Tanya miró a su marido al percibir preocupación en el tono de su voz.
– Lo siento mucho por ella. ¿Eso cambia las cosas entre nosotros de nuevo? -preguntó Tanya sin rodeos.
Quería saber a qué atenerse y no vivir en una montaña rusa emocional. Una vez había sido más que suficiente.
– Solo me da pena -dijo Peter con sinceridad, después de negar con la cabeza.
Aunque Tanya sabía que aquello era muy peligroso, no había nada que pudiera hacer. Lo que Peter sintiera por Alice era algo que solo dependía de él y Tanya sabía que ella no podía evitar perderle si él lo deseaba. Al fin y al cabo, quizá no tuviera nada que ver con su estancia en Los Ángeles. No podía tener siempre a su marido atado a ella y si Peter decidía que quería separarse, encontraría el modo de hacerlo.
Mirándole, allí, en medio de la cocina, Tanya se sintió derrotada. Había vuelto a perder.
– No voy a cometer ninguna estupidez, Tan -dijo él con delicadeza.
Tanya asintió todavía con lágrimas en los ojos, recogió su bolsa y subió a su habitación. Todo había cambiado de nuevo con el regreso de Alice. Era lo que Tanya sentía. Podía palpar su miedo y el de su marido.
Al día siguiente, Peter -que lucía la corbata que su mujer le había regalado para San Valentín- y Tanya salieron a cenar. Su marido le obsequió con un jersey de cachemir. Ella agradeció el regalo, pero no pudo evitar estar todo el fin de semana nerviosa. La presencia de Alice en la casa de al lado se le antojaba como una visita del diablo. No sabía cómo ganar aquella partida, pero también sabía que si su marido decidía marcharse, no había nada que pudiera hacer ella para retenerle o para cambiar el destino.
Por su parte, las mellizas -a pesar de que eran conscientes de que entre Alice y su madre había ocurrido algo- se alegraban de su regreso. Ninguna de las dos mujeres hablaba de ello, y cuando las mellizas les preguntaban, ambas evitaban mirarlas a los ojos. Alice únicamente les explicó que necesitaban un descanso en su relación, pero en el caso de Tanya, era evidente que no soportaba ni oír el nombre de Alice.
Cuando el domingo por la noche Peter acompañó a Tanya al aeropuerto, la tensión y el silencio se hicieron insoportables.
– No permitiré que pase nada, Tan -dijo Peter enfrentándose abiertamente al problema-. He hablado con Alice y ella sabe que no quiero poner en peligro nuestro matrimonio. ¿Por qué no confías en mí y te marchas a Los Ángeles tranquila?
– ¿Por qué será que la única frase que me viene a la cabeza es «el camino al infierno está sembrado de buenas intenciones»? -repuso Tanya con una sonrisa irónica.
– Confía en mí -dijo Peter tras sonreír ante el acertado comentario de su esposa.
Sin embargo, Tanya sentía que ya había confiado en ellos en el pasado y el resultado había sido nefasto. Era pedirle demasiado que volviera a depositar la confianza en ellos cuando estaban tan cerca el uno del otro.
– Si quieres, puedes ponerme un localizador o una alarma -bromeó Peter intentando quitarle hierro al asunto.
– ¿Y qué te parece un chip de identificación en los dientes? -propuso Tanya con una sonrisa apesadumbrada.
– Si tú quieres… Le he dicho a Alice que, si me necesita, la acompañaré a las sesiones de radioterapia. Pero eso será lo único que haga.
– ¿Acaso no puede pedirle a nadie más que la acompañe? -repuso Tanya, a quien le había dado un vuelco el corazón al oír lo que pretendía hacer su marido-. Tiene muchísimos amigos.
Alice era una mujer muy sociable y todo el mundo la encontraba encantadora; atraía a la gente como un imán.
– Si puede arreglárselas sin mí, lo hará. Pero parece ser que sus amigos están muy ocupados.
– Tú también -señaló Tanya-. Volverá a echarte el guante.
Los ojos de Tanya estaban llenos de angustia y desesperación. Sentía que no había modo alguno de separarles y, precisamente, que Alice necesitara ayuda de Peter era lo que más asustaba a Tanya y lo que habría querido evitar a toda costa. La mejor forma de conquistar a Peter era despertar en él simpatía, compasión, preocupación, lástima… Tanya sabía perfectamente cómo funcionaba su marido, y por lo visto Alice también.
