Una vez seco me sorprendí sonámbulo, paseando desnudo por la casa, repitiendo pintadas de las paredes y el estribillo de una marcha patriótica de mi país que no creía recordar. «Cabral, soldado heroico», nunca me había caído bien Cabral, prócer que nos enseñaban a admirar en la escuela, «cubriéndose de gloria, cual precio a la victoria», por el solo mérito de haberse puesto en el camino de una lanza que, dicen, iba para el general San Martín, «¡Su vida rinde!, haciéndose inmortal» murió de puro obsecuente y, según la oficial historia, en lugar de lamentar su mala suerte, dijo morir contento porque habíamos «batido al enemigo y así, salvó su arrojo, la libertad naciente, de medio continente», antes de morir por eso, era cabo y como premio lo ascendieron a sargento. «¡Honor, honor al gran, Cabral!» Post mórtem, claro.
Una moto madrugadora atronó por una calle cercana y me puse en marcha. Mi camisa empapada de la sangre de El Muerto me provocó arcadas y la poca ropa que tenía en la mochila no estaba mucho mejor. Quería sentirme limpio, por lo menos por fuera. Volví al cuarto y sin mirar la silueta caída arrastré mi mochila y el bolso que él había traído. En el dormitorio busqué junto a la cama de Jamón una de sus enormes camisas hawaianas, primorosamente planchadas por la mano de su viuda. También encontré un manojo de folios que reconocí. Los guardé en el bolsillo de mi mochila, en la que busqué un vaquero y al sacarlo cayó al suelo la caja de puros, rodó y se abrió, mostrando la pistolita plateada.
En la camisa de Serrano cabíamos yo y por lo menos tres mujeres estupendas. Tres. Quise enterrar sus nombres pero Laika se había ido de vacaciones y no respondió a mis silbidos.
Antes de salir, me asomé otra vez al cuarto, porque tenía que mirarlo. Tendido en el suelo, aureolado de sangre y envuelto en su gruesa gabardina negra, El Muerto parecía un perro flaco enorme y hocicudo, definitivamente muerto.
Ya estaba junto a la puerta cuando me acordé y le dije a nadie:
– Gracias, Silvestre. Gracias por todo.
Esperé pero no hubo respuesta. Cargué la mochila a mi espalda y me coloqué el bolso en bandolera. Kung Fu con camisa hawaiana. En el momento en que cerraba la puerta detrás de mí, creí oír una voz felina y conocida que me decía:
– No hay de qué, Nicolás. Y cuidado con los callejones oscuros.
Mientras bajaba la escalera, dentro de la casa, el teléfono móvil de El Muerto empezó a sonar con prepotencia.
44
Estaba donde supe que estaría. De guardia desganada frente a la casa de Noelia. Y llevaba otra vez el traje de color helado de limón y chocolate a medio derretir. Planchado y limpio. «¿Y si me busco yo también una viuda?», pensé. «Todo a su tiempo.» Se alegró de verme pero tardó en entender.
– El Muerto ha muerto -dije.
– ¿Usted lo…?
– Digamos que lo hice a medias con un viejo enemigo y un amigo gruñón.
Se encogió de hombros, aliviado.
– Era un mal bicho, pero peligroso. No entiendo cómo usted…, sin ofender…
– Yo tampoco, Serrano, yo tampoco. -Busqué en la mochila y se sobresaltó cuando me vio sacar la caja de puros. La abrí y saqué dos. Nos sentamos a fumarlos en el mismo portal en el que supe de la pena pegajosa de Mar López, del desesperado amor-odio de Manolo por Lidia. Pero era de día, la mañana avanzaba y yo seguía vivo. Serrano miraba la caja de puros, pero no dijo nada-. ¿Por qué le dijo que las dos cajas eran de tabaco? -pregunté.
Miró hacia otro lado, mentía fatal.
– ¿Yo dije eso? Me habré confundido. Uno se hace mayor y con tanto golpe en el ring, la vista a veces falla.
– No me creo nada, pero no importa. Gracias, Serrano. No pude usar la pistola, pero gracias.
Me estudiaba.
– Bonita camisa, tengo una igual. Un poco grande pero le sienta bien el color.
