– ¡Gélida! -exclamó triunfante Serrano desde la piscina-. ¿Ve cómo hay rimas para Élida?
– Y muy románticas, sobre todo. Oiga una cosa: ¿Y si le escribe un poema suyo, no una mierda comprada a un farsante cansado? Haga la prueba…
Se acodó en el borde de cemento y me miró desde abajo:
– No me tome el pelo, Sotanovsky, que soy muy viejo para eso. ¿Cómo quiere que yo escriba un poema?
– Vamos a ver: ¿la quiere o no?
– Yo… eh, me da vergüenza. Sí, qué coño. Pero…
– Pero nada, Serrano. No es cosa de palabras, sino de cosquillas en la barriga, calor en las orejas, y esa certeza de que uno es un idiota suspirante cuando piensa en ella, pero un idiota único en el mundo. No se trata de que rime «pasión» con «corazón», sino de que le diga eso que le cruza la frente con vuelo ligero cuando entre un paso y otro lo sorprende el recuerdo de una sonrisa de ella, una caricia de ella, una teta de ella…
– No se pase, oiga.
– … cualquier cosa de ella, que es especial solo para usted y no me venga con que no le pasan esas cosas. Es como una enfermedad, Serrano, pero jodidamente linda, una debilidad del espejo que nos inventamos de duros autosuficientes y viriles, y que se va a la mierda por la imagen de un gesto, un cruce de piernas, un tacto de la piel de ella. Es sentir que una lágrima sin motivo se hamaca del ojo para adentro y lo peor es que no tiene ganas de llorar pero se emociona y se le escapa sin razones. O por muchas razones.
Me miraba enternecido.
– ¿Todo eso le pasa a usted con Nina?
No supe qué decir ni tuve ocasión, porque ella apareció en ese momento y se acercó a nosotros con una mirada desconocida, incómoda.
Pensé que «no, que por favor no, que mejor trampa boba pero eficaz de la pelirroja, que mejor traición de la otra Lidia, que al fin y al cabo era una desconocida, que mejor cualquier explicación para lo del zoco, pero por favor, Nina no, más mentiras no».
Se detuvo a casi dos metros, dibujando un triángulo con el camino de sus ojos, de Serrano a mí, de mí a sus sandalias y otra vez a Serrano y a mí. Quise levantarme de un salto y pegarle para que no pudiera hablar, para evitarle y evitarme la certeza de una mentira que esta vez no me iba a creer. Eso o poner en escena la ironía, civilizados todos -Serrano un poco menos-, fingiendo que fingíamos recitar nuestros papeles pensando en otra cosa, rodearnos sin apuro porque los dos sabíamos que ella mentiría una excusa y yo haría como que me la creo y ahora una de vaqueros, por favor querida, una de extraterrestres que te secuestran y te obligan a mandarme al matadero, un hipnotizador de finos retorcidos y villanescos bigotes y sombrero de copa a juego con capa negra con forro rojo y remendado, un desfasado espía ruso con gabardina y gorro siberiano inyectándote el suero de la verdad, algo absurdo pero más original que aparentar que no ha pasado nada cuando sabemos, mi amor, que ha pasado.
Me miró sin parpadear y dijo con rabia, como si yo tuviera la culpa:
– Noelia ha muerto. Ayer, en Marrakech. Apuñalada.
No estaba preparado para eso. Serrano tampoco.
– ¡Cagonlaputa! -dijo. Y se sumergió en el agua.
Nina tembló un poco, pero no lloró en seguida. Habló como en sueños de la encerrona en una calle cualquiera, de la escasa imaginación de la policía marroquí que reducía todo a un robo, de sus instrucciones telefónicas para la repatriación del cadáver a tierras catalanas. Después calló. Le alcancé mi vaso de vodka y lo vació de un trago. Me levanté y la abracé con la misma fuerza que un minuto antes le hubiera pegado. Sollozó en silencio y después lloró con miedo, con alivio, con pena y con rabia.
– ¡La muy gilipollas! -moqueó-. Tan lista que era, tan previsora, hacerse matar en un callejón de mierda, qué falta de clase.
