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– Ahora viene el trabajo de posproducción. ¿Qué tal se te da el manejo de estos inventos? -Señaló la computadora-. ¡Pues a montar la película! ¿Quién sabe?, hasta puede que nos nominen para un par de Oscar.

– Sí: los de Vestuario y Acrobacia en Escena.

Me arrojó la túnica con una carcajada.

– Eres un sudaca golfo y muy tierno. Monta eso mientras preparo algo de comer.

Después de un rato me había familiarizado con el programa. Y me divertí revisando los discos de nuestro número. Necesitaba uno virgen para editar. Busqué en los cajones del mueble que soportaba la computadora. Docenas de DVD anónimos, sin etiquetas. Probé uno del montón. Hitchcock, Extraños en un tren. Otro: 39 escalones. Puse otro disco. Era una grabación casera. Una playa. No era Brasil ni el Caribe. Tampoco parecía el Mediterráneo, pero como nunca había estado, no podía saberlo. El que manejaba la cámara sabía lo que hacía. Nada de travellings eternos ni fotos con movimiento. Gente caminando por la arena. Una gaviota planeando sobre el agua. Una urbanización moderna que podía estar en California o en Portugal. Un dóberman descansando a la sombra de un arbusto. Un grupo de chicas en top less. Una mujer vestida de pies a cabeza con ropas árabes, pañuelo en la cabeza y el rostro cubierto.

¿Marruecos?

La imagen se borroneó y ya iba a sacar el disco cuando volvió a estabilizarse. Era otra playa, pero solitaria. Decidí seguir mirando un poco más. Me quedé sin respiración.

Nina estaba en lo cierto: yo no podía ni imaginar el sexo rojo de Noelia.

Lo estaba viendo. Tumbada indolente en la arena, sabiéndose filmada.

Y totalmente desnuda.

Era una pelirroja auténtica.

Hasta el último pelo.

6

Tenía más o menos la edad de Nina y nada que envidiarle. El cabello era de un rojo indudable, pero no el explosivo fuego vulgar de las muñecas sonrosadas. Los ojos, tal vez azules, tal vez verdes, tal vez inolvidables. Estaba todo lo morena que se le podía pedir a una pelirroja y resultaba obvio que el sol no tenía reparos en pasear por su piel. Nadie los tendría. Vestía unas sandalias de cuero con tiras y un par de pendientes azules. Nada más.

Adoptó una pose despreocupada, pero estaba incómoda. Lanzó una carcajada muda y se irguió en una mala imitación de la mujer fatal. Era una linda pelirroja, seguramente tímida en público y atrevida en privado. Glenn Ford nunca le hubiera pegado una cachetada.

Un minuto después pareció cansarse del juego y se cubrió el pecho con los brazos. La cámara subió hasta su cara. Se tapó con las manos abiertas y recogió las rodillas bajo el mentón. El ojo buscón bajó hasta la mata de vello rojizo que quedaba a la vista. Yo estaba en lo cierto. Era como un crepúsculo frente al mar.

Se hartó del acoso y rescató de los bolsos una enorme toalla amarilla. Dijo algo a la cámara, bastante enojada. Primer plano. Los ojos eran de un azul oscuro, y la boca, carnosa. Congelé la imagen, para grabarme los rasgos de la mujer que podía salvarme la vida.

No fue un ruido, más bien un silencio contenido lo que me hizo mirar por encima del hombro. Nina estaba de pie detrás de mí. Llevaba otra vez la túnica blanca o una idéntica. El reflejo de la pantalla le blanqueaba la cara. La boca era una línea apretada.

– Es hermosa, ¿verdad? -dijo, y no era una pregunta.

– No está mal.

Se sentó cruzando las piernas y siguió hablando:

– Siempre igual. No importaba que ella fuera inalcanzable y yo estuviera a mano. No importaba que ella alargara las minifaldas y yo acortara las mías hasta el ombligo. Los tíos que verdaderamente valían la pena se chiflaban por Noelia. Y ella ni siquiera los buscaba. Cuanto más se reprimía ella, más me soltaba el pelo yo. Pero nada cambiaba.

Suspiró.

