Oscuridad.
Volví a despertarme pensando que habían pasado horas, pero el aroma de la bandeja seguía a mi lado y ella se iba a la cocina. Su única vestimenta era el delantal con pechera. La cinta roja envolvía su cintura y se deslizaba en dos extremos que se turnaban para tocarle rítmicamente el culo al caminar.
Oscuridad otra vez, pero menos.
Nina había dicho algo que yo no recordaba y sonreía feliz preguntando si el señor iba a desayunar de una puta vez. Conseguí aferrar la taza y bebí. A medida que el café bajaba, la conciencia volvió y con ella las dudas y, de polizón, el dolor.
– ¿Qué tal la noche?
– Un poco movida -respondí.
– Eso lo sé: son las tres de la tarde, «bebé».
– ¿Llamó Lidia?
– Sí. Y juro que hice lo imposible por despertarte, pero solo conseguí que me soltaras un rollo indescifrable de gatos de ministro y jamón serrano -hizo un gesto despectivo-. La señorita Lidia no me creyó, pero que se vaya al cuerno. Y me recomendó que te dejara descansar. Volverá a llamar, porque tiene novedades que contarte. Tal vez sea que se encontró el clítoris…
– No seas mala, Nina. Lidia es una buena amiga.
– Ya. Pero por si acaso, nunca te quedes a solas con ella: podría violarte, si es que no lo hizo anoche…
– De eso nada, fue por propia voluntad -mentí para provocarla y porque ella también mentía.
Me tiró la almohada, un zapato y dos tostadas. Después cambió de idea. Apartó la sábana, volcó un poco de zumo de naranja en mi pecho y empezó a lamerlo. Se detuvo. Señaló las marcas oscuras por todo mi cuerpo y preguntó:
– ¿Qué pasó anoche? Esas marcas no son un chiste. Tú no estuviste con Lidia y te han pegado una soberana paliza. ¿Quién fue?
– Secreto por secreto. Y vos tenés unos cuantos. Cuando confiés en mí, te doy la dirección de mis atacantes, por si te entran impulsos masoquistas.
– Eres odioso.
– Y vos, adorable. Pero no me gusta que la gente juegue conmigo, Nina. Si de verdad vas a ayudarme, ya es hora de que cuentes lo que sabés.
– Yo te quiero -murmuró-. No me conviene, pero te quiero.
– Y ahora viene lo de los violines. Mirá, Nina, no sé si te quiero, pero no me costaría mucho: estás muy buena y estás muy loca. Pero para querer a alguien hay que estar vivo y yo soy un firme candidato al ataúd. De modo que no me vengas con que me querés si no me contás la verdad.
Acarició una de mis marcas con suavidad, sin mirarme.
– Estoy preocupada por ti. Muy preocupada.
– Ya somos dos.
– Tres. Lidia también. Me lo dijo cuando acabamos de intercambiar dardos.
Prendí un cigarrillo. Todo el mundo se preocupa por Sotanovsky, pensé. Todos menos Sotanovsky. Sonó el teléfono. Los dos corrimos a la sala.
– ¿Lidia? -pregunté sin esperar a oír ninguna voz.
– Preste atención, Sotanovsky, porque solo se lo diremos una vez -dijo una voz de hombre en un susurro-. Deje el dinero en la cafetería Nebraska de la Gran Vía, mañana por la tarde. Se lo digo por su bien. Todo el dinero…
– ¿Y con sus diez mil, qué hago, Philip? ¿Los dono a la Sociedad Protectora de Animales?
– ¡Joder! ¿Cómo me ha reconocido?
– Por el olor a tila, Philip, por el olor a tila.
– No me joda -dijo plañidero-. La tila no huele.
– No. Pero lo detectives fracasados, sí.
– No me culpe. Tenía que intentarlo. ¿O usted no hubiera hecho lo mismo? Salió mal y sin rencores, ¿eh?
– ¿Algo más? ¿O solamente llamaba para esta tontería?
– No: he decidido aceptar su oferta, parece usted un tipo decente. Venga esta noche por mi despacho y tomaremos unos tragos. Le contaré lo que sé del asunto, que es más de lo que cree. Mientras usted dormía o se tiraba a la morena esa, el viejo Mar López se ha movido y tiene información. ¿Quedamos a las diez?
– ¿No será otro de sus trucos, verdad, Philip?
