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Guardó la pistola bajo el sobaco, sin dejar de mirarme.

– ¿Me creería si le dijera que yo no…?

– No. ¿Dónde está Noelia?

Busqué con desesperación en la mochila y el grandote me miró con interés, como si fuera a sacar de ella a la tal Noelia. Le alcancé el sobre de cuero con mi pasaporte y el pasaje de avión.

– ¿Ve que no le miento? Yo estoy de paso, nomás, no sé dónde está Noelia…

Él estudió el pasaporte con cara de experto en falsificaciones pero me di cuenta de que lo sostenía al revés.

– Buenos Aires… -comentó soñador mientras se guardaba el sobre en el bolsillo del traje-. Siempre quise conocer Brasil. Esto me lo quedo, para que no se te ocurra escaparte. Te estaremos vigilando. No nos verás. Pero si tratas de huir o haces algo raro… -Me apuntó con un índice del tamaño de una mortadela y bajó un pulgar que bien podría haber sido un jamón mediano-: Pum.

Se fue y tuve que abrir las ventanas.

Me pareció que el aire olía a pólvora.

Un jamón calibre 45.

Fumé un cigarrillo y busqué la botella de bourbon en la mochila. Le di un trago y estaba caliente, pero me despabiló. Me dolía la boca y necesitaba pensar. Lo más lógico era salir volando de ahí. Pero sin documentos no iba a ir muy lejos. Además, había dicho que me vigilaban. ¿Quiénes? Busqué hielo y un vaso en la cocina y lo llené hasta el borde. Me lo tomé en tres sorbos y pensé que eran los días que me quedaban de vida.

Me acerqué a la ventana. El tipo estaba plantado en la esquina, mirando a la puerta del edificio. En algún momento tendría que ir a comer o al baño. Lo relevaría algún cómplice que no me había visto tan de cerca. Sospeché que estaba un poco borracho cuando pensé en buscar ropa en el armario y disfrazarme de mujer. Con mi barba, no iba a resultar muy discreto.

Empecé a temblar y no pude parar.

Aquello tenía que ser una broma, pero ¿de quién? Me toqué la cara dolorida y no era una broma; ese gigante amable iba a mandarme a ver crecer los rabanitos desde abajo si no encontraba en tres días a una mina que no había visto en mi puta vida. Parecía el argumento de esas novelas policiales que tanto había leído, las mismas que soñaba con escribir cuando todavía soñaba con algo. Para concentrarme encendí mi ipod clónico y chino, me puse los auriculares y le di al botón. En mis oídos retumbó la sentencia de Serú Girán:

«Se acabó, se acabó ese juego, se acabó ese juego que te hacía feliz».

Y Charly García acertaba a medias: estaba claro que mi juego se acababa, pero no tanto que me hubiera hecho feliz.

De repente encontré la solución: el flaco que me había prestado la casa de Noelia. Tenía que localizarlo y que él lo aclararse todo. Para celebrarlo me serví otro trago. Claro que si Noelia estaba metida en quilombos con gente como el Jamón Calibre 45, su amigo no me iba a decir dónde estaba. A lo mejor, si me hacía el gil cuando hablara con el flaco, o me inventaba algo para que me contara dónde encontrarla y pasarle los datos al grandote…

¿Podía yo ser tan hijo de puta como para traicionar a la pobre Noelia?

¿Llegaría Noelia a perdonarme alguna vez?

¿Quién mierda era Noelia?

Grandes enigmas de la historia de la humanidad, que solo podían resolverse aplicando una inteligencia aguda como la mía y otro poco de bourbon. Fui hasta la cocina rebotando en las paredes del pasillo y entonces me di cuenta: no sabía cómo localizar al flaco, y ni siquiera me acordaba de su nombre. Lo había conocido hacía unas semanas en los Diablos Azules de la calle Apodaca y después de cuatro o cinco borracheras poéticas nos habíamos vuelto como hermanos. Y a tu hermano no se te ocurre preguntarle cómo se llama, ¿no?