– También en la universidad: no pasaba de la media general y se tiraba noches enteras estudiando. Yo conseguía buenas calificaciones sin esforzarme, pero los profesores parecían fascinados con el misterio de Noelia. Y no había misterio. ¡No había misterio, joder!

Hizo un gesto con los dedos sobre los labios y le encendí un cigarrillo.

– Cuando llegó de Barcelona era casi una niña campesina con ojos asustados. Venía de un pueblecito burgués y dormido. Era huérfana, de una familia acomodada y venir a Madrid le valió la condenación eterna de dos tías arrugadas y seguramente vírgenes. Todavía no sé cómo reunió valor para decidirse.

Se estiró hacia atrás. El cigarrillo colgaba de su boca.

– Fue el último año de instituto. Desde el primer día la adopté. Parecía tan desprotegida y a la vez era como si escondiera una gran potencia contenida. Quién sabe -sonrió distante-, quizá yo también sucumbí a su encanto contradictorio. Le metí tijera a sus faldas, la llevé a discotecas y la maquillé por primera vez. ¿Has leído Pigmalión?.

Asentí, pero no era una verdadera pregunta, o al menos no estaba dirigida a mí. La ceniza se acumulaba en la punta de su cigarrillo.

– Fue como en la obra. La cincelé poco a poco. El peinado, las lecturas, las pelis. Hasta planifiqué su desvirgamiento. Fue un novio mío que estaba como un tren, pero no era imbécil. Era un tipo inteligente y me quería. Me costó, pero al fin accedió: éramos modernos y todo eso. Lo discutimos a tres bandas y los puse de acuerdo. Él lo hizo por mí, porque ella no le atraía. ¿Sabes qué ocurrió después?

Le quité el cigarrillo, sacudí la ceniza y volví a ponerlo en sus labios.

– Te dejó por ella.

– Exacto. Y ni siquiera pude odiarla. No sabía volar sola y yo era sus alas.

– Hasta que despegó por su cuenta.

– Ajá. Pero poco a poco y siempre conmigo empujándola a saltar. Se metió en política por mí. Ya estudiábamos Derecho. Yo estaba enrollada entonces con un trotsquista que era un sueño y aunque sus discursos me parecían chino básico, nuestros cuerpos no necesitaban traductores. Comencé a militar. Una vez invitamos a Noelia a un mitin y desde entonces se hizo habitual. Al poco tiempo era todo un personaje, se lo tomaba muy en serio. En las reuniones se encargaba de las tareas que los demás evitábamos…

Se interrumpió para fumar y dejó de hablar en voz alta, pero sus ojos decían que la historia seguía en su memoria.

– Y tu amante revolucionario acabó en la cama de Noelia, ¿no es así?

Me miró un poco sorprendida.

– ¿Cómo lo sabías?

– No olvides que soy escritor. O casi.

– Sí. Me dejó por ella. Todos lo hacen. Total, yo soy fuerte y blindada. Nina no se asusta por los golpes de la vida, así que ¿para qué evitarle dolores? Noelia, en cambio, es tan frágil… Siempre así. Todos me dejan por ella. -Una lágrima se despeñó mejilla abajo-. Y tú también lo harás, cuando la encuentres. Tú también.

Le quité el cigarrillo de la boca y lo aplasté en el cenicero. La besé con suavidad, como si su boca fuera una herida. Y tal vez lo era.

– No te menosprecies -susurré-. Sos una mina fenómena.

Las lágrimas caían, pero el anticipo de una sonrisa le iluminó la cara:

– ¿Una qué? -hipó.

– Una mina: una chavala, una mujer de bandera -traduje-. Una flor de mina, un poco piantada, pero una flor de mina.

Lanzó una carcajada y me abrazó con fuerza.

– Promete que cuando encuentres a Noelia no me dejarás.

– No se me dan muy bien los compromisos, Nina -advertí-. Además, apenas me conocés. No puedo importarte demasiado.

Separó un poco su cara y me miró a los ojos.

– Puedo enamorarme de ti. Lo sé.

– No podés. Yo estoy casi muerto, ¿recuerdas?

Se puso de pie, un poco ofendida.

– No me tomas en serio. Pero voy a sacarte de esta. -Apretó los puños, dio un paso y apoyó su pubis contra mi cara-. ¡Y no me digas si puedo o no puedo enamorarme de ti!