedaron que le llamaría aquella noche a casa y, antes de colgar, le dijo que le quería. Después se levantó y se vistió.
Cuando llegó al plató reinaba el habitual caos, pero se veía a la gente animada después de cuatro días de vacaciones. Max pareció feliz de verla e incluso Harry movió el rabo para saludarla. Era un poco como llegar a casa, la misma sensación que había tenido al entrar en el bungalow la noche anterior. La embargó un sentimiento de culpa por sentirse así. Pero, realmente, no era tan horrible como le había parecido cuando estaba en Ross con Peter y sus hijos. Se sentía dividida entre dos mundos diametralmente opuestos, aunque lo bueno era que podía disfrutar de ambos. Sin embargo, era extraño sentirse como dos personas en una. En aquellos momentos, no estaba muy segura de cuál de las dos era realmente: la escritora o la esposa y madre. Ambas. Le importaba más lo segundo, pero ser escritora tampoco estaba del todo mal. Cuando se sentó junto a Max y acarició la cabeza de Harry -a los que ahora veía como dos viejos amigos- sintió que traicionaba a los suyos.
– Bueno, ¿cómo ha ido tu felicidad doméstica el día de Acción de Gracias? -le preguntó Max.
– Genial -respondió Tanya, sonriendo-. ¿Y a ti?
– Seguramente no tan feliz como la tuya, pero no ha estado mal. Harry yo nos preparamos unos bocadillos de pavo y estuvimos viendo viejas películas en la tele.
Sus hijos vivían en la costa Este y a Max no le apetecía atravesar todo el país para cuatro días, así que se había quedado en Los Ángeles. Además, iría a verles en Navidad.
– Casi no vuelvo -reconoció Tanya-. Era tan bonito volver a estar todos en casa…
– Pero has vuelto. Por lo menos así sabemos que no estás loca. Douglas te habría demandado y te habría hecho la vida imposible por siempre jamás -dijo Max con calma.
– Eso es lo que dijo Peter.