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Sacudió la cabeza y habló por un costado de la boca, corno una mala copia de Bogart.

– No debió hacer eso -dijo.

– ¿Por qué me seguía? -Tenía ganas de desquitarme de todos los golpes de la noche.

– Yo no lo seguía -negó, sin levantarse.

– Perfecto. Entonces llamamos a la policía y que aclare el asunto.

Sonrió de costado.

– Usted no llamará a la policía -dijo lentamente-. Yo soy la policía.

Me reí imaginando que fuera el «contacto» de Lidia, pero después pensé que tal vez sí fuera un policía. Él esperaba mi veredicto con excesivo interés. Volví a reírme con ganas. El tipo se puso a llorar, con hipos y todo.

– ¡Joder! ¿Por qué nadie me cree? ¿Por qué? ¿Es que no hago lo debido, no estudié las lecciones, no tengo mi diploma con mención de honor? ¿Por qué nadie me cree?

Me dio un poco de pena y lo ayudé a levantarse.

– Venga, venga, tampoco es para tanto. Yo conozco a un gato que es libre y él tampoco se lo cree.

Me miró para ver si le tomaba el pelo, que era poco y estirado con paciencia para cubrir una calva precoz. Se sacudió el traje y dudo que todo ese polvo proviniera de la caída. Al menos, no de aquella caída.

– Hagamos un trato: usted me dice por qué me seguía y yo le creo un poquito.

Me senté en el primer peldaño del portal y él hizo lo mismo. Hipó un poco y luego se calmó. Le alcancé un cigarrillo y lo encajó en un costado de la boca como los duros de ciertas películas. Rebuscó en el bolsillo del traje y me alcanzó una tarjeta con los bordes gastados y sucios. Una lupa clásica adornaba un extremo, y en el otro un ojo atento y artificial me miraba impávido. En el centro, en un tipo de letra anticuado, podía leerse: «FELIPE MAR LÓPEZ, Detective Privado. Divorcios, investigaciones. Discreción garantizada». Abajo, una dirección de una calle cerca a la Puerta del Sol pero lejos del cielo, y un número de teléfono. Con un bolígrafo había apuntado una serie de números de dos cifras.

– ¿Le han cambiado el teléfono? -pregunté.

Se sonrojó.

– La combinación de la Bonoloto. No tenía dónde apuntarla. Es mi última tarjeta.

– No van muy bien los negocios…

– Y…, no, la verdad es que no.

Fumamos un rato en silencio.

– ¿Por qué me seguía?

– Un encargo. Trabajo. Es secreto profesional -se excusó.

– ¿Quién puede tener interés en seguirme? Estoy de paso. Nada más.

– Y se llama Nicolás Sotanovsky y tiene veintinueve años y llegó a España hace seis meses… -agregó Mar López satisfecho de exhibir su eficacia.

– Veo que soy famoso. ¿Quién le encargó que me siguiera y para qué? No quiero ser violento, pero tengo gente muy cercana que podría enojarse. ¿Ha oído hablar de El Muerto?

– ¿Usted conoce a El Muerto?

– Somos carne y uña. Precisamente, esta noche estuvimos conversando un rato. No es mal tipo. Un poco blando, eso sí. Pero hace lo que puede.

Mar López me observó con respeto y un poco de temor.

– ¿No le dirá que yo he interferido, verdad? Por favor, señor Sotanovsky. Solo quería salir del agujero…

Creí que iba a llorar otra vez y lo calmé palmeándole la espalda.

– Vale, vale. Por esta vez no diré nada. Pero tiene que hablar. ¿Quién le pagó para que me siguiera?

– No me pagó -objetó el detective un poco enojado.

– Es igual, Mar López. ¿Quién le encargó el trabajo?

– La pelirroja -contestó-. La pelirroja que se llama Noelia.

13

Encendí otro par de cigarrillos y me preparé a oír su historia. Mar López me escrutaba por las ranuras de sus ojos, atento a mis reacciones.

– Ajá -comenté, por decir algo-. ¿Qué más?

