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Nina estiró el cuello para besarme y la esquivé.

– Cuidado. Tuve una conversación con nuestro ángel de la guarda. A lo mejor consigo más tiempo.

– ¡Fantástico! -Intentó besarme otra vez. Volví a esquivarla.

– … y lo convencí de que sos algo así como mi hermana postiza.

– ¿Y eso por qué?

– Si saben que sos amiga de Noelia, podés ser la segunda en la lista.

El tipo se desnudaba y debajo de la camisa y la corbata tenía otra camisa y otra corbata. Se sacó los pantalones y los calzoncillos y los tiró dentro de un contenedor, que empezó a masticarlos.

Nina me miraba con ternura.

– ¿Mentiste por mí?

– En parte: también le dije que estás un poco loca…

– ¿Sabes qué, hermanito? Siento unos impulsos incestuosos…

– ¡Aparta, Satán! -Acaricié su mano.

La silueta siguió avanzando. El tipo se encogió acuclillado contra la pared de ladrillos rojos. La silueta extendió una mano y le tocó el hombro. El tipo vio la terrible cara de la silueta, y era su propia cara.

El tipo se cagó de miedo. ¡Se cagó de verdad!

La gente empezó a aplaudir y se encendieron algunas luces. La pantalla mostraba una lista de créditos superpuesta sobre la cagada del tipo, recortada contra los ladrillos, que ahora eran negros como el callejón y como mi humor.

– ¿Qué te ha parecido? -preguntó el delgadísimo amigo de Nina.

– Una cagada.

– ¡Eso es! -dijo entusiasmado-. Has captado el mensaje de la obra de Picchu: detrás de las apariencias, todo es una mierda.

– Gire en el sentido que gire -apuntó Nina.

– Picchu estuvo un año trabajando la idea -se entusiasmó el flaco.

– Le hubiera bastado con dejarse caer por acá una noche.

Nina me dio un codazo. Los aplausos crecieron y las luces se encendieron. Un tipo de pelo azul saludaba con dos brazos en alto. Era el protagonista del corto.

– Es Picchu -dijo el flaco y salió disparado hacia el creador incontinente.

– Mientras no se le ocurra hacer una improvisación en vivo… No creo que el local tenga una ventilación muy buena…

Esquivé el nuevo codazo de Nina.

– Eres un sudaca incivilizado -dijo entre divertida y enfadada.

– Pero al menos no me cago en escena.

Las luces volvieron a apagarse y el show siguió. Los cortos no estaban mal, si a uno le gustaban las acumulaciones de símbolos estilo supermercado. En todos había un elemento de terror, una nada velada crítica a la sociedad, una sombra de muerte y una flaca en pelotas. Tal vez significara un alegoría sutil, o que solo las esmirriadas estaban impacientes por desnudarse, aunque fuera por amor al arte.

El último resultó inquietante. Había una bañera en el centro de la nada. Una bañera antigua, con patas retorcidas terminadas en garras de león o fiera parecida. Estaba llena de un líquido rojo espeso. Sangre. La cámara paseó por la superficie inmóvil y escarlata. Algo se agitó bajo el rojo. Nació una mano de mujer. Una mano roja. Goteaba. Las gotas, al caer, formaban círculos concéntricos en el líquido rojo. Otra mano emergió, lentamente. Las dos bailaron una danza eterna. Se unieron por las palmas, formando un triángulo de rojo contra negro. La cámara describió un círculo y la bañera pareció saltar hacia delante en cámara lenta. Una pierna carmesí brotó, rojo parido por el rojo. Era una hermosa pierna y la cámara lo sabía, mientras caminaba de un extremo al otro, hasta perderse en la masa líquida. La pierna, como si tuviera vida propia, se elevó en un ángulo de 45 grados y tiró del resto del cuerpo. Pescó una cadera pronunciada, una cintura estrecha, un culo brillante. Cayó, durante un minuto, con la música acompañando los planos intermitentes que desde todos los ángulos seguían la caída. El líquido rojo recibió su carga y se abrió gustoso en dos olas casi sólidas. Todo comenzó a girar y una espalda de mujer totalmente limpia de sangre salió de la bañera. Se irguió con gracia y sus formas blancas se recortaron contra el negro del fondo. La cámara viajó con hambre por su espalda y descendió hasta donde las pantorrillas se perdían en el rojo. El color y la humedad del líquido comenzaron a trepar por la piel blanca y la envolvieron. La música creció mientras el rojo derrotaba al blanco y se apropiaba de las piernas y las caderas, penetraba el pubis simétrico, inundaba el ombligo chato y se alzaba con codicia hacia los pechos.

