– ¿Usted fuma? -pregunté solícito.
– No fumo -dijo-. Y muy pronto, usted tampoco.
No había advertido que tenía las manos libres detrás de la espalda. Y es que El Muerto estaba eufórico. No hay nada más ridículo que un muerto entusiasmado.
– No finja más, Sotanovsky. Lo sé todo. Y aléjese de esa mochila, que no me fío de Serrano: es un blando y ya que se han hecho tan amigos, pronto irá a hacerle compañía.
Me aparté con las manos atrás, como si siguiera atado. Pero había perdido mi ocasión y la pistola seguía en la otra caja perfumándose de tabaco cubano. No alcancé a reflexionar sobre eso, porque la risa de El Muerto me sorprendió. Era como un graznido.
– Jodido sudaca. Vamos, que hasta consiguieron engañarme por un tiempo. -Volvió a reír y casi le ruego que me mate en seguida para no seguir oyéndolo-. Mire lo que encontramos en casa de la puta morena. Debajo de la cama…
Me mostró el contenido de un bolso que no conocía.
– No entiendo un carajo -dije.
Pero entonces ya entendía casi todo.
– A mí nadie me engaña -decretó El Muerto.
– ¿Y el dinero?
– Ahora sé dónde puedo encontrarlo, o mejor dicho, dónde puedo encontrar a quién irá a buscarlo. Es más sencillo. Pero antes de matarlo, le confieso una cosa, Sotanovsky: más que recuperar la pasta, que veré pasar de largo como usted supondrá; más que salir del follón en que me metió la hijaputa pelirroja, que también podía haberme pegado el piro y adiós; más que todo eso, lo que me volvía loco era saber cómo y por qué.
Me asusté al comprobar que sus razones para seguir en esa historia eran iguales a las mías, con la sutil pero brutal diferencia de que yo moriría por esa curiosidad y él no. Pensé en ganar tiempo, en esperar un descuido para saltarle encima, pero solo pude pedir piedad.
– Yo también fui una víctima, Muerto. Para qué matarme.
– Usted nació para víctima, infeliz.
Dejó caer el bolso y levantó la navaja, calculando la trayectoria y el corte, que sería limpio, definitivo y seco.
– ¿Por qué Lidia? -pregunté.
– Porque se volvió ambiciosa y su amigo el pasma se pasó de listo. Era una puta rara, su amiga, ¿sabe? Pero follaba como los dioses. Y no me entretenga más, un poco de seriedad, Sotanovsky, que lo suyo ya es pasado y no tengo tiempo que perder.
– ¿Alguna vez ha visto un gato que hable? -pregunté.
– ¿Qué coño dice?
– Que si conoce a un gato filósofo, atorrante y flaco, negro como la noche y con manchas blancas en la barriga, las patas, y ahora que lo miro bien, en la punta de la cola; un gato amigo, Muerto, de esos que se quedan a pasar la última noche con uno, saben de la fatalidad de los caminos difíciles que a veces son los únicos, de las hembras peligrosas que a veces son las mejores aunque sean las peores, y de la lealtad, que no es lo mismo que la fidelidad, cosa de perros; el gato que le digo conoce la diferencia y la valora, como conoce la debilidad de las versiones oficiales y por eso aunque lo criaron diciendo que tenía siete vidas, él cuida mucho la primera pero sin avaricia, la vive, que para eso son las vidas, Muerto, para vivirlas como salga y si hace falta y hay que arriesgarla, pues se arriesga y punto. Cuídese de ese gato, Muerto, porque le va a saltar a los ojos cuando menos se lo espere, cuando me corte el cuello para cortar ese miedo que ya le veo en los ojos y aunque sepa que puede morir en el salto, el gato que le digo no dudará en saltar porque si no no sería ese gato, sino un gato de ministro…
– ¿Pero, qué coño…? -dijo El Muerto espantado y mirando hacia atrás con temor. Bajó la navaja y buscó en su cintura la pistola. Dio un paso atrás y saltó de espanto al oír el maullido espeluznante de un gato cuando lo pisan. Perdió un momento el equilibrio y entonces yo salté, con los pies atados y las manos sueltas, con ferocidad de último gesto e ignorancia de probabilidades estadísticas, salté.
– ¡No lo pisés, hijo de puta, a mi amigo no lo pisés! -grité mientras caía sobre su cuerpo escueto y sin pensar siquiera en desarmarlo empezaba a pegarle y pegarle, a pegarle como nunca había pegado a nadie, las dos manos agarrando su pelo y sacudiendo su cabeza contra el suelo una vez y otra, sin contar los rebotes secos que retumbaban en toda la casa vacía. No era yo el que pegaba: era el Otro, el pusilánime inquilino previsor «y te lo dije», que mataba a El Muerto porque conmigo no se atrevería. Y mi inquilino sabía, en su miedo supremo, que una sola pausa, un rasgo de duda, una salpicadura de piedad y estaríamos perdidos. Por eso había tomado el mando de ese enloquecido pegar y pegar de la cabeza de El Muerto contra el suelo, y no dejó de sacudirlo hasta que un calambre de cansancio me congeló los brazos y pude convencerlo para soltar los pelos ensangrentados y la cabeza que cayó con ruido blando. Me levanté con las piernas temblando y caí de costado, agotado. Las ataduras de los pies eran serpientes que mordían mis tobillos y de repente me sentía más indefenso que en toda la noche anterior. Tiré de la navaja de El Muerto, pero la tenía aferrada con tanta fuerza que tuve que cortar las cuerdas usando su mano muerta.
Fui tambaleando por toda la casa, rebotando contra los pasillos, hasta desembocar en otra habitación. Había dos sillas, una mesa y dos catres. Todo barato y provisional. Un bolso en cada cama. Yo estaba helado y el sudor en todo mi cuerpo era una escarcha repugnante. Sobre la mesa encontré media botella de whisky. Pude levantarla y dar un largo trago, chorreando de los costados de mi boca dos cascadas de alcohol barato. Me quemó la garganta, mi estómago dio un triple salto mortal y mi cabeza se rompió en diez pedazos desiguales. Pero eran todos perezosamente míos y sabría volver a unirlos. Dejé la botella en la mesa, las dos, tres, cuatro, ninguna mesa. Casi cae de costado, pero lo conseguí. Reconocí la etiqueta de la marca infame que usamos para sobornar guardias en la frontera de Marruecos. Me reí, sentado en un catre salpicado de zonas duras. «A ver el equilibrio de esa cabeza, hop, abajo y sin manos.» Eran hileras de ladrillos reforzando el catre para el peso descomunal de Serrano. Levantar la cabeza me costó más y saberme en cama amiga me llamó a descansar. No podía, yo olía mal, muy mal, con un hedor que me salía desde dentro. Fui hasta el baño y lo encontré. El abandono estaba pintado en las paredes de esa casona que hasta los okupas habían dejado. Pero el baño estaba acondicionado para una estancia de algunos días, un refugio para desaparecer si era necesario. Pensé que El Muerto debía estar en las últimas para esconderse ahí, y que una ducha era lo único que yo quería, para borrar el olor. Mi inquilino se quejó débilmente, no era lógico quedarse ni un segundo más. Lo hice callar y me desnudé. El agua caía helada y me despejó. No encontré jabón pero me froté con champú para bebés de un envase enorme.