– ¿Está seguro?
– No. Pero ¿qué quiere, que vuelva al pueblo a mirarle el culo a las vacas?
Fumamos, mientras el día se asomaba sobre el tejado de un edificio que de noche se me antojó cargado de historia y ahora era solo una mole bombardeada por las cagadas de las palomas. Cientos de miles de cagadas chorreando desprecio y semillas durante un siglo.
– ¿Sabe una cosa, Philip? Cuando no quede un solo ser humano sobre la tierra, las palomas seguirán cagando desde el cielo sin enterarse de nada. Sobrevivirán, Philip, sobrevivirán. ¿Y sabe por qué? Porque solo viven para cagar desde arriba. Ni siquiera creo que hagan puntería: vuelan, cagan y mueren. Nosotros, en cambio, pretendemos hacerlo al revés, y claro, así nos va. No, no me mire así, que no estoy desvariando. ¿Ha observado a las palomas en un parque? Se amontonan ante unas pocas migas, parecen inofensivas y hasta engañan a los viejos convenciéndolos de que todavía tienen una misión en la tierra: darles de comer. Y los viejos se lo creen, total, han creído tantas boludeces en su vida… Y las palomas, Philip, se comen las migas, tropiezan entre sí y se arrullan como si fueran en verdad pobres pájaros bobos e inocentes. Pero levantan el vuelo y se cagan en la cabeza de los viejos, Philip. Se cagan en la Historia y en monumentos a muertos que no los merecieron. Se cagan en toda nuestra ambición de saber y poseer y vender y prestar y robar y ganar y después, siempre después, después, Philip, después perder.
Me miraba con ojos desorbitados, pero no se atrevía a interrumpirme.
– Por eso, Philip, aunque no creo en la reencarnación, si me toca, quisiera ser un gavilán, un halcón de cuello desplumado, o un simple buitre especializado en cazar palomas. Pero, claro, uno es lo que le toca y yo me conformo con ser un pajarraco solitario, que vuela poco y no caga en la cabeza de nadie. Por eso no soporto que lo hagan en la mía. ¿Comprende, Philip?
– S-sí, creo que sí. -Tragó saliva-. Está bien, se lo diré: es cierto que la pelirroja me contrató para saber sobre usted. Casi no me dio datos. Solo que era de fuera, su apariencia y dónde hallarlo. Quería saberlo todo: si tenía familia aquí, si estaba casado, si se drogaba, todo.
– ¿Por qué?
– Yo también se lo pregunté -informó-. Los clientes piden datos de gente a la que conocen, para descubrir debilidades explotables; o me encargan hallar maridos que se esfuman con el saldo de la libreta de ahorro. Pero lo de la pelirroja era diferente. ¿Sabe lo que me dijo? Que buscaba marido y quería conocerlo sin que usted lo supiera.
– No me diga que se creyó esa historia.
– No. Con el tipazo que tiene, y esas piernas y esos ojos y esas tetas, no necesitaba buscar candidatos entre todos los desharrapados que llegan de Sudamérica, mejorando lo presente.
– Gracias, Philip. ¿Qué más?
– No mucho. Lo hice. Fotos, nombre, hábitos, mujeres en su vida… Hablando de eso, ¿me sacaría de una duda?
– Si puedo…
– ¿Usted se tiraba o no a la rubita esa de la calle Amparo?
Hablaba de Lidia.
– No, y a veces me arrepiento. Pero hay mujeres que es mejor poseer en la distancia, Philip. Si uno se acerca, puede descubrir que ya no quiere alejarse. Y recuerde que un blanco inmóvil facilita la labor de las palomas cagadoras.
– Otra vez con eso. No siga, ¿quiere? Me pone nervioso. Le decía que reuní el material y se lo entregué, sin saber bien para qué lo quería. Disculpe, pero de lejos no me parecía usted gran cosa. Además, la pelirroja no se parecía a mis clientes habituales. Le faltaban kilos, varices y miedo a la soledad. Le sobraban clase, piernas y dinero, a juzgar por la ropa.
– Y sin embargo no le pagó…
– Es frecuente. Le eché la culpa a usted. Creí que no le había convencido «el producto». La gente de dinero es la peor, señor Sotanovsky.