Era raro, pero había algo más. Yo conocía aquel cuerpo. La cámara se alejó y entonces ya no tuve dudas, aunque la cara quedaba tapada por el pelo: ¡Nina! La miré de reojo y me estaba observando.

El líquido rojo continuaba poseyéndola y se retorcía, con algo de furia y mucho placer, como cuando hacía el amor. Sentí celos de esa cámara que la hacía suya de una manera definitiva, lejos del mundo de los cuerpos. El rojo venció al blanco y ella se detuvo. Empezó a caer en la bañera. En realidad, la bañera se la tragaba, como haría una ballena blanca y sensual. Desapareció.

La superficie roja se cerró en círculos concéntricos y la imagen se congeló.

Aplausos. Luces.

– ¿Te ha gustado? -preguntó Nina con timidez.

– Me impresionó -dije-. Tiene sensualidad, pero también mucho tormento. El que escribió esto debe tener la cabeza llena de fantasmas.

Me miró a los ojos.

– Lo escribí yo.

8

Nos separamos en la puerta. Me besó en la mejilla ante la mirada de Jamón, pero su mano, que él no podía ver, se metió entre mis piernas y me acarició en un único movimiento que iba tardar en olvidar.

– Hasta luego, hermanito -susurró-. Te espero en la cama.

Me ofreció algo de dinero y lo rechacé. No insistió. Me había costado convencerla de la necesidad de separarnos por unas horas. Ella podría seguir preguntado por Noelia sin que mi presencia provocara preguntas. Yo buscaría a Lidia en la reunión fraternal de periodistas argentinos residentes en Madrid.

Caminé buscando un taxi.

Alguien me llamó. Era mi Jamón Calibre 45. Parecía decepcionado.

– ¿No vuelve a casa?

– No.

– Es que… llevo todo el día detrás de usted, con la misma ropa y… -Se ruborizó-. Tengo un compromiso.

– ¡Picarón! Hagamos una cosa: le doy la dirección del restaurante. Voy a estar ahí un par de horas. Usted puede darse una ducha, romper un par de corazones y alcanzarme allí.

– Es usted buena gente. Me apenará tener que machacarlo.

– Gracias. Es un alivio -dije.

Le pregunté la hora, pero no llevaba reloj.

Paré un taxi. En algún lugar, sonaron unas campanadas o las imaginé. El taxi cortó la oscuridad desierta de una calle secundaria y se metió por una avenida que no reconocí. Un panel electrónico de información mentía al anunciar la temperatura y mentía otra vez al decretar que eran las cinco de la tarde. Espié el tablero del coche por encima del hombro del taxista. El reloj digital estaba oscuro. La muñeca del hombre también, pero de sol y ventanilla. Ni rastros de ningún reloj. El tipo interpretó mis movimientos como ganas de charla.

– Así que a Lavapiés -dijo-. Mala zona. Maricones, yonquis, camellos, moros, negros… -Suspiró-. Esto con el generalísimo no pasaba.

– No -dije para no discutir. Pero el tipo estaba decidido a conversar.

– Mala zona. Pero me dijo que iba a un restaurante…

Le repetí el nombre. Sonaba a mala imitación de posada irlandesa dirigida por un italiano y seguramente hipotecada en un banco japonés.

– Ah. Buena comida. Eso dice la gente. Yo solo como lo que guisa la parienta, que en los bares hay mucho guarro y uno no sabe lo que come.

El tipo seguía y yo trataba de calcular la hora. Pensé en buscar mis bolsos y seguir hasta el aeropuerto aprovechando que el Jamón estaría ocupado con su cita romántica. ¿Y si era una trampa? Si trataba de fugarme podían ponerse pesados. Necesitaba saber la hora. En una esquina, un yupi posmoderno pasado de vueltas y de alcohol se amaba a sí mismo y a su iPhone y esperaba para cruzar la calle con impaciencia. Levantó el codo en un movimiento seco y clavó la mirada de águila con lentillas en su reloj, ganándose mi odio eterno mientras lo dejábamos atrás, un poco más contaminado, pero a salvo del monólogo de mi taxista.