– Es que con la compañía uno va mejorando el gusto -contesté-. ¿Y ahora qué, Serrano? Quedamos los dos…
Aspiró el humo del puro con deleite.
– Yo abandono, Nicolás. Nunca supe bien qué buscaba El Muerto, pero me prometió no matar a nadie y ya he visto demasiados muertos en una semana.
– Cuéntemelo a mí -pensaba en los que él desconocía, en Philip, en Lidia, en Manolo.
– Además -dijo sacudiendo la ceniza del puro con cuidado para no manchar el traje-, no me voy a meter en pleitos con un tipo capaz de matar a El Muerto… Creo que esto es suyo.
Del bolsillo sacó un manojo de billetes: los dólares que me había dejado Nina. Se puso de pie y estiró la raya del pantalón con dos dedos:
– Iré a recoger mis cosas y dejo todo el asunto.
– No vaya, Serrano. Habrá gente buscando a El Muerto y no tenía allí nada que valga la pena el riesgo.
Se revolvió turbado.
– Los… los poemas. Tengo que recuperarlos. -Busqué en mi mochila y le di los folios. Se le iluminó la cara al reconocerlos.
– No son tan buenos, Serrano. A ver si se atreve y le escribe uno propio, a ella le va a gustar. Espéreme aquí mientras lo piensa.
Tardé más de lo que esperaba, casi quince minutos, pero cuando bajé de la casa de Noelia con todas mis cosas, seguía en el portal, fumando otro puro y musitando rimas mientras las escribía en el costado de un folio.
– ¿Le gusta? -Me lo alcanzó-. Sea sincero.
Leí la estrofa y era tan simple y obvia, tan pura, que algo se aflojó en el nudo que tenía dentro desde la muerte del perro flaco negro enorme.
– ¿Está llorando, Sotanovsky?
– Me emocionó, Serrano, me emocionó.
Le alcancé el paquete que traía en la mano.
– Haga lo que quiera -dije-, pero yo en su lugar convencía a la viuda, me casaba con ella y me la llevaba lejos de Madrid. No creo que un estanco sea más caro en un pueblito de Málaga que en Vallecas…
Fue a decir algo pero vio el contenido del paquete y se quedó sin palabras.
– Creo que son doscientos mil euros, más o menos -dije-. Alcanzará para empezar en otro lugar en el que nadie se acuerde de que caminó junto a El Muerto. Hágala feliz, Serrano.
Me alejé andando despacio y me llamó.
– ¿Qué puedo hacer por usted, Nicolás?
– Ya lo hizo.
– Hablo en serio: supongo que él iba a matarme cuando tuviera la pasta, pero no sabía cómo dejarlo. Le debo mucho, Sotanovsky.
– No me debe nada, pero ya que insiste: cuando estén instalados, busque un gato callejero y peleón, un gato escuálido, de ser posible negro con manchas blancas pero eso tampoco importa mucho. Cuídelo un poco y dele de comer de vez en cuando. Pero no me lo amaricone ni lo encierre, déjelo a su aire y si ve que a fuerza de buena vida se le pone cara de ministro, péguele una patada. No muy fuerte, para que no olvide de dónde viene. Con que haga eso, estamos a mano.
Serrano no entendía un carajo, pero juró solemnemente cumplir mis instrucciones. Yo quería irme de una vez, porque tenía poco tiempo y no me gustan las despedidas. Pero él tenía una pregunta más y me la soltó cuando ya iba por la esquina:
– ¿Qué nombre quiere que le ponga? Al gato, digo.
No lo pensé:
– Póngale Philip, Serrano. Póngale Philip.
45
Busqué un taxi. Esta vez lo vi venir y lo reconocí. Él no.
Abrí la puerta trasera, tiré en el asiento la mochila y los bolsos y me senté. Miró el puro con desagrado y fue a decir algo.
– Hace unas noches -lo corté-, un tipo flaco le pegó una paliza y lo encerró en el maletero, ¿se acuerda?
La mirada en el espejo se le heló de miedo.
Se acordaba de El Muerto.
Siempre se acordaría.
– Hace un rato acabo de matar a mano limpia a ese mismo tipo, así que no me hinche las pelotas y ni se le ocurra buscar la pistola que tiene en la guantera, que con un muerto por día me alcanza. No voy a robarle, pero no me provoque.