– No hay más. Hice el trabajo en un par de semanas, le entregué el informe hace un mes y no volví a saber de ella. Decidí reclamarle el dinero en persona y no había nadie en su casa. Llegó usted, lo reconocí y quise seguirlo para que me llevara hasta la pelirroja.

– Bienvenido al club -murmuré.

Se tocó con prudencia el costado y metió la mano en el bolsillo. Medí la distancia entre mi pie y su cara, por si los dedos manchados de nicotina volvían a aparecer sujetando un arma. Con cuidado, sacó una petaca plana de plata labrada, que ya hubiera querido Dashiell Hammett para uno de sus personajes. Desenroscó el tapón, bebió un trago muy largo, y se secó la boca con la manga.

– ¡Ahhh! Nada como un trago -declaró-. ¿Quiere?

Recibí la petaca, que era un muestrario de abolladuras. Empiné el codo esperando el sabor ardiente del whisky barato, pero no llegó.

Aquello tenía un gusto horrible. Escupí.

– ¿Qué mierda es esto?

– Tila. Es por los nervios, ¿sabe? Tengo el estómago hecho polvo.

– Ahora que ya hemos bebido algo fuerte, ¿qué tal si me cuenta otro cuento? El de La Cenicienta no, por favor. Cada vez que lo oigo, me pongo a llorar.

– A qué se refiere.

– A que el cuento que me contó antes es bueno, y hasta puede que sea cierto, pero faltan detalles. Dijo que entregó el informe hace un mes. Y después, ¿qué? ¿Se sentó a esperar? No se ofenda, pero no tiene pinta de que le sobren billetes. Segundo: se planta delante de la casa en plena madrugada, a beber tila fría y leer el diario a la luz de la farola, así, por que sí. Tercero: dijo que quería «salir del agujero». ¿Cómo, cobrando un trabajo de dos semanas? -Sacudí la cabeza-. Va a necesitar una historia mejor para convencer a El Muerto.

Bajó los hombros y hasta me miró con admiración.

– Oiga, es usted bueno para las deducciones. ¿No le gustaría asociarse conmigo? Formaríamos un buen equipo.

Imaginé la cochambrosa oficina con vistas a la nada y una chapa en la puerta: «MAR LÓPEZ & SOTANOVSKY, DETECTIVES». Las cagadas de mosca oscurecían el metal y una telaraña cubría el sillón de los clientes.

– Gracias, pero paso -dije-. El suyo es un oficio peligroso.

– No crea. Yo diría que es aburrido. Ahora, con el divorcio legal, son pocos los clientes dispuestos a pagar por fotos comprometedoras de sus cónyuges. Prefieren hablarlo, llegar a un acuerdo y aunque no lo crea, a veces todo acaba en un círculo amoroso…

– Será «círculo vicioso» -corregí.

– De esos también hay: viciosos y guarros no faltan. Además, están los amantes cabreados, que ya no escapan por las ventanas como antes. Ahora te sobornan con un talón sin fondos, o te sacuden un par de hostias. ¿Sabe una cosa? Este oficio ya no es lo que era -bebió otro trago de tila y me ofreció la petaca.

Rehusé moviendo la cabeza.

– ¿Y cómo se metió en esto, Philip?

– ¡Yo qué sé! Vocación, que le llaman.

No tuve que esforzarme mucho para entrever una fascinación infantil por el heroísmo de los detectives de novela barata, capaces de luchar solos contra un ejército de matones y vencerlos sin sudar la camisa. Y no olvidar la rubia de largas piernas que esperaría siempre la llegada del detective con la ropa interior mojada y los labios pintados de color rojo sangre. Sería millonaria, seguro, y pondría su capital y su cuerpo a los pies planos del victorioso Mar López, Detective, que la tomaría durante una noche, para darle puerta después, que en la calle esperaban nuevos entuertos que desfacer y nuevas rubias adineradas que cepillarse sin soltar la pistola.

Había empezado a contarme su historia, pero no escuché el principio. Tampoco hacía falta.

– … por correspondencia. ¡Pero he aprendido mucho en estos años! La verdad es que, a pesar de los problemas y del peligro, no cambiaría este oficio por nada del mundo. Además, alguien tiene que hacerlo.