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– No finja -prohibió El Muerto-. Sé que me oye.

Abrí los ojos. Recortados a contraluz por el único farol de la calle, me cerraban el paso. De la mano de El Muerto colgaba algo pesado. Me toqué la cara. No sangraba, aunque toda mi cabeza latía por zonas independientes.

– ¿Se siente bien? -preguntó solícito Jamón.

– S-sí -respondí con la boca entumecida-. Les agradezco la atención, señores. Había olvidado tomar mi paliza nocturna antes de salir de casa.

– Sigue haciendo bromas -observó El Muerto.

Y empezó a pegarme otra vez.

Lo brutal de la paliza no eran solo los golpes, sino que en ningún momento me pegó con furia ni me insultó. Lo hacía como si la cosa no fuera con él. No había rabia que pudiera agotarse ni deuda que cobrar a tanto el golpe. Solo era pegar con precisión, sin permitirme la escapatoria de un nuevo desmayo. No había escapatoria. Tampoco podía defenderme, aunque él era más bajo que yo y delgado como una sombra. Todo eran golpes y más golpes, uno después de otro después de otro después de otro. Midiendo el intervalo entre los golpes, alguien podría inventar un nuevo sistema horario. En lugar de minutos, porrazos en los brazos, en vez de segundos, porrazos en el cuerpo. Tic. Tac. Como un reloj infatigable. Recordé el taxímetro y aproveché un golpe que me hizo girar para echarle un vistazo a través del cristal del coche.

18 euros con 50.

Todo un viaje. Otro porrazo me volvió a dejar frente a El Muerto.

– No grite -me dijo.

Quise gritar que no había gritado, pero descubrí dos o tres ventanas iluminadas en el edificio más próximo. Grité, ahora a conciencia, pero las luces se apagaron como si fueran velas vacilantes y mis gritos un viento imprudente. Los golpes siguieron, iguales. Entre nubes pude ver compasión en la cara de Serrano. Sudaba.

De pronto el castigo cesó. El Muerto no sudaba, aunque no se había quitado el abrigo para pegarme. «Los muertos no sudan», pensé. Al menos, era una ventaja a tener en cuenta.

– Ya no hace bromas -declaró.

– ¿Por qué? -pregunté buscando un motivo que personalizara la paliza, algo que le diera sentido a todo aquello.

– Yo no hago bromas -dijo El Muerto-. Hoy ya es sábado. ¿Quería más tiempo? Tiene hasta el viernes por la noche. La chica y el paquete. Si no hay chica, muere. Si no hay paquete, muere. Si intenta escapar o engañarme, muere. Si cumple, vive. ¿Está claro?

Señaló a Serrano.

– Este debe estar informado de sus movimientos. Y no haga nada raro. A él puede engañarlo. A mí, no.

– Y usted no hace bromas -me arrepentí antes de terminar la frase.

Me miró. Miró la porra que colgaba de su mano. Se la guardó en el abrigo.

– No. No hago bromas.

Se alejó hacia un coche en sombras, treinta metros más allá, y dijo:

– Abra el maletero, Serrano. De qué nos sirve un taxista muerto.

El Jamón me apartó con gentileza y abrió el maletero del taxi. Un tipo amordazado y con las muñecas atadas a la espalda dormía en el fondo del coche. Era el mismo taxista que me había llevado al restaurante. Tenía el pelo pegoteado en un costado de la cabeza. Durante un minuto lo observamos. Respiraba. Serrano le aflojó las ataduras.

– Si puede -me dijo en tono confidencial-, páguele la carrera. Es solo un empleado y vive en mi barrio. No es mala gente.

Trepó al coche que pasó a su lado y desaparecieron en la esquina.

Desaté al taxista, que me miró con los ojos turbios. En unos minutos estaría bien. Puse 30 euros en el bolsillo de su camisa y revisé el domicilio en su carné. Una dirección de Vallecas. El barrio de Jamón.

Me alejé con paso inseguro por el mismo rumbo que el coche de El Muerto.

Recordé algo y volví sobre mis pasos.

Paré el contador del taxímetro.

Marcaba 28,75.

