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Pensé que lo mismo podía pasar con su casa, pero no quise discutir. Estaba en deuda con ella, ya no me interesaba saber, y no quería pensar.

El departamento era parecido al de Noelia, pero en plan caótico. Comimos algo sin quitar la vista de la puerta y con la pistolita sobre la mesa. Nina buscó el manual y después de un rato descubrimos dónde estaba el seguro y cómo quitarlo.

– ¿Y vos? -pregunté.

– Voy a desaparecer una temporada -dijo-, hasta que el cadáver ese caiga o se canse. Y no te preocupes, que me iré sola. Dentro de un rato, cuando descansemos, elegimos el método. Creo que a ti te conviene ir en autobús hasta Málaga…

– ¿Otra vez?

– … y desde allí combinar un vuelo hasta tu tierra vía Londres o Roma. Yo igual me paso unas vacaciones en París o donde coño sea.

– Nina, yo…

– Déjalo, Nicolás. No me apetece tu gratitud si no puedo tener tu confianza.

No insistí y, cuando un rato después fue hacia el dormitorio, esperé un gesto de invitación que no llegó.

JUEVES

«Los días cantan la historia

del hombre al borde del hombre

los días cantan mañanas

los días no tienen miedo.»

FITO PÁEZ, La vida es una moneda

38

No pensaba emborracharme, no era necesario. Pero estaba a solas con mi cabeza y las preguntas amenazaban con su campaneo lejano de tren que viene y va a llegar. Pensé en escribirle a Nina una larga carta que pusiera en su lugar cada pieza del rompecabezas de mi corazón, pero sabía que los bordes no iban a coincidir y lo dejé. Un buen trago no recuerdo de qué y tampoco eso importaba. Cuando el sol estuviera alto y las calles sudorosas con algo de gente para fingirlas habitadas, cargaría mi mochila a la espalda y en cada baldosa dejaría caer un recuerdo de esa semana enloquecida. Como cuando eras pibe y el equilibrio del universo dependía de no pisar las baldosas rojas, y si el próximo coche en doblar la esquina no era azul, entonces el día sería un desastre; supersticiones simples que hacían girar la tierra, porque la tierra gira o eso decían las maestras y, a juzgar por todas sus otras mentiras, vaya uno a saber.

Vagué por la casa demorando un ojo en cada libro mientras el otro se negaba a coleccionar más imágenes de Nina que luego tendría que olvidar con dolor, porque el olvido es la más jodida disciplina cuando es urgente olvidar, borronear una cara inolvidable por puro instinto de supervivencia, hacerle trampa al rompecabezas con la tijera de una memoria obediente que viene moviendo la cola si la llamas y le das su hueso para roer, su recuerdo para desgastar, su golosina con pelusas traídas de un gastado bolsillo de la mente, su palmadita condescendiente que la perra memoria, domesticada para olvidar, agradece con perruna fidelidad, enfermedad de perros al fin y al cabo, que los hombres podemos ser agradecidos hijosdeputa egoístas egocéntricos y hasta decentes tres segundos por década, pero poco más. Muy poco más.

Nina tenía estanterías llenas de libros borrosos, más borrosos a cada trago que exprimía de la botella; borrosos cuadros sin marcos que les cuadricularan el paisaje; una borrosa foto de Nina y una pelirroja que se llamaba, ¡cómo mierda se llamaba la pelirroja?, «muy bien, Laika, ahí va otro hueso, Laika, mi estúpida canina y alegre Laika, qué poco te hace falta para ser feliz y qué gorda te vas a poner, perra memoria, con un amo que no hace más que tirarte recuerdos que roer y enterrar en los rincones más ocultos del sucio patio que habitamos mi cabeza y yo. Brindo por eso, ¿por qué?, por eso, ya sabés, por no acordarme del nombre borroso de la borrosa mujer que posa en la foto junto a…, no exageremos, Laika, perrita memoria dócil, que a Nina no se la olvida tan fácil, ojalá, ojalá que las hojas no te borren el cuerpo cuando caigan y no me acuerdo más, lo siento Silvio, pero esta jodida perra memoria tiene tanta práctica en enterrarme recuerdos duros como huesos, con su entusiasmo de rabo limpiaparabrisas, sonrisa tonta, ¿ríen los perros o es pura mueca, como mis besos, mis caricias, pura careta ahora sí ahora no, que uno se pone y se quita negando obstinado que siempre queda algo de la máscara dibujado en la cara y viceversa? Tan borracho no estoy, no, si he pensado dicho cantado al son de ¿cómo se llamaba la canción? dos palabras como obstinado y viceversa; si acaso un poco mareado, poca comida y mucho alcohol y ningún sueño nuevo y planchado que ponerme. Qué frío voy a tener dentro de un rato cuando me vaya sin pisar las baldosas rojas y dejando caer en cada una un pedacito de Nina, un pelo de Nina, un pezón de Nina». «Mejor parar, Nicolás», me dijo un tipo con voz de borracho, cara de borracho y de infeliz borracho pagado de sí mismo, pero pagado a crédito. «Andate a la mierda», le respondí, «quién te dio vela en este entierro, a quién le ganaste vos, de qué vas, o te creés mejor que yo, barbita; o es que pensás que tus llorones rezongos ahí al fondo, entre los huesos masticados que mal entierra mi perra memoria, te alcanzan como para Pilatos me lavo las manos y el que tiene la culpa es él o sea yo, y una mierda, que en este cuerpo vivimos los dos y si no te gusta, te mudás y chau».

