Después cerré con cuidado las puertas de la cocina y el dormitorio, coloqué el cedé en el equipo de música y me sobresalté cuando la voz de Lidia, la de siempre, me aconsejó desde los altavoces:
– «Bebé, por favor, por una vez tenés que ser sensato. Salí volando, cuanto antes, que estás en peligro. No tengo mucho tiempo para explicaciones, pero hay más gente mezclada en esto, gente peligrosa.»
– «¿Otra vez vas a escapar, Nicolás?» -se burló, despiadada, la voz de la otra Lidia-. «Hay mucha guita en juego y es para el que la encuentre, para el más vivo…»
– «¿Vivo?» -dijo la Lidia de siempre-. «Si no escapas cuanto antes, vas a estar muerto, bebé. Por una vez…»
Las dejé seguir su pelea en la grabación, su eterna pelea que ni la muerte había logrado interrumpir. Me tumbé en el sofá mientras ellas, las dos Lidias, me contaban de a poco y cada una a su modo, la parte de la historia que les correspondía. De cómo Lidia la nueva y nocturna había conocido a El Muerto en una de sus caídas más profundas, de cómo él había sospechado de su doble vida y descubierto a Lidia la de siempre, conservando la información como un dato útil, más útil todavía cuando supo que salía con un pasma. Y de cómo el buen Manolo, el recto ingenuo y moralista Manolo, se enteró por su cuenta del asunto del dinero negro perdido y al verme entrar en escena decidió utilizar mi amistad con Lidia, la de siempre, para seguirme los pasos. «Pero no había sido Manolo, bebé», dijo ella, sino el otro Manolo, que él también tenía su inquilino, su otro yo, y era un inquilino ambicioso y tan mortífero como El Muerto.
«Casi tan mortífero», pensé mirando hacia la puerta de la cocina.
Ellas siguieron en la cinta, desgranando a dúo y a destiempo una historia que ya podía imaginar. Todos persiguiéndome y persiguiéndose unos a otros, mientras yo perseguía el rastro de una pelirroja escurridiza a la que nunca había visto.
Me faltaban piezas para el rompecabezas, pero ya no eran tantas. Mentalmente intenté completarlo, pero cuando ponía en el extremo izquierdo una que parecía la rama de un árbol, se me borraba otra que hubiera jurado era la cresta de una ola, el pico de un pájaro, o la pálida nalga de una dama nocturna, por qué no. No había manera. Lo más que conseguí fue una imagen difusa y fugaz, que se desvaneció antes de saber si el dibujo completo del rompecabezas era un cementerio, un patio o un basural.
Entonces el teléfono móvil volvió a sonar.
Le quité el volumen al equipo de música y atendí la llamada.
– ¿Tiene el dinero?
– No. Pero tengo una idea de dónde puede estar -mentí-. ¿Ella está bien?
– De momento. Y no sé si creerme lo del dinero.
– ¿Tiene una oferta mejor, Muerto?
Resopló, nervioso. Nunca imaginé que pudiera ponerse nervioso.
– ¿Cuánto tiempo necesita? -preguntó.
– Tres horas.
– Ni un minuto más. Volveré a llamar y nada de bromas.
Colgó. Subí el volumen. Las Lidias seguían su duelo que ya casi no era el relato de esa historia sucia de traiciones, sino un ácido ajuste de cuentas entre ellas, en el que ocasionalmente recordaban al destinatario de la grabación, y volvían a disputar por convencerme para huir y salvarme o intentar hacerme con la plata.
Saqué de la mochila las cajas de puros y vacié una.
Metí adentro la pistolita de Nina, después de quitarle el seguro. Volví a guardarlas en la mochila. No es que me pareciera un truco genial, pero al menos era la ilusión de que podría intentar algo, un espejismo para engañar a mi instinto de supervivencia y no salir corriendo.
No sabía dónde estaba la plata, aunque empezaba a sospecharlo. Pero no la buscaría, porque en cuanto la tuviera, El Muerto nos liquidaría a los dos.
