– ¿Qué?
– Que te felicito por la primicia.
En el metro, los pocos pasajeros que paseaban sudores en espera del tren parecían zombis recientes. Salimos a la superficie. El aire espeso nos impedía avanzar con rapidez. Entramos en un restaurante vacío de clientes y de rumores. Estaba fresco. Jamón 45 se sentó en la otra punta del local. El camarero lo atendió primero: su tamaño anunciaba una factura suculenta. Después consiguió llegar hasta nosotros. Tenía la cara arrugada, como si le hubieran cambiado la piel por una tres números más grande. Y de segunda mano.
Pedimos cinco ensaladas distintas. Nina estaba en plena etapa vegetariana y no hubo negociación posible.
– ¿De qué va tu novela? -preguntó.
– ¿Quién te dijo que estoy escribiendo una novela?
– El día que conozca a un periodista que no amenace con la gran novela de la década, me meto a monja -dijo arrugando la nariz.
– Tengo varias historias empezadas, pero la que más me gusta trata de un pueblo que ha perdido las palabras a fuerza de usarlas sin pensar, y de un viejo con dos memorias, una para lo que fue y otra para la que hubiera querido ser. ¡Ah!, y de cómo el ser humano, por más que tenga segundas oportunidades, termina por cagarlo todo.
– Prometedor -suspiró.
– Ahá. ¿Y tú?
– No hay mucho. Casada, descasada, esas cosas. Un bufete en Lavapiés que antes compartía con Noelia, pero casi no nos veíamos…
– ¿Y eso?
– Método europeo. Trabajábamos seis meses cada una. La sociedad perfecta. Durante medio año yo era una abogada que arrastraba montañas de papeles y los otros seis meses los dedicaba a mi ego: viajar, teatro o formar pareja. Un buen método, deberías probarlo.
– Ya lo hice, una vez, cuando estudiaba. Alquilaba una habitación a medias con otro tipo. Yo trabajaba de noche, como conserje de un hotelucho, y dormía de día. La almohada era como una antorcha olímpica y sudada: la dejaba él y empezaba mi turno. Un asco.
– Los pobres lo pintáis todo muy negro.
– En algunos lugares no se consigue otro tono, nenita. No todos nacemos en cuna de oro y con un criado inglés para que nos limpie el culo con seda natural.
Mientras hablaba, supe que aquello no tenía sentido. Ahí estaba, en una fonda perdida de un Madrid abandonado, soltándole un discurso social a una hembra deliciosa a la que planeaba volver a desnudar antes de la noche. Y a cinco metros, el hombre que me evitaría el agobio de otro lunes, de todos los lunes, atacaba su tercer entrecot. No podía pasarme a mí.
– No te enfades -dijo-. Me gusta ir de cínica por la vida. Pero no soy una tía muy borde. Y tengo un polvo excelente. ¿O no?
– Eso sí.
– Además -sonrió-, intentaré ayudarte. Pero no te prometo nada. Noelia igual puede estar una aldea andaluza practicando vida silvestre que tirándose moros en un hotel de cinco estrellas de Casablanca.
El camarero nos ofreció el postre. Nina negó con la cabeza.
– Café. Solo. Doble -telegrafié-. ¿Tiene helados?
El tipo pensó un rato y después hizo que sí con la cabeza con tanto cuidado como si tuviera el cuello de papel.
– Llévele una gran copa de limón y chocolate al señor de aquella mesa.
Seguí con la mirada la odisea del camarero para llevarle el helado a mi Jamón Calibre 45. Como imaginé, cuando llegó, el helado estaba medio derretido y la mezcla tenía el mismo color que su traje. Cruzaron unas palabras y el gigante me miró. Imité su gesto con el índice y el pulgar y le guiñé un ojo.
Por un momento, me pareció que una luz de inteligencia brillaba en sus ojos.
Pero después comprobé que era el reflejo de un coche que pasaba por la calle.
Volvimos por una peatonal intrincada y estrecha, rodeada de edificios que ya eran viejos cuando Cervantes tenía los dos brazos. Por algún milagro, corría un viento frío que me intrigó.
– Todas estas vueltas -dijo Nina-, encauzan el viento y mantienen fresca la calle. En Marruecos he visto construcciones parecidas.
– ¿A Noelia también le gusta viajar?
