Выбрать главу

Y no ir era matar a Nina.

Busqué una de las monedas franquistas en el bolsillo y la tiré al aire con furia.

Giró y giró hasta casi rozar el techo.

Cayó en mi mano y su peso redondo, en el centro exacto de la palma abierta sin ganas, me sorprendió tanto que la enjaulé entre los dedos apretados.

Que recordara, era la primera vez en mi vida que tiraba una moneda y tenía la ocasión de conocer su veredicto. No estaba preparado para eso.

«Si es cara, voy a cambiarme por ella aunque sea una boludez», pensé.

«Si no, me subo al primer avión aunque sea en el ala.»

Miré fijamente la mano, como si pudiera ver a través de los dedos cerrados, como Superman o como el desgraciado protagonista de una de mis novelas inconclusas. No podía.

«Si es cara, voy al matadero», pensé.

«Si no, me voy a otra muerte igual de inútil, pero más lenta.»

Tiré la moneda por la ventana, guardé la pistolita en la mochila, me la colgué de los hombros y antes de salir me calcé el móvil en la cintura.

A esa altura de mi vida, no iba a dejar que un dictador muerto de viejo o un águila reaccionaria decidieran por mí.

Si había algo que yo sabía hacer por mi cuenta era equivocarme.

40

En algún país de mi continente, en Colombia o Venezuela creo, hay una tradición que dice que los muertos, antes del viaje final, salen a recoger su vida, la revisitan a modo de despedida, la guardan en una bolsa y entonces mueren en paz. Yo no tenía mucho que hacer hasta que El Muerto me llamara, y sabía que antes de verlo me quedaban cosas que recoger.

Pocas, pero me quedaban.

Cada cual tiene sus ritos sin sentido, y yo tenía el mío.

No era el día adecuado, pero pensé que el viernes, a una noche de distancia, me quedaba demasiado lejos.

Caminé hasta Correos cargando la mochila y mi miedo.

Pesaban mucho. Por el camino encontré algunos turistas a medio derretir bajo el sol de mediodía y madrileños castigados a quedarse en agosto, que miraban con rencor mi mochila, suponiéndome un viaje sin horarios ni corbata. Y tenían razón: el viaje más largo de mi vida y sin pasaje de vuelta.

Entré esquivando huesos de mis recuerdos pelados, pero tomando nota de su posición para recogerlos a la salida, después del último ritual estéril. Antes de llegar al mostrador, mi presencia despertó cierta atención entre los empleados aburridos. Después de seis meses de acudir puntualmente a la cita y sin recibir nunca una carta, ya era una especie de leyenda entre el personal.

Tardaron en atenderme aunque me vieron llegar desde lejos. Estaban reunidos y me miraban ocasionalmente mientras hablaban en voz baja, ignorando a la gente que esperaba en el mostrador. La verdad es que siempre la ignoraban, pero ese día era distinto: estaban decidiendo algo.

Conocía borrosamente sus caras, a fuerza de oírles decir casi con pena cada viernes a la misma hora «no ha llegado nada para usted».

Por fin se decidieron y avanzaron directamente hacia mí en comitiva encabezada por el más viejo, que sería el jefe de la sección.

Sonreían.

– Hoy, sí -dijo el viejo.

Y los otros asentían felices.

Me dio dos sobres y declaró redundante, al borde del llanto emocionado:

– Y son dos.

Uno tenía la letra inconfundible de Lidia, pero tardé en reconocerla, aunque el remitente era correcto, correctos el nombre y los apellidos. Había algo urgente en esa letra, algo rabioso. Como si la misma letra hubiera sido trazada por dos manos diferentes, irreconciliables.

Era un sobre grueso y cuadrado, despachado el día anterior. Lo palpé y reconocí la forma de un estuche de cedé.

El otro sobre era casi igual de grueso pero contenía folios y venía lastimado de matasellos y transbordos.

Venía de la Argentina.

Era de Ella.