– Sé perder, Sotanovsky. Tengo mucha práctica en ello. Si fuera un deporte olímpico, yo me llevaba todas las medallas al perdedor…
– No crea, Philip. Alguna me tocaría a mí. Pero no me enrede con su lástima. ¿Sabe algo o es otro truco para subir el precio?
– Le doy un anticipo gratis: usted no está metido en el asunto, es más, creo que no conoce a la pelirroja y ni siquiera sabía nada del dinero. Pero puede encontrarla a ella o a la pasta. Tiene a la amiga y le va la vida en ello, ¿verdad? Creo que le han dado de plazo hasta el viernes…
– ¿Cómo lo supo, Philip?
– Ya se lo dije: el viejo Mar López se ha movido un poco por el ambiente y todo se sabe si uno conoce los resortes que hay que tocar. De modo que mi precio ha subido, aunque no soy muy ambicioso. Si vamos a jugarnos los cuartos con El Muerto, juguemos fuerte. Está usted, está la pelirroja, está la morena y yo. Cuatro partes iguales. Lo espero a las diez, ¿vale?
– Vale -respondí mecánicamente-. A las diez.
– Una cosa más, Sotanovsky… -Hizo una pausa incómoda-. Cuando todo esto acabe, habrá que salir del país, porque El Muerto no se quedará quieto. Yo había pensado en Río de Janeiro…
– Buena elección, Philip -reconocí.
– Estamos juntos en esto, y usted está con la morena. ¿Me equivoco?
Nina seguía a mi lado. Tomé una punta del lazo del delantal y tiré hasta deshacer el nudo. Sonrió de aquella manera.
– … yo pensé -continuó Philip-, que ya que vamos a ser socios, tal vez podría arreglarlo para que la pelirroja y yo… usted ya me entiende, Nicolás.
– Delo por hecho -prometí, mientras le quitaba el delantal a Nina.
Se deshizo en agradecimientos y colgó para soñarse en Río, con la pelirroja a su lado y una pila de billetes en la cuenta corriente.
Nina esperaba mis movimientos. Sonó el teléfono otra vez. Era Lidia.
– ¿Nicolás?
– Sí, el mismo que ni viste ni calza -contesté sin saber por qué.
– Lo imaginaba. ¿Es que esa mina no te deja descansar? Debe ser una ninfómana. Y vos ya no sos un chico, Nicolás.
– Tranquila, negrita. Tengo cuerda para rato. ¿Hay novedades?
– Algunas. El apellido de Serrano ayudó mucho y Manolo consiguió…
– Manolo -interrumpí con voz sugestiva.
– Sí, Manolo, ¿y qué? ¿Acaso no tenés a esa picapleitos calentona que no te deja tiempo ni para reponer fuerzas?
– Lo siento, negrita. Propongo una tregua -dije con voz entrecortada, porque Nina había entrado en acción mientras yo hablaba de pie. Se pegó a mí y comenzó a frotarme los pechos por la espalda.
– De acuerdo. El caso es que el tal Serrano trabaja ocasionalmente a las órdenes de un tal Menéndez, un bicho de cuidado, robos a mano armada y cajas fuertes. Es un tipo delgado y pálido, al que se le sospechan varias muertes, aunque solo se le probó una hace años. ¿Adivinás cuál es su apodo?
– El Muerto -murmuré.
Nina había pasado a lamer en mi pecho los restos de zumo de naranja y amenazaba con bajar.
– Exacto. El Muerto. Acaba de salir de la cárcel, después de dos años a la sombra. Le cayeron cinco por el asalto a una financiera de Madrid…
– Financur -dije mecánicamente, porque mi cerebro estaba dividido entre la parte que conversaba con Lidia y la que respondía a los estímulos de Nina y sus labios, que habían traspasado con éxito la frontera de mi ombligo sin más pasaporte que su lengua.
– ¿Cómo sabés el nombre de la financiera? -preguntó Lidia.
Contesté que lo había mencionado El Muerto, para evitar explicaciones que no podía organizar con Nina atentando contra mi concentración, allá abajo.
– Financur -repitió Lidia-. Un trabajo bien hecho, sin sangre, aunque Manolo dice que a El Muerto no le hubieran importado dos o tres cadáveres.
Nina me obligó a sentarme en el sillón. Se arrodilló frente a mí.
– … no tuvo demasiada difusión el robo -continuaba Lidia-, porque no había mucho dinero. Financur es una empresa que no goza de buena fama y no tiene clientes importantes. En total, treinta mil euros, y algunos dólares.