Se retiró del espejo el tipo, con su jodida cara de te lo dije y casi se lleva mi botella pero no lo dejé, «que borrosa y todo, mi despedida del piso de Nina merecía un trago y la perra tenía sed de imágenes que olvidar. Una foto de una nena de trenzas negras y mirada pícara que igual es Ella. No, Ella era la otra, la que se fue o me fue, qué importa la diferencia, la que me puso, Laika, aquí, Laika, dónde mierda estás perra memoria, que me voy tropezando con huesos mal enterrados, en las puertas de un aeropuerto solo para demostrarme a ella que Ella no era tan definitiva y que no me iba a quedar a esperar que volviera, a buscarla para que volviera, y ahora qué, si me querés te gastás el orgullo en una carta a lista de Correos en Madrid, nada de correos electrónicos, que igual cuando llega no me encuentra porque no sé si Madrid o Portugal, ¿por qué no París?, aunque uno no sepa tocar la quena o rascar el charango, en París se pueden vender poemas en la boca del metro, que al fin y al cabo, dijo Ella, dije yo o dijo Laika, perra memoria, al fin y al cabo, un poema es una mentira que suena bien, algo que ponerse, mercancía si se vende y yo me había pasado la vida vendiendo mentiras. Eso lo dijo Ella, ¿Laika?, dónde estás cuando más te necesito, cuando los huesos me ahogan y son tantos y Ella no escribió en todo este tiempo, no escribió, Laika, perrita memoria, solo este hueso, que siempre me lo enterrás para el carajo y tropiezo con él cuando salgo al patio y me caigo y me lastimo porque cómo lastima el hueso de Ella y siempre vuelve a salir, siempre me espera puntualmente a la salida, nunca a la entrada del Correo, cada viernes voy, sabiendo que hoy tampoco y me miento que es solo una costumbre excéntrica de un tipo que nunca escribe cartas y sin embargo espera. Vacía. Alguna otra botella tiene que tener Nina, esta despedida merece un brindis de lo que sea, es el gesto que quema garganta abajo, cabeza arriba, por todo el patio lleno de huesos que bien mirado parece un cementerio. Anís. No, que hasta para esto de regar el patio tiene uno sus preferencias. Coñac. Si no hay más remedio, pero hay remedio, un whisky de nombre raro y etiqueta desconocida que resulta ser bourbon y yo sin saberlo, todo conocimiento es limitado, todo dolor acaba alguna vez. Lo malo es que después viene uno nuevo y la puta de Laika que no aparece. Piedritas. Son piedritas que Nina ha coleccionado. No, no son piedritas, son gatitos minúsculos de cerámica, barro o yo qué sé, tamaños, formas y colores variados pero siempre la insultante media sonrisa del gato que nada tiene que ver con la del perro que ríe para mí, los gatos, los putos jodidos gatos que se mueven o soy yo, los gatos se ríen de mí. A la mierda los gatos y su sonrisa, si los doy vuelta los pongo de espaldas de cara a la pared castigados por reírse del señor, señor… ¡Laika, cuidado con lo que enterrás, carajo, mi nombre no! Son un montón de gatos y uno se le parece pero no es tan flaco y se le parece, se llamaba, ¿cómo se llamaba? Ah, Laika, perversa, cuando se trata de tus odios ancestrales sí que le das a las patas, entierra que te entierra, pero te voy a joder porque no me acuerdo cómo se llamaba el gato pero sí que no quería ser un gato de ministro, eso seguro. Este encuentro merece un trago, Silvestre, ¿ves como yo también sé desenterrar, perrita memoria? Lo malo es que ya no hay palabras, Silvestre, apenas una sonrisa igual a la de los otros gatos de cerámica, barro o lo que sea, pero la tuya duele, porque los dos sabemos de qué te reís. Y prometo que no tengo intención de dejarte caer, solo acercarte al oído, a ver si me das bajito un consejo de callejón que me sirva para este viaje, pero no hay consejos y juro que no te tiro a la alfombra con rabia, Silvestre, que no te pateo contra el sofá por despecho, que no. Lo siento, Silvestre, hasta borracho miento. Pero también sé pedir perdón y ya mismo, aunque todo se mueva, te levanto del suelo y te devuelvo a tu sitio, ahora me agacho con el estómago en la garganta y el cerebro empujando por escaparse desde mis orejas, ahora la alfombra se mueve como un terremoto mudo y sin embargo, Silvestre, lo más parecido a un amigo que he tenido en tanto tiempo, te busco a gatas, gato al fin y al cabo, por el territorio pastoso de la alfombra, te sigo el rastro debajo del sofá y me acerco para rescatarte de ese exilio oscuro y pelusiento».