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– ¿Cuántas monedas? -pregunté.

– ¿Cómo? -pareció reaccionar, pero no era seguro.

– Que cuántas monedas para mí y cuántos billetes para tu floreciente empresa, y cuánta gloria para tu firma más o menos conocida.

– ¡Pero…!

Me puse de pie, un poco mareado.

– ¿Sabés lo que podés hacer con tu ayuda y tu gloriosa historia?

No respondió y me alejé hacia la salida del comedor.

– Te las podés meter en el culo.

Avancé dos pasos más y me giré.

– Eso, en el culo -repetí.

Y busqué la puerta con Lidia pisándome los talones.

10

– Me asombra tu capacidad para hacer nuevos amigos -dijo Lidia.

– Y a mí que pierdas el tiempo con pelotudos como ese. -Señalé hacia el comedor, donde las palabras querían volver como si nada hubiera pasado, pero el silencio no las dejaba. Alguien cantó Caminito, llevaba el ritmo con las palmas en la mesa y las sílabas muy separadas. Parecía una marcha militar de la derrota.

– Perdóname, no quise comprometerte. ¡Pero el boludo ese me…!

– No es nada -dijo Lidia-. Es un plomo, ya lo sé. Pero la mujer es un encanto y lo aguantamos por ella. ¿Qué vas a hacer?

– Me voy a casa de Noelia. ¿Dónde si no?

– Podrías dormir en casa -ofreció.

Había dormido semanas en el piso de Lidia y nunca me sentí incómodo. Pero esa noche su cara decía algo y temí que al despertar el sábado por la mañana hubiera perdido una buena amiga para ganar otro futuro fracaso amoroso que agregar a mi lista de olvidos.

– No. El grandote debe estar por llegar y no quiero meterte en esto. Bastante hacés por mí. Y si te enterás de algo…

– Te llamo. Voy a probar primero con las chicas. Si estaban tan unidas y a tu Nina le da por ponerse en pelotas ante la cámara, es posible que las dos hayan hecho teatro experimental y cosas así. Lo de los mafiosos es más difícil, pero voy a tocar un contacto que tengo en la policía…

– ¡Ahá! Con que alternando con los represores…

Se ruborizó un poco.

– Nico, ¿cuándo vas a crecer? Ya sos grande para jugar al detective. Y no me digas que te quedás por lo del pasaporte y el pasaje. Puedo usar ese contacto policial del que te burlás y en un par de días estás volando a Buenos Aires. Mientras, repito mi oferta por última vez. En casa hay lugar de sobra y no es obligatorio que…

– No es obligatorio desperdiciar a una mujer como vos en un tipo como yo.

La besé en la frente y se apretó a mí con fuerza. Temblaba un poco.

– Tengo miedo, Nico. Miedo de que te hagan algo.

– ¿Y qué me van a hacer? Ves muchas películas. Quieren asustarme, pero cuando se den cuenta de que no sé nada, esos se olvidan de mí.

– No sé…

– Tranquila, princesa Lidia, que su caballero tiene la armadura gruesa y las piernas veloces. -Hice una reverencia que casi termina en el suelo-. Buen vino toman estos hijos de puta. Con razón no quieren volver. Bueno, me voy silbando bajito, porque ahora quién consigue un taxi…

Le di otro beso en la frente y caminé unos metros hacia la esquina.

– ¿Nicolás? -preguntó.

Me detuve.

– ¿Qué?

– ¿No pensaste en volver?

Giré para mirarla de frente.

– ¿Volver? ¿A qué?

– Querrás decir adónde. Y eso lo sabés. En serio. ¿Por qué no te volvés?

– No sé. Tampoco sé por qué me quedo. A lo mejor es para eso, negrita. Para saber.

Le tiré un beso, caminé hasta la esquina silbando Volver, y alcancé a subirme a un taxi que milagrosamente pasaba por allí. Poco después comprobé que no hay milagros.

Solo sorpresas desagradables.