Lo miré sobre el mostrador, sin tocarlo, como si pudiera deshacerse, un hueso prehistórico y valioso. Cada curva de la letra era el eco de una caricia que tenía un lugar en mi cuerpo, un hueco para nombrar un vacío, una respuesta. Con los dedos sin peso, seguí el nombre, que era el mío, como si fuera el de otro al que iba a envidiar para siempre. Lo di vuelta con cuidado y seguí el nombre, que era el de Ella, como si fuera el tramo final de un camino muy largo, la entrada a un valle fértil después de tanto desierto.

Entonces advertí el silencio quebradizo a mi alrededor. Los empleados seguían ahí, recogiendo cada gesto, esperando.

– ¿Dónde hay que firmar? -pregunté.

El viejo me alcanzó una planilla salpicada de firmas. Marco dos cruces. Firmé al lado de una y le devolví la planilla y la carta de Ella.

– ¿Esta no?

– No es para mí -dije convencido.

– Pero… El nombre coincide.

– No soy ese Nicolás Sotanovsky. Ya no.

Le di la mano, saludé con la cabeza a los demás, y salí de Correos.

En la escalera no tropecé con ningún hueso.

41

Caminaba por la calle, despreciando la supuesta seguridad cuadriculada de las aceras. El sol vertical me negaba la sombra y mi sombra se dejaba. Caminaba despacio, porque no tenía tiempo. Y tiempo era lo único que me sobraba en mi último día de vida.

Me arrepentí de no haber devuelto también el sobre de Lidia, pero me intrigaba. En el cedé no había ninguna nota aclaratoria.

¿Cuál de las dos Lidias habría grabado el mensaje, cuál habría pagado el franqueo, de qué prostitución habrían salido las monedas para enviar ese paquete que ni esperaba ni quería; del puteo autodestructivo y secreto de la nueva Lidia, que no acaba de entender, o del otro, mejor considerado pero igual de mercantilista, del puteo de redacción y mensajes adecuados a la línea editorial de la empresa, sí señor, no señor, pues entonces quién lo tiene, el periodístico puteo de las medias verdades en papel prensa que yo conocía tan bien?

El sol no se movía y todavía me quedaba algo que hacer para despedirme de mi vida reciente. Pero no sabía si quería hacerlo, si me convenía. Sacudí la cabeza, divertido: estaba yo como para ponerme a calcular conveniencias, pérdidas y ganancias, cuando faltaban horas para el cierre definitivo de mi pobre negocio de fabricar y contar y contarme mentiras sin vocación.

Llegué a la casa de Lidia porque tenía que llegar, y no me importaba mucho que eso anticipara mi entrada en la boca del lobo. En realidad, no tenía posibilidades de salvar a Nina, si es que todavía estaba viva. Lo más que podía hacer era ofrecerme en sacrificio junto a ella, o negociar con El Muerto un canje imposible.

Pero ahora, otra vez, quería saber, y por eso abrí el portal con la copia de la llave que Lidia me dio para tentarme, por eso trepé las escaleras angostas y empujé la puerta entreabierta como la había dejado una madrugada lejana, días atrás, miles de kilómetros y dudas atrás; y por eso crucé el salón vacío buscando respuestas en el suelo, y por eso me enojé, y mucho, con Lidia al encontrarla como la había dejado, desnuda y en la cama, con las piernas abiertas; y por eso le dije cosas duras y feroces y me negué a perdonarla a pesar de que ella, la que fuera de las dos, ya no podría reírse de mi rabia o llorar mi ausencia, porque alguien (yo sabía quién por la firma reconocible de un tajo limpio en el cuello) había resuelto para siempre su problema y su guerra de dos Lidias.

Ahora eran una sola Lidia.

Muerta.

Sin dejar de insultarla, rebusqué por los cajones, en su bolso, en los estantes de libros. Buscaba su agenda, una tarjeta, algo que me permitiera localizar a Manolo. Al fin y al cabo, era un policía. No me permití siquiera vomitar y seguí buscando por toda la casa, hasta que una irracional incursión en la cocina me convenció de que Manolo no podría ayudarme, con sus manos atadas a la espalda, inmóvil en una silla y con un profundo tajo en la garganta. Me convencí también de que necesitaba vomitar.