– Por épocas. Hubo un tiempo en que metía algo de ropa en una bolsa, sus tarjetas de crédito, y se subía en el primer avión que veía. Yo la llevaba a Barajas y ella elegía el destino en el aeropuerto.
Deprimido, me senté en el umbral de una puerta enorme. Veinte metros más atrás, el Jamón Calibre 45 me imitó. Nina flotó hasta depositar su culo en el cemento fresco. Dobló las rodillas bajo el mentón y me miró como a una mascota gruñona. Suspiré.
– De modo que puede estar en cualquier parte del mundo. Y yo tengo hasta el lunes para encontrarla.
– No te desanimes. Dije que te ayudaría, ¿recuerdas? Pero antes tenemos que quitarnos de encima a tu sombra.
– Eso se dice fácil, pero ¿cómo?
Sonrió con aire perverso.
– Podría tirármelo. Así ganarías tiempo.
– No mucho. Tiene cara de eyaculador precoz. Además, si lo que querés es acostarte con cualquier cosa que lleve pantalones, no me necesitás como excusa.
– ¡Bobo! -rio-. Los sudacas sois tan machistas como los españoles: dejas que te bajen las bragas y ya se creen dueños de todos tus orgasmos.
– A vos no tuve que bajártelas: no las llevabas puestas.
– Si quieres, me las quito -desafió.
– No te atreverías -dije por inercia, pero sabía que sí se atrevería.
Se levantó a medias, como para acomodar su vestido. Un gesto casual y veloz. Volvió a sentarse y estiró las piernas, siguiendo el movimiento con las manos. Luego las juntó cerradas sobre el pecho y las separó para mostrarme un tanga blanco y enano. El Jamón no había notado nada. Tampoco daba muestras de indignación la vieja que aburría unas agujas de tejer tres puertas más abajo y a pleno sol, como si el verano fuera solo otra mentira del Gobierno.
Nina me tiró la cosita blanca a la cara y se recostó contra la pared. Abrió un poco las piernas, para que comprobara que lo que tenía en las manos ya no estaba bajo su vestido. A pesar de la frescura de la calle, tuve calor. Ladeó la cabeza y movió su mano frente a mi cara.
– ¡Hola! ¿En qué piensas mientras me devoras el coño con la mirada?
– En cómo será el de Noelia -suspiré-: Rojizo como un atardecer…
– ¡Ya te daré yo atardecer, vicioso! -Me pegó con el bolso-: Cuando acabe contigo, no tendrás fuerza para pensar en pelirrojas.
Nos levantamos. Guardé el tanga en el vaquero. Miré hacia atrás. El gran bulto limón y chocolate seguía derrumbado en el portal. Su pecho subía y bajaba con regularidad.
– Parece un niño -comentó Nina.
Se llevó dos dedos a la boca y silbó.
Despertó sobresaltado. Miró hacia donde estábamos antes y se alarmó.
Nina silbó otra vez. Por fin nos vio.
– Tenemos que seguir, señor -dijo ella con educación-. ¿Quiere que esperemos mientras se despereza?
– No, gracias -contestó. Y parecía realmente agradecido.
– No sé a cuánta gente habrá seguido antes -comentó Nina mientras nos alejábamos-, pero juraría que nunca tuvo presas tan consideradas.
– Podés apostar lo que quieras -dije-. Incluso mi vida.
5
Nina decidió que instaláramos nuestro «cuartel general» en casa de Noelia. Por el camino entramos en un supermercado para comprar provisiones. El grandote dudó un poco y después entró detrás de mí, silbando. Ella empezó a meter cosas en un carrito ante la mirada oriental y aburrida del viejo chino que estaba en la caja. Yo me limitaba a seguirla. Me dijo que eligiera lo que quisiera y me mostró la Visa. Elegí dos botellas de bourbon, una de vodka y otra de ron negro.
– Deberías patentar tu dieta -dijo.
El grandote dudaba entre comprarse un delantal de cocina de tela plástica estampada y otro blanco con la palabra «chef» en la pechera. Se quedó con el estampado. Sorprendió mi mirada y aprobé su elección con un gesto. Cuando fuimos a pagar, el chino casi nos traga a los tres en un bostezo y mientras llenaba las bolsas de provisiones pensé que nos preparábamos para un largo asedio.