Выбрать главу

– Gracias.

Suspiró.

– Te comprendo. Es para acojonarse, Nicolás. -Me acarició el pelo de la nuca, que pronto empezaría a caer lentamente, inexorable-. No pasa nada, cielo, me voy contigo a tu país o adonde quieras. Tengo algo de dinero y no te pido nada: nos quitamos de este follón, paseamos un tiempo y si después no marcha, cada uno por su camino, ¿vale?

Enganché el dedo en la tirita de plástico dorado que cruzaba la caja como una frontera de algo y tiré sin querer.

– A la cola, Nina. Seré un cobarde de mierda, pero estamos de moda y ya tengo ofertas parecidas…

– Lidia, era previsible. ¿Vas a aceptar?

El celofán se rasgó limpiamente. Abrí la caja y aspiré el olor de los puros, perfume de otras costas y otras tormentas.

– Voy a escapar de todo y de todas. Voy a volver a qué, a buscarme el buen trabajo que merezco, a engordar un poquito junto a una mujer ordenada y previsible, a engañarla cuando me entren las dudas y los años, a vivir con reloj y calendario y a comprarme un gato negro con manchas blancas en las patas y la barriga. Y voy a castrarlo, para no ser el único en casa. ¿Conforme?

Se fue sin decir nada, asintiendo apenas con la cabeza. Yo le quité el celofán a la otra caja por el mismo motivo que hacía tantas cosas sin sentido; como el escorpión de la fábula, que pica al pato en mitad del río aun sabiendo que morirá también: estaba en mi naturaleza.

Subí a la cubierta del barco y fumé un puro detrás de otro, bebí cerveza aunque no me gusta y cuando fui a mear evité los pequeños espejos amarillentos. Volví a cubierta y la noche seguía indecisa al otro lado del agua.

Cuando el barco atracó, Nina se expuso otra vez a mi impertinencia, me agarró de la mano y me llevó al todoterreno que esperaba en la bodega.

– Tienes tus cosas en casa de Noelia, ¿recuerdas?

– Pocas cosas -dije-. Una foto con una cara de mujer que se borra en cada beso que le doy a otra y una bailarina que danza Para Elisa con una sola pierna. No sé si vale la pena.

Pero subí al coche. Cuando bajamos la rampa del ferry y empezamos a salir del puerto, vi a Jamón que subía a un taxi. Él también nos vio. Hizo un gesto que podía significar cualquier cosa y cerró la puerta.

Nina dijo que necesitaba pensar y que si me molestaba que volviéramos en el coche. Dije que me daba igual. Empezó a tragar asfalto rumbo a Madrid.

Paramos tres o cuatro veces a tomar café. Ella asumía mis silencios malignos con resignación, o simplemente los ignoraba. Y cuando tenía ganas de hablar, hablaba.

– No todo el mundo sirve para eso -dijo.

– Para qué.

– Para castrar gatos y personas. No te va.

– Aprenderé. Todo es cuestión de práctica.

– ¿Sabes qué? -Se enojó-. La verdad es que eres un cabrón presumido que siempre se ha creído gran cosa, un personaje de novela cutre disfrazada de alegato contra la mediocridad. Pero la verdad es que te has pasado la vida buscando una excusa para rendirte y ahora la has encontrado. Esa es la verdad.

– La verdad es un coño, Nina. Tú me lo enseñaste.

– Y anda que no te ha dado gustito mi verdad. -Aflojó el pie del acelerador-. ¿Qué, hacemos una escala y nos pegamos el último revolcón?

– El último fue anoche. Y te pedí por favor. Ganaste. ¿Qué más querés?

Soltó un bufido, aceleró y el todoterreno pegó un salto hacia delante.

Nos acercábamos a Madrid cuando dijo:

– No estás dormido. Finges mal. Como dices tú, nunca mientas a un mentiroso.

Seguí con los ojos cerrados.

– Yo también estoy en peligro, ¿sabes? Porque en lugar de hacerme cómodamente a un lado y dejar que te machacaran, me quedé contigo, hice preguntas, crucé media España. ¿Eso no cuenta?

