– ¿En qué lío estás metido, bebé? -preguntó abandonando la broma.
Hablé durante cuatro vinos y no me interrumpió.
– Dame los nombres y las direcciones -exigió. Se los di.
– No conozco el apellido del grandote, pero trabaja para un tal El Muerto. Por lo que dice el otro, es un tipo peligroso.
– Ajá. ¿El teléfono de la putita?
– ¡Eh! Que no es para tanto…
– ¿Cómo llamás a una que al minuto de conocerte se abre de piernas: novicia?
– Mujer normal -respondí-. No es su culpa si soy irresistible…
– Eso ya lo sé, bebé -dijo secamente.
Conocía a Lidia desde la facultad. Éramos amigos. Tan amigos que cuando quisimos más, supimos que no funcionaría. Yo lo supe y ella lo aceptó, no muy conforme. Ahora, a varios años de aquella camaradería, era la única persona en Madrid que se preocuparía si una boca de metro me tragaba para siempre. Cambié de tema.
– ¿Qué tal la fiesta?
– Bien. Lo de siempre: unos contando éxitos y otros fabulando grandes negocios para no quedarse atrás.
Eran periodistas o publicistas, casi todos con su pequeña empresa y su gran miedo al fracaso. La mayoría había tenido que salir del país después del 76 y todos tenían en su pasado un familiar o un amigo muerto y sin tumba, desaparecido. Muchos habían estado presos por militar en partidos de izquierda o simpatizar con organizaciones de las llamadas «subversivas» por sus verdugos de uniforme. Y sin embargo, no terminaba de entenderlos ni pretendía juzgarlos. Al menos sabían por qué se fueron. Intercalados entre ellos, pero tan aislados como si estuvieran en un cine viendo una película que se sabían de memoria, chicos y chicas de mi edad y otros menores. Cuando hablaban, la «z» que salpicaba sus palabras advertía que se habían criado acá. Eran la segunda generación, los hijos de los exilados que no habían conocido el horror y solo habían tenido acceso a las batallitas de sus mayores. Todo ese argentinismo desatado en el local era para ellos figurita repetida. Aunque por edad estaba más cerca de ellos que de sus mayores, tampoco encajaba en su grupo.
Siempre fui un argentino raro.
Nací en 1978, el año en que ganamos el Mundial de Fútbol y perdimos la memoria. Después supe que era la primera vez que levantábamos la Copa de la FIFA, pero que teníamos mucha experiencia en amnesias colectivas.
Cuando quiero recordar mi infancia me viene a la memoria la imagen de mi viejo saltando de alegría frente a la tele y gritando:
– ¡Alfonsín, macho viejo y peludo!
Yo tenía cinco años y creí que habíamos ganado otro Mundial. Pero el señor regordete y de bigote que aparecía saludando en la tele con traje y corbata no tenía pinta de futbolista. Ni mirada de goleador. Después me explicaron que no se trataba de un partido sino de las Elecciones, y lo decían así, con «E». Y que «habíamos» ganado. Los perdedores fueron los peronistas y me hice un lío, porque tenía la vaga sensación de que mi viejo, antes, era peronista. Pero como todo me sonaba a fútbol y yo cambiaba de cuadro cada año, según el que fuera ganando, creí que el viejo había hecho lo mismo, aunque no entendía un carajo.
Cuando crecí, tuve más datos. Pero seguía sin entender un carajo. Supongo que había llegado demasiado tarde o demasiado temprano a todo lo importante.
La generación de mi viejo creció convencida de que Dios era argentino.
La de mi tío creía que Dios no existía, pero si existiera, sería argentino.
Mi generación creció sabiendo que Dios no existe. Y la Argentina, ya veremos.
El resto fue acumular años y mudanzas, hasta que, cansado de sentirme siempre afuera, decidí salir a buscarme en España.
Ajenos al hastío de sus cachorros, los mayores hablaban de la política «de allá», discutían en la frontera del grito y de la broma. Era como si no se creyeran su propia vehemencia. Un tipo de bigotes, con el pelo agobiado de gomina, que dijo llamarse Jorge o algo así, se pegó a nosotros al saber que yo llevaba pocos meses en España. Jorge quería conocer mi opinión sobre el país, aquel país que no visitaba desde hacía muchos años. Traté de escapar, pero insistió. Quería la opinión de la «nueva generación», mi opinión. Se la dije. Y no le gustó.