– ¿Y ahí termina todo?
– Sí. No volví a verla. Y nadie respondió a mis llamadas. Entonces lo seguí a usted, para ver si ella establecía contacto. Supe que se mudó aquí, y que la morena esa tan buenorra entró en escena. Nada más.
– Miente, Philip. Un poco, pero miente otra vez. El agujero, ¿recuerda? Si ella no le pagó la minuta -no muy abultada, supongo-, menos le pagaría yo. Además, yo no era el único, ¿verdad?
– ¿Cómo lo supo?
– Usted lo dijo: «no necesitaba buscar candidatos entre todos los desharrapados que vienen de Sudamérica». Todos los desharrapados, no solo este desharrapado, Philip. ¿Cuántos éramos?
– Tres, hasta dónde sé. No me los encargó a mí, pero escogió a colegas de mi… nivel. Nosotros intercambiamos información y contactos. Casualmente, me enteré de otros dos casos, aunque no mencioné el mío. Soy muy reservado. Uno de sus competidores era un colombiano y el otro venía del Uruguay.
– La unidad latinoamericana -murmuré.
Él no escuchó.
– Tres casos casi idénticos. Solo por dos detalles: a mis colegas les pagó y bien. La otra diferencia es que usted ganó. Todo me lo debe a mí, ¿sabe?
Tuve ganas de cagarlo a trompadas, pero me contuve.
– ¿Cuánto le debo?
Se revolvió incómodo y creo que sumaba mentalmente, mientras los dedos de una mano ayudaban en la operación.
– Con diez mil euros me arreglo.
– Sus tarifas son un poco elevadas, Philip.
– No juegue conmigo. ¿Cuánto les tocará a ustedes? ¿Casi un millón de euros? Lo de Financur es un secreto a voces, digan lo que digan los diarios.
– Olvida algo, Philip. El Muerto.
La expresión astuta se esfumó entre las arrugas del miedo.
– O-oiga. Haga como que no he dicho nada. ¡Por favor! Ya llegará mi oportunidad. Pero si habla con El Muerto…
– Pongamos las cartas sobre la mesa -suspiré-. No estoy asociado con El Muerto y si fuera usted un buen detective, lo habría deducido. No se ofenda. El Muerto busca lo que busca usted: a la pelirroja. Y los dos quieren hacerlo mediante cierta información que yo puedo o no puedo tener. Si se porta bien y me cuenta toda la película, veré qué hago con sus diez mil. Sin trampas, sin garantías. Pero no creo que tenga una oferta mejor…
Se rascó la nuca y recogió el sombrero sudado. Se puso de pie y estiró la chaqueta. A la luz del día inminente pude contar varios remiendos cuidadosos.
– Puede que acepte. Y puede que no. Necesito pensarlo, porque usted no sabe tanto como creía. Además, está El Muerto. Con ese no se juega, Sotanovsky.
– El que no juega no gana, Philip.
– Es lo que dicen. Pero cuando uno es cadáver, nadie le acepta las apuestas. Y yo todavía estoy vivo -agregó con dignidad.
– Olvida algo: yo puedo encontrarla y usted no. Si se dedica a seguirme, El Muerto lo advertirá y… adiós diez mil y adiós vida. Piénselo, Philip.
– Lo haré. Tengo su teléfono. Recibirá noticias mías.
Caminamos hasta el coche. Forcejeó un poco con la puerta y cuando pudo abrirla, el chillido de metal crujiente despertó a todos los pájaros de la manzana.
Se asomó por la ventanilla del coche abollado, como su traje y su vida.
– Dígame una cosa: ¿Por qué me llama Philip y no Felipe?
– Porque me recuerda a otro detective al que nunca conocí.
– ¿Se parecía a mí? -preguntó orgulloso.
– Para nada, Philip. Para nada.
Se encogió de hombros y puso en marcha el cansado motor. Me quedé mirando la humareda negra de su escape hasta que se perdió tras la esquina.
Después trepé los escalones hacia la casa, donde me esperaba una duda con forma de mujer. Una duda muy sensual, pero una duda al fin.
14
Nina se acercaba con una bandeja que olía muy bien. Llevaba puesto un delantal de cocina en el que se leía «Hoy, Congelados» y una frase en francés que no entendí.