– Todo cuenta, mi amor. El que no cuenta soy yo. Y además, no te eches tantas flores, que en todo este tiempo sabías más que yo pero te callabas. -Abrí los ojos y la miré-. Alguien me metió en esta historia sin preguntarme, me han pegado, me han mentido, y unos mafiosos me han querido matar dos veces. Estoy hasta las pelotas de dar tumbos sin motivo. Y cuando estamos a punto de encontrar a Noelia, resulta que ya está muerta y ni siquiera puedo darme el gusto de mirarla a los ojos y preguntarle por qué yo. No me jodas, Nina, será una mierda de vida, pero me las arreglo muy bien para arruinarla yo solito.

Ya no hubo más charla y hasta dormí un rato. Cuando desperté, faltaba poco para el amanecer y estábamos frente a la casa de Noelia.

– ¿Bajamos los bolsos o qué? -preguntó muy seria.

– No hace falta. Recojo lo mío y me voy.

Subimos por la escalera a oscuras.

– ¿Dónde vas a dormir?

– En Barajas. Voy a ser el sudaca más madrugador del primer vuelo de Iberia que salga mañana.

Se detuvo antes de trepar el último tramo.

– Yo te quiero, Nicolás. En eso no te mentí. Vámonos juntos.

La abracé con ternura.

– A lo mejor yo también te quiero, piba. Pero me da miedo. Y mirá que sos linda, pedazo de piantada. Pero mejor lo dejamos así. Soy un coleccionista de naufragios cansado de remar, ¿sabés? Uno que pasa y se va, siempre se va.

– Qué romántico. Además de bromas, hace poemas -dijo una voz helada.

– Y muy buenos, jefe -dijo Jamón-. Tiene uno de…

– ¡No sea gilipollas, Serrano! -cortó El Muerto.

Se encendió la luz de la escalera y los vimos, tres metros más arriba, apuntándonos con dos pistolas.

– Suban.

Obedecimos sin protestar. Serrano estaba incómodo, pero le duraría todavía el enojo, porque me encañonaba con mano firme.

– Abran la puerta -ordenó El Muerto.

– Oiga, usted dijo hasta el viernes y hoy es… -reclamé sin entusiasmo.

– Se acabó la paciencia, sudaca. O me llevo lo mío ahora o…

– ¡O se espera hasta el viernes! -gritó Nina.

El Muerto se puso rígido y Serrano soltó un «coñoó» con voz queda. Miré hacia atrás y vi que Nina los apuntaba con la pistolita plateada que había visto días antes en su bolso. Me pregunté cómo había cruzado a Marruecos con ella, pero a esas alturas ya sabía que Nina tenía recursos de sobra.

– Nosotros somos dos -calculó El Muerto.

– Sé sumar -dijo Nina-. Pero también sé disparar, así que por lo menos a uno me lo cargo y sé quién será. Usted elije: o nos deja cumplir el plazo que le dio a este, o pone a prueba mi puntería.

El Muerto intentó asustarla con una mirada hueca, pero el pulso de Nina no temblaba y apuntaba directamente a su cabeza. Repitió dos veces el número de un teléfono móvil y le preguntó a El Muerto si lo recordaría.

– Yo no olvido -dijo él con un tono gélido que no impresionó a Nina.

– Ve bajando la escalera, Nicolás -ordenó ella-. Y no digas nada.

Me moví despacio, sin dejar de mirar a Serrano. Creo que nunca dije tantas cosas sin hablar.

– Hasta el viernes -concedió El Muerto-. Pero no creas que esto lo sacas gratis, putilla. Guarde la pipa, Serrano.

Nina los hizo retroceder hasta el final del pasillo y luego pasó corriendo a mi lado, escaleras abajo.

– ¡Mueve el culo, que nos fríen! -dijo al pasar.

Cuando llegamos a la calle, me dio la pistolita mientras abría el coche. Entré apuntando hacia el portal y aunque nadie nos siguió no bajé el arma durante un buen rato.

– Ya puedes descansar, Dillinger -dijo ella-. Además, creo que hay que quitarle el seguro, aunque no sé dónde puñetas está…

La miré boquiabierto. Temblaba de pies a cabeza. Paró el coche en una acera iluminada y empezó a llorar. Le pasé la mano por el pelo y la abracé hasta que dejó de temblar. Discutimos un rato sobre qué hacer y finalmente acepté ir a su casa. Si no la habían molestado hasta entonces, quizá no conocían la dirección. Además, señaló, ir a Barajas era entrar en la boca del lobo y en cuanto a un hotel, si había policías mezclados en el asunto, no tardarían en encontrarnos.