Empezó un discurso sobre lo que «nosotros» habían hecho y lo que «nosotros» habían luchado por el país, para qué, para que los trataran como asesinos, los torturaran y los echaran como a perros sarnosos, y que se metieran el país en el culo, eso, en el culo.
Lidia me hizo una seña de que no le hiciera caso. El tal Jorge pasó del discurso del rencor al del mundano pesimista con solo un vaso de vino, que debía de completar por lo menos la docena. Yo había hecho bien, dijo, en dejar atrás «toda esa mierda», porque «allá» nada era posible, no había cambio, qué mierda iba a haber cambio, si «nosotros» no pudieron, nadie podría. De modo que lo mejor era buscar el futuro en otra parte y que cada uno fuera a lo suyo, y que el país se hundiera y, desde luego, que se lo metieran en el culo, eso, en el culo.
A medida que hablaba se cargaba de rabia y de ironía, como si yo tuviera la culpa de sus contradicciones, como si mi exilio fuera egoísta y el suyo algo digno de los libros de Historia. Llenó otros dos vasos, me dio uno y volvió al ataque. Yo había hecho lo correcto, porque, pibe, «¿para qué quedarse a trabajar por la patria, cuando es más cómodo hacer el vago en Europa, pibe; para qué joderse ganando una mierda y peleando contra la corrupción, la injusticia y la venta del país?».
Él me entendía, él nos entendía a todos, él era la conciencia cósmica de un pueblo que no tenía conciencia individual. Él era Dios todopoderoso y paternal, y con el pelo tirante como Gardel, y borracho como un marinero y repetitivo como un viejo locutor de la tele, y con más miedo de mirar hacia atrás que el que tuvo la mujer de Lot. Y como ella, vivía mirando hacia atrás.
Empecé a hartarme del tal Jorge, que no parecía ver las miradas de los demás, mis bostezos que alarmaban a Lidia y la energía con que el camarero retiraba botellas vacías de vino y traía otras llenas, rogando que fueran las últimas. Pasó a la fase triste sin respirar. Dos lagrimones se amontonaron en sus ojos sin atreverse a saltar.
– ¿Por qué te viniste, pibe? ¿Por qué no te quedaste allá?
– Me cansé de los tipos que creen que se las saben todas y viven llorando porque el pueblo no descubre lo brillantes que son.
No se dio por aludido.
– Tenés que volver, pibe. Al país hay que arreglarlo desde adentro.
– ¿Y vos, por qué no volviste todavía?
Se puso a la defensiva.
– Yo ya hice demasiado por la patria y mirá cómo me lo pagaron. Treinta años de sacrificio hasta alcanzar una posición. Ustedes se creen que es fácil llegar a España y que acá la guita la cagan los perros -sentenció-. Pero es muy difícil, hay que tragar mucho. Yo tardé casi dos años hasta que alguien me ofreció una oportunidad y salí adelante a fuerza de capacidad, después de hacer trabajos asquerosos, escribir sin firmar y cobrando monedas, para que unos hijos de puta se quedaran con los billetes. -Se sirvió otro vaso-. Claro que muchos fracasaron y pegaron la vuelta, pero yo no. Y ya ves, no nado en guita, pero voy saliendo a flote con mi propia empresa de servicios periodísticos.
– Solo los mejores sobreviven -dije.
– ¡Eso es! -aprobó-. A lo mejor te puedo dar una mano. ¿Periodista? Lo sabía. Casualmente tengo un trabajito que te puede venir bien para empezar. La biografía de un tenor al que le van a dar un premio. No es mucho, cincuenta o setenta folios, casi un folleto… Lo fusilás todo de un par de libros y chau. Claro que, por ahora, sería conveniente que no firmés, porque no te conoce nadie y acá buscan firmas más o menos conocidas… No es mucha guita, pero no se puede pedir más, un recién llegado…