Antes de salir, rompí el cedé en varios pedazos y los tiré por el inodoro. No supe bien si para proteger la imagen de la Lidia de siempre, o para borrar mi nombre de la suciedad pegajosa de toda esa historia.
Como si fuera posible.
42
Perdí buena parte de mis tres horas mirando pasar los pocos coches y los muchos turistas, sentado a la sombra de un portal. Aposté conmigo mismo sobre el color de los coches y perdí. En cuanto a los turistas, no había mucho que adivinar: todos parecían vaciados del mismo molde, con apenas un par de variaciones según la edad.
Después anduve sin rumbo hasta un bar cerca de la calle Amparo. La tarde había avanzado, pero yo seguía sin sombra. Pedí algo de comer y vino. Cambié el vino y pedí Coca-Cola. Quería la máxima lucidez cuando llegara el momento.
Café.
Solo.
Doble.
Sin azúcar.
Por los ventanales vi o creí ver a lo lejos la silueta de un enorme perro negro y delgado mendigando sombra en los portales. Miré con atención y ya no estaba. Seguramente lo había imaginado y sabía por qué. Cuando tenía un problema grave, cuando de verdad estaba asustado, yo soñaba con un perro negro enorme y flaco, puro hocico y dientes, que se arrojaba sobre mí. Cargaba con ese sueño desde la niñez, cuando un perro como ese me tiró de la bici, me mordió las piernas y ya me iba a matar o eso pensé, hasta que una vieja gorda y bendita, armada con una escoba casera de palo grueso, apareció de la nada y lo ahuyentó.
Ya no sabía si había sido exactamente así, pero el sueño volvía cuando los problemas me rodeaban. Y cuando veía un perro grande en un portal, yo cruzaba la calle o incluso cambiaba de camino: ese miedo era más fuerte que yo.
El Muerto volvió a llamar y antes de que me notara la mentira declaré que tenía el dinero. Me dio unas instrucciones secas para llegar hasta una casa no muy lejos del bar y cortó.
Me interné por la calle donde la silueta negra me había recordado el miedo, y esperé el ladrido del perro en cada portal. No apareció. Un rato después llegué al lugar. La calle era correcta, pero el número no existía. Me senté a esperar que llamara.
– ¿A qué juega, Muerto, quiere la plata o no? -protesté.
– La quiero -dijo-. Pero no me fío de usted ni de la pasma. ¿Ve una obra en construcción abandonada, en la acera de enfrente?
– Sí.
– Busque detrás de la pila de ladrillos. Hay un bolso de piel. Deje el dinero ahí y en una hora volveré a llamar.
– ¿Tengo cara de boludo, yo? -Empecé a reírme-. No me subestimes, muertito. Dijimos un cambio: la guita por la chica, o no hay trato.
Esta vez colgué yo.
Y después, como tardaba en llamar, me arrepentí. A lo mejor estaba desquitando su rabia con Nina.
Pero la chicharra sonó de nuevo dos cigarrillos después y sin preámbulos, me dio otra dirección y cortó.
Esta vez era un edificio de oficinas al que entré temblando.
Nadie tampoco.
Salí al portal, descargué aparatosamente la mochila y la senté a mi lado, sin dejar de acariciarla como si contuviera algo muy valioso.
Iba a picar. Seguro que me espiaba desde alguna ventana y picaría.
Llamó y me fue guiando sin cortar la comunicación, hasta hacerme dar una compleja vuelta que me llevó al mismo portal. Después de un rato me hizo cruzar la calle en diagonal y entrar en una vieja casona abandonada.
Subí varios tramos de escalera, dejando atrás en cada descanso un pedazo de mi confianza. De pronto, no me pareció una buena idea y recordé que no tenía ninguna prueba de que Nina estuviera viva. Pero ya era tarde para volver atrás.
– La pasta -reclamó la voz de El Muerto saliendo de algún rincón oculto.
– La chica -exigí yo mientras cruzaba el umbral.
El primer golpe lo esperaba, pero dolió igual. Los demás fueron nada más que una continuación sistemática, pero a diferencia de la primera paliza, esta vez El Muerto se exasperaba.