– No te preocupes, Tan. Todo irá bien -afirmó con seguridad Peter.
Al detener el coche junto a la acera, Tanya miró a Peter de nuevo con preocupación y sintió un repentino terror.
– Tengo miedo -dijo con voz queda.
– No lo tengas. Alice vuelve a ser lo que siempre fue: solo una amiga. Lo otro fue un error.
Tanya asintió y le dio un beso. Desde la acera, se volvió y levantó una mano en señal de despedida, sujetando la bolsa de viaje con la otra. Peter hizo un gesto de adiós, sonrió y arrancó. Al entrar en la terminal, Tanya sintió una nueva oleada de pánico que la acompañó durante todo el vuelo hasta Los Ángeles y se llevó consigo hasta la puerta del hotel. No hacía más que pensar en cómo proteger a Peter de Alice, hasta que, finalmente, se dio cuenta de que no había nada que ella pudiera hacer y que la decisión le correspondía a él.
Al llegar al hotel, llamó inmediatamente a su marido al móvil pero saltó el buzón de voz. Cuando Peter le devolvió la llamada a las once de la noche, la ansiedad de Tanya era tal que tenía ganas de vomitar. No quería preguntarle dónde había estado, pero podía adivinarlo.
– ¿Qué tal la tarde? -preguntó finalmente.
Le había dejado un estúpido mensaje en el contestador que no dejaba lugar a dudas sobre lo que de verdad quería saber Tanya.
– He ido al cine con las chicas. Acabamos de llegar.
– ¿Habéis ido con Alice? -inquirió Tanya después de que el alivio inicial se transformase en terror ante semejante posibilidad.
Se odiaba por hacer aquella pregunta, pero no podía evitarlo. Se le hacía insoportable que Alice hubiera regresado, y que estuviera tan cerca de Peter era una auténtica pesadilla. El miedo la carcomía y no le dejaba otra opción que preguntar.
– No, no se lo hemos dicho.
– Lo siento, Peter -se disculpó Tanya, que empezaba a verse como una desconocida y, sobre todo, como alguien que no quería ser.
– Está bien. Lo comprendo. ¿Qué tal el vuelo?
– Bien. Te echo de menos.
Habían estado prácticamente a un paso de recuperar su relación, tal como era antes de la aventura de Peter con Alice. Pero con su regreso, las aguas volvían a agitarse y el pánico y el rencor volvían a aflorar en Tanya. La traición era demasiado reciente y todavía estaba furiosa.
– Yo también te echo de menos. Duerme un poco. Te llamaré mañana.
Aquella noche, Tanya pasó muchas horas despierta en la cama. Se preguntaba si Peter se habría metido sigilosamente en casa de Alice o si ella estaría en su cama y se odiaba a sí misma por aquella obsesión. Era consciente de que a su marido tampoco le resultaba agradable. A nadie podía gustarle. Pero si había algún culpable, no era ella. Peter y Alice habían provocado aquella situación desagradable que ahora los tres tenían que sufrir. Tanya era solo la inocente espectadora, la víctima estúpida, la esposa traicionada; y ninguno de aquellos papeles era satisfactorio.
El mes siguiente, el frenesí fue continuo. La película entró en la recta final, en su momento culminante y las últimas tomas tenían que salir bien a toda costa. Tanya no pudo viajar a Marín en ningún momento. Se pasaban día y noche en reuniones de producción y reescribiendo el guión cien veces.
Cuando Max -que parecía tan exhausto como el resto del equipo- alzó la mano y gritó: «¡Corten!» por última vez, seguido de las palabras mágicas: «¡Toma válida, chicos!», habían entrado en la tercera semana del mes de marzo. El alborozo general se apoderó del plató de rodaje y todos se pusieron a dar saltos de alegría. Los miembros del equipo se abrazaban y se besaban los unos a los otros y las botellas de champán pasaban de mano en mano. Jean y Ned todavía estaban juntos, pero seguían las apuestas entre los compañeros de rodaje sobre cuánto duraría su relación. El actor empezaba su siguiente película en mayo y se iba a trasladar a Sudáfrica para rodar durante seis largos meses. Tanto Douglas como Max tenían nuevos proyectos a corto plazo y Tanya… Tanya solo quería volver a casa. Llevaba cuatro semanas sin ver a su familia y Peter tampoco había podido viajar a Los Ángeles.