Me acordé de que en alguna parte guardaba un papel con su teléfono, para comunicarnos si había algún problema en el piso. Con la serenidad de un tipo acostumbrado al peligro, volqué la mochila y los bolsos en la alfombra y revolví frenéticamente mis cosas, hasta que encontré el papelito. Las letras bailaban un tango enrevesado y tuve que esperar a que sonaran los acordes finales para comprobar que mi salvador se llamaba José a secas. Marqué el número, pero la operadora me dijo que no existía. Conté las cifras y me pareció que me sobraba una. Tuve una visión del momento en el que él había escrito eso y estábamos bastante borrachos. Tanto como para haberlo anotado mal.

Me puse otro bourbon y lloré un poco.

Mi experiencia en situaciones violentas no pasaba de media docena de peleas en bares, que casi nunca había ganado, y algún novio celoso con o sin motivos. Había leído mucho, eso sí: todo Chandler, Hammett, Vázquez Montalbán y Juan Madrid, del que hacía poco me había enterado de que no era un seudónimo sino su verdadero nombre. Tanta cultura tenía que servirme para algo. Lo único que había que hacer era pensar y ponerle más hielo a mi vaso. Fijo que el grandote no era candidato al Nobel y a lo mejor lo podía despistar. Pero había hablado en plural y no sabía cuántos eran.

¿Y si llamaba a la policía? No tenía ninguna prueba de que me había amenazado, ni forma de explicar qué carajo hacía en esa casa. Apestaba a alcohol y cada vez que veía un uniforme se me aceleraba el corazón, convencido de que yo no tenía cara de sospechoso, sino de culpable. Aunque no hubiera hecho nada. Descarté la policía.

A lo mejor si llamaba a algún amigo… Pero yo no tenía amigos, apenas compañeros de copas de los que no sabía el nombre ni el teléfono, por culpa de mi vieja enemistad con los teléfonos móviles desde que leí Fahrenheit 451. Descartados los amigos.

¿Y si llamaba a la gallega? Seguro que convencía a su nuevo novio africano y se presentaba abajo con una docena de watusis, con lanzas y todo. Lo pensé mejor: no iba a funcionar. La gallega me odiaba y hasta donde podía recordar, mi suplente no era un guerrero masái, sino un sociólogo emigrado. Los sociólogos no asustan a nadie. Aunque lleven lanzas.

Estaba claro que tenía dos opciones y no me convencía ninguna: tratar de escapar, incluso sin pasaporte, o esperar a ver qué pasaba.

– Seamos serios, Nicolás -me dije-. Que para algo uno tiene una educación universitaria. Hay que recurrir a un método racional.

Busqué una moneda en el vaquero. Aproveché el viaje para servirme más bourbon.

Si salía cara, intentaba escaparme; si no, buscaba a la tal Noelia, aunque no tenía ni la menor idea de dónde carajo podía estar.

Tiré la moneda al aire y rebotó en el borde de la ventana, cayó a la calle y rodó hasta los pies de mi Jamón Calibre 45. Se agachó a recogerla y cuando me vio repitió el gesto con los dedos.

Pum.

Me fui dando tumbos hasta el salón.

Estaba casi borracho, al borde del llanto y medio muerto de sueño.

Decidí hacer las cosas completas por una vez en mi vida: me emborraché del todo, lloré un buen rato y me quedé dormido como un tronco, mientras en mi cabeza bailaban un malambo media docena de planes infalibles para huir. No había drama: cuando descansara un poco, todo iba a ser fácil, muy fácil, como en las novelas.

No fue tan fácil.

Tardé años en decidirme a contar esta historia, y lo hago ahora, cuando ya mi acento argentino se ha fundido con el vocabulario español, lo que me permite reconocerme al mismo tiempo como un reverendo pelotudo y un grandísimo gilipollas por no haberme marchado esa misma tarde del piso de Noelia.

Después me preguntaría mil veces por qué no lo hice, y en cada examen me di una respuesta diferente que trataba de exonerarme de lo que pasó.

Pero no hay coartada moral que alcance para perdonarme tantos muertos.

No me quedé, como habría hecho un detective de novela, para conocer la verdad.

La verdad me importaba un carajo.

La verdad, lo aprendería en seguida, era un coño.

Tampoco me quedé para salvar a la tal Noelia de un peligro seguro.

Me quedé por culpa de una boca.

Una boca que también era la verdad.