11

Me alejé con paso inseguro. Ninguno de los pocos coches con los que me crucé me prestó mayor atención y las caras de los conductores que flotaban decapitadas en el centro de los parabrisas tampoco parecían muy sobrias. El mundo estaba borracho y los semáforos daban luces de siete colores, como un arco iris electrónico, pero al final no había una cacerola llena de oro, sino una alcantarilla. Desde todos los edificios que me rodeaban, los ronquidos de los durmientes retumbaban en mi cabeza. Borrachos de sueño y no de sueños. Yo caminaba haciendo eses, un borracho más en una ciudad alcoholizada de rutina y calor. Pensé que a lo mejor, si me daba una vuelta por los bares de Malasaña, podía encontrar a José, el que me dio las llaves de la casa de Noelia, pero después me acordé de que él también iba a salir de Madrid por unas semanas. Por eso me había dado su número de teléfono. Un número que yo anoté mal. ¿O lo había anotado él?

Un gato flaco y negro, con manchas blancas en el pecho y las patas, me estudió un momento temiendo el golpe gratuito, pero cuando comprendió que yo no estaba para golpear a nadie volvió a su pelea desigual con una bolsa de basura que ocultaba pocas proteínas.

– Mala suerte, Silvestre -le dije.

– No creas -respondió el gato-. A veces es peor. Con tanto marido que se queda en la ciudad mientras su familia está en la costa, los que no comen fuera preparan grandes cantidades de comida que acaba en la basura.

– Lo tenés bien estudiado -comenté, por decir algo. No recordaba ningún tema de conversación que pudiera interesar a un gato callejero.

– Hijo, aquí o te lo montas bien o te jodes. Entre los listillos que se divierten pateando gatos y los conductores suicidas, no gana uno para sustos. Pero voy tirando. ¿Y tú?

– Yo, bien, gracias.

Me miró de pies a cabeza.

– Menuda paliza te han pegado, chico.

– ¿Se nota tanto?

– Bastante. Pero tú le habrás dado lo suyo, ¿no?

– Bueno…

– ¿Ni siquiera una tibia respuesta? -se asombró.

– ¡Y a vos qué te importa, gato de mierda!

– ¡Uy!, mala cosa. Tanta rabia y ninguna hostia. Mala cosa. Mira -dijo comprensivo-, yo también he pasado por eso y se supera. Las peleas por las bolsas de basura son parte del oficio felino y, por si fuera poco, ahora con la crisis hay mucha competencia humana…

Caminé despacio y el gato siguió a mi lado.

– ¿Y tu cena? -pregunté.

– Hay más bolsas que días. En cambio, pocos se paran a hablar conmigo.

– Será porque no se atreven…

– Qué va. Es porque no me ven. Van mirándose a sí mismos y solo ven un gato revolviendo basura. Si eres pequeño, murmuran «pobrecillo» o te patean, y algunos, las dos cosas. Después siguen su camino. ¿A quién coño le importa un gato callejero?

– A una que conozco -dije pensando en Lidia-. Los recoge, les da de comer, los lleva al veterinario…

– … y acaba por castrarlos-terminó escéptico-. Ten cuidado con las hembras muy comprensivas, Nicolás. Se conmueven con los rebeldes, pero necesitan domesticarlos…

– Yo no soy un rebelde. Soy un…

– Un pelotudo. Ya lo sé, Nicolás. Capto el sentido pero no el significado exacto. Pero suena bien: pe-lo-tu-do.

Me ofendí.

– ¿Cómo sabés mi nombre?

– Lo dijiste tú, igual que eso de que eras un pelotudo. Venías hablando solo mientras yo cenaba y sentí pena…

Eso colmó el vaso.

– ¡Pero, gato de mierda! ¿Pena de mí? Yo soy un profesional. ¡Me gano lo que como y no tengo que revolver bolsas de basura!

No se alteró.

– ¿Y qué quieres que haga? ¿Qué me ponga una corbata y me compre una úlcera? Soy gato callejero, no un aprendiz de fracasado…

Aquel gato tenía respuesta para todo.

Me dejé caer en un portal, como una bolsa de piedras. Él se deslizó con gracia a mi lado, pero a prudente distancia.

– Además -siguió-, yo revuelvo basura, pero es mi basura, la basura de mi tierra. ¿Qué pasó con tu propia basura, Nicolás?