– Chauvinista -acusé sin ganas-. Un gato sucio, flaco y además xenófobo.
– De eso nada -se erizó-. Provengo de una estirpe de felinos socialistas. Un bisabuelo mío estuvo en la guerra y tengo un tío que es gato de ministro. No veas cómo vive el cabrón. El gato, digo. Comida especial, peluquería, ¡hasta le llevan una hembrita de cuando en cuando! Lo malo es que no le dejan elegir.
– Vos elegís mucho, entre callejones y vertederos…
– Pero elijo. En eso nos parecemos, Nicolás. Elegimos los palos, las patadas, las hembras problemáticas y los caminos difíciles. Pero elegimos. Mi primo el del ministro, no: el mayordomo decide por él.
Estaba demasiado dolorido para contestarle. Las discusiones con felinos son agotadoras. Además, la cabeza me latía como un segundo corazón aporreado.
– Si vos lo decís…
– Somos libres, Nicolás. Y eso no tiene precio.
– Lo tiene, Silvestre, lo tiene: los palos, las patadas, las hembras problemáticas, los caminos difíciles. Todo el mundo tiene un precio, pero los tipos como nosotros están en oferta…
– Eso lo dirás por ti. Yo soy feliz con esta vida. Y todavía me quedan otras seis para hacer lo que quiera con ellas.
– ¿Entonces es cierto? -me asombré.
– ¡Y yo qué sé! Por las dudas, no tengo prisa por averiguarlo. Vivo al día, es decir a la noche, y cuando alguien se me acerca, espero el golpe. Las pocas veces que llega una caricia, vale más que las hembritas perfumadas de mi primo y esa mariconada de ir al peluquero.
– En realidad, tenés envidia de la suerte de tu primo y por eso mistificás esta libertad de mierda para no ir a ninguna parte -dije mientras me echaba atrás, casi dormido-. Lo tuyo es un complejo de inferioridad reprimido, Silvestre. Si de verdad te gustara esta vida, no elaborarías tantas teorías y te dedicarías a vivirla mientras dure.
Me miró con rencor.
– ¿Y tú de dónde sacas todo ese rollo psicoanalítico?
– Durante un año me acosté con una psicóloga -dije cerrando los ojos-. No sabés cuánto se aprende en una cama.
– Los argentinos sois todos iguales -dijo despectivo.
Sacudió la cabeza y se hizo un ovillo.
Se quedó dormido al mismo tiempo que yo.
12
Cuando desperté sentí que la cabeza volvía a pertenecerme, pero me dolían hasta las pestañas. Todavía era de noche, una noche interminable. El gato seguía durmiendo y cuando me levanté se estiró con pereza. Caminé hasta una calle iluminada y me siguió. Me sentía culpable y quise darle conversación:
– ¿Sabés una cosa, Silvestre? Lo dije por fastidiarte. A lo mejor tenés razón, pero a veces me siento cansado de buscar sin saber qué, y pienso que dejarse domesticar, un poquito nomás, a lo mejor no es tan malo -argumenté sin convicción-. Siempre que uno no renuncie a sus principios…
El gato sacudió la cola y meó contra una caja de cartón.
Le hice señas a un taxi que venía desocupado.
– ¿No me deseas suerte?
El taxi se detuvo y casi grito al descubrir que el conductor era el mismo que un rato antes estaba atado en el baúl del coche. Abrí la puerta y mientras me deslizaba por inercia en el asiento, creí escuchar la voz del gato que decía:
– Suerte. Vas a necesitarla.
El taxista me miró, pero no me reconoció. Puso en marcha el coche y volvió a mirarme por el retrovisor. Fuera del maletero parecía más grande.
– ¿Qué le ha pasado? -preguntó sin dejar de mirar.
– Que no soy el gato de un ministro -contesté sin pensar.
– ¿Cómo?
– Nada, jefe. Que se rifaba una paliza y yo tenía todos los números.
– Si yo le contara… -dijo él, pero decidió no contarme.
Hice que me dejara cerca de la casa de Noelia.
– ¿Seguro que no quiere que lo lleve a Urgencias?
– ¿Tan mal estoy?
– No sé. Pero está pálido. Como si hubiera visto un fantasma.
– Algo así. Un muerto, que es casi lo mismo.
Cuando arrancaba le grité «¿qué tal la cosa por Vallecas?» y se dio la vuelta, sorprendido. Después sacudió la cabeza y siguió viaje.