Después de un rato se serenó y dijo con determinación:
– Hay que irse de aquí, Nico. Si la encontraron a ella, no tardarán en llegar hasta nosotros.
– Eso depende de que tengan pasta para el taxi -terció Jamón.
Nos miramos y empezamos a reír a carcajadas nerviosas y convulsas, risa sin alegría pero con ferocidad. Nina nos miraba sin entender y a mí me dolía la barriga de tanto reírme.
– No entiendo una mierda -protestó.
– ¡Una mierda de burro! -coreamos nosotros.
Se despatarró en la silla y nos estudiaba con desconfianza mientras la risa se fue apagando y Serrano le contó de la emboscada en el zoco y de mi heroica táctica de escapar gritando «Maradona, Maradona» y de mis proyectiles de bosta de burro. Y del poema y del taxi. Contado en frío no tenía tanta gracia y la única imagen que me vino a la memoria fue la de las navajas de los matones, mis ojos mareados de tanto callejón y la sombra imposible de Silvestre escurriéndose por una esquina.
Me asusté.
Me asusté de verdad y sin prejuicios.
Empecé a temblar y tuve tanto miedo como nunca antes en mi vida.
– ¿Qué te pasa? -preguntó ella.
– Que me planto. Basta para mí. Son buenas y no quiero retruco. No sirvo para guapo de tango ni tengo capital para comprarme una esquina ni el farolito de la calle en que nací. Me voy, escapo, huyo y usted, Serrano, si me quiere disparar por la espalda, apunte bien, que tiene una sola bala.
Fui hasta la habitación y metí de mala manera mi ropa en la mochila. Me puse el vaquero y una camisa, me cagué en la madre que parió a mi zapatilla izquierda que se negaba a aparecer, y cuando ya pensaba en escapar saltando en una pata, Nina me la alcanzó.
– No es indigno tener miedo, Nico. Nos ocurre a todos.
– Gracias. Ahora además de cobarde, me siento adocenado. ¿Me prendés un cigarrillo? Yo no puedo con estos temblores.
Se acercó y me besó en los labios.
– Mi niño bueno y charlatán, mi ocurrente escritor de las vidas de otros. ¿Ahora entiendes que esto no es un juego?
– Ahora entiendo que no entiendo un carajo, nena. Pero de repente me acordé de que le tengo un poco de cariño a mi piel, extraño un montón mi país y antes de salir me dejé la leche en el fuego. ¿Venís conmigo hasta Ceuta o preferís aprovechar la noche de hotel que ya has pagado?
– Voy. Pero, por favor, espérame en la recepción. Me gustabas más cuando querías saber, Nicolás. Si abandonas ahora, vivirás siempre con la duda.
– Llevo varios días durmiendo con una. -Le pasé un dedo cuello abajo, hasta la unión de los pechos-. Y por buena que esté, una duda es siempre una mentira que no miramos bien. Te espero afuera.
Cuando salí del bungalow, Serrano estaba apoyado contra la pared, ridículamente grave con sus enormes bermudas floreadas.
– Yo nunca le hubiera disparado por la espalda, Nicolás.
– Es un consuelo, Serrano. Cuando le lea los poemas a su viuda, dígale que tuvo un casi amigo que no quería ser un gato de ministro, pero al final aflojó.
Evité mirarlo a los ojos y seguí el caminito de piedras hacia la recepción.
37
Hablamos poco durante el viaje. Una vez que el ferry salió del puerto de Ceuta, me dediqué a vagar por el barco, alejándome de la gente como si oliera mal y me diera vergüenza que alguien lo notara.
Serrano mantuvo su aire ofendido y Nina intentó de manera intermitente entablar conversación. Me encontró en el bar del barco y se sentó a mi lado. Me dio dos cajas de puros. Dos cajas alargadas, de madera, envueltas en celofán.
– Para ti. Regalo de despedida. Espero que te gusten, son de lo mejor que tenían aquí.
Jugué con el celofán de una caja. Acabaría por abrirla, aunque no los fumara, aunque así el tabaco se humedeciera antes de tiempo. Era la historia de mi vida.