***

El taxista era tan corpulento que tapaba la visión de la calle. Y cuando dijo «buenasnoche» su voz me sonó conocida. Pero iba demasiado mareado como para analizar nada. Un rato después me di cuenta de que me llevaba sin que yo le hubiera dado ninguna dirección. El taxímetro sumaba céntimos en silencio.

– Oiga -alcancé a decir.

El taxista giró la cabeza. Era mi Jamón Calibre 45.

– Buenasnoche -repitió, olvidando la «s».

– Buenas -respondí-. Le juro que su método para seguir gente es de lo más novedoso. ¿No pensó en patentarlo? Se evitan intermediarios.

El Jamón gruñó algo, pero no me prestaba atención. Su gran cabeza giraba como la luz de un faro barriendo la calle, buscando qué. Acercó el coche a la acera, donde una sombra delgada esperaba inmóvil. Se abrió la puerta trasera opuesta a la mía y la sombra se deslizó por el asiento sin mirarme. Llevaba algo así como una gabardina negra y gruesa, insólita con aquel calor, y no podía verle más que el perfil escueto. El coche arrancó. El taxímetro marcaba 3,50 euros.

– Ya era hora -recriminó la sombra-. Vamos.

– Disculpe, jefe. Pero es que el tipo no salía -se justificó Jamón.

– ¡Excusas, Serrano, excusas! -cortó el otro.

Mi Jamón Calibre 45 era un Jamón Serrano. Solté una risita.

– Se ríe -dijo el flaco sin mirarme todavía-. Se ríe.

– Ya le dije que era un tipo simpático, jefe -comentó Serrano.

– A callar. Y doble en la próxima a la derecha.

– Jefe, es dirección prohibida.

– Que no. Me lo va a decir a mí, Serrano.

– La han cambiado hace meses, mientras usted estaba en… -cortó la explicación-. Es dirección prohibida.

A lo mejor fue por el vino, pero la situación me divertía. Dos delincuentes peligrosos, discutiendo a las tres de la madrugada sobre la dirección de una calle y las prohibiciones del Código de la Circulación, mientras los honestos oficinistas cruzaban las avenidas a doscientos por hora y atropellaban cieguitos por diversión.

– Oigan, si quieren le preguntamos a alguno que pase -propuse-. No quisiera que por mi culpa cometieran una infracción.

Se hizo un silencio asombrado que duró casi un minuto.

– Hace bromas -dijo el flaco sin énfasis.

– Ya le dije, jefe, que es un tipo… -empezó a decir Serrano.

No pude acabar de oírlo. Algo explotó contra mi cuello. Me doblé de dolor.

– Hace bromas -repitió la voz hueca.

Y el dolor volvió a estallar como una bengala, esta vez en el brazo que adelanté para taparme la cara. El tipo seguía sin mirarme. Simplemente permanecía sentado en el asiento, mostrando un perfil congelado y estiraba el brazo para pegarme otro golpe seco. Mi oreja izquierda estalló y vi todo rojo brillante. Entre los tres golpes feroces e impersonales había un período de tiempo regular, como si me pegara una máquina. Esperé el cuarto golpe. No llegó. Me atreví a levantar la cabeza y lo miré. Seguía ofreciéndome el perfil. El coche avanzaba despacio por una calle secundaria y oscura. El taxímetro marcaba 4,75.

El tipo delgado se volvió por fin y me miró sin hablar. Cuando cruzamos por una esquina iluminada, el reflejo me dejó ver su cara.

Entonces entendí porqué lo llamaban El Muerto.

– Hace bromas -dijo.

volvió a sacudirme con la porra en la cabeza. El taxi desapareció y la nuca de Serrano desapareció. Hasta mi terror desapareció. Solo quedaba la cara delgada y blanca, con los ojos hundidos y el mentón en punta. No pude dejar de verlo ni siquiera cuando perdí el sentido.

Desperté y la cara seguía ahí. Estábamos fuera del coche, en un callejón desierto que se parecía al de la película experimental. Y a mí me faltaba muy poco para cagarme encima como el protagonista de pelo estrafalario. Me habían bajado del taxi y me miraban sin urgencia, esperando que despertara. Apoyado contra el coche, cerré los ojos antes de acabar de abrirlos.