Empecé a caminar y me paré frente al escaparate de una tienda de electrodomésticos, llena de televisores y videocámaras. Me compadecí de la imagen repetida en las pantallas: un tipo de casi treinta años, con el pelo más largo de lo que marcaba la moda, la barba también anacrónica y una mirada triste o despistada. Puede que fuera triste y despistada a la vez. Vestía una camisa blanca raída, como si se hubiera caído de un balcón, y un vaquero roto en la rodilla. Era yo.
Me moría por medio litro de café. En algún lugar había leído que el café era la sangre de los hombres cansados. Chandler, creo. ¿Qué hubiera hecho Marlowe en mi lugar? Recibir los golpes, seguro. Pero después andaría pisando sus soledades hasta descubrir la trama del asunto sin que pareciera importarle demasiado. La cabeza del bueno de Marlowe era a prueba de porras y de esperanzas. Siempre podía ver lo que había detrás de las apariencias, aunque la mayoría de las veces, detrás de las apariencias no hubiera nada, como en un juego de espejos enfrentados que parieran imágenes sin una primera imagen original.
Pasé frente a una cabina de teléfono. Lidia.
Marqué su número sin pensar en la hora. No estaba en casa o no podía contestar. Su voz grabada me pidió que dejara el mensaje después del piiii.
– Hola, negrita. Soy yo. Tengo algunos datos más sobre los malandras. Primero: la cosa no va en broma, lo acabo de comprobar por la mediación de una porra. Segundo: El Muerto ese, no sé el apellido, pero lo seguro es que ha pasado una buena temporada en la cárcel. Y parece un muerto de verdad. Tercero: el otro, el grandote, se apellida Serrano y vive o vivió en Vallecas. No hay más, por ahora, pero con eso ya podrás tocar a tu contacto. Pero no toques mucho, ¿eh? Una bolsa de besos.
Colgué. Todavía no era de día pero la romántica noche ya estaba recogiendo sus ropas para irse a la mierda. A quince metros de la puerta del edificio esperaba un coche destartalado. Había alguien en el asiento delantero, forcejeando con la pobre luz de la farola para leer un diario casi pegado a los ojos. Cuando me vio llegar se hizo un lío con el diario y trató de tumbarse en el asiento. Se golpeó con algo y el ruido retumbó en la calle vacía, a dúo con el quejido.
No era mi Jamón. Demasiado chiquito.
Tampoco era El Muerto. No se hubiera quejado.
Me enojé.
Mucho.
Estaba cansado de golpes y de siluetas que me seguían, cansado de que todos me exigieran cosas imposibles, cansado de ser un chico bueno y un poco boludito al que se podía engañar, sacudir, acechar o proteger. Cansado.
Me paré frente al portal, mientras estudiaba por el costado del ojo una cabeza que asomaba detrás del volante. Fui hasta la farola y me planté al lado del coche. La figura acostada, ya sin la posibilidad de ocultarse, fingía dormir. Empecé a correr hasta doblar la esquina. Se oyó el crujido de una puerta hambrienta de aceite. Me escondí en el saliente de un garaje. Los pasos indecisos se acercaban. Cuando pasó, estiré la pierna y él cayó como una fruta madura. Se quedó sobre la acera sucia, esperando un golpe que no llegaba.
– Buenasnoche -dije, imitando el refinamiento torpe de Jamón.
El tipo se sentó en el mismo lugar en que había caído y me miró.
Era más bajo que yo, y peor alimentado. Tendría entre cuarenta y diez mil años, y la resignación pintada en su cara era tan vieja como la primera derrota. Vestía un traje de un color marrón indefinido con rayas negras, que le quedaba grande. Los zapatos, con las suelas a la vista, tenían agujeros en los agujeros, y bajo estos agujeros algo que podría ser cartón o huellas perdidas. Su cara era delgada y pálida, con un par de ojos pequeños que mantenía entrecerrados en una expresión que a él se le antojaría la de un tipo duro, pero a mí me recordaba a un viejo casi dormido en el jardín de un asilo público. Las mejillas le colgaban y las orejas salían hacia fuera, como alas inválidas pero orgullosas. Un metro más allá, el innecesario sombrero gris había quedado con el hueco hacia arriba y dejaba ver un rastro de sudor añejo y petrificado.