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– Usted perdone, pero ¿no es de aquí, verdad?

– No -dudé antes de seguir, porque sabía lo que venía-: Soy argentino.

– ¡Ah! Yo tengo un tío en Argentina, tal vez lo conozca. Vivía cerca de una cascada grande, viene en las postales, ¿cómo coño se llamaba…?

– Cataratas del Iguazú -informé. Ahora venía aquello de «qué pena, un país tan grande y tan rico. ¿Cómo ha llegado a perderlo todo?», etcétera.

– Qué pena, la Argentina, un país tan rico. ¿Cómo puede ser que esté casi en la miseria? Yo creo que…

Me juré si salía de aquel lío me compraría un reloj. Un bonito reloj negro con números digitales, la hora de diez países, agenda telefónica y una alarma que tocara La Primavera de Vivaldi para recordarme que nadie me esperaba en ninguna parte.

En una esquina luminosa, tres chicos hurgaban en un contenedor de basura como si buscaran allí el futuro. Su método no era diferente del mío. Rescataban objetos de la gran caja de metal, los inspeccionaban con cuidado, los catalogaban y se los pasaban a un tipo gordo que los apilaba en una furgoneta que tenía algo de carroza y algo de coche fúnebre. Un semáforo nos detuvo en el centro de la avenida. Uno de los chicos se zambulló en el contenedor y solo se vieron sus piernas agitando el aire por la excitación. Recordé el vídeo experimental y temí que las mandíbulas de metal gris se lo tragaran. El gordo y los otros chicos contuvieron la respiración. Yo también. Hasta el taxista ofrendó una pausa de silencio.

El pibe del contenedor estiró las piernas y trazó con ellas un semicírculo al buscar el suelo. Un grito de triunfo. Con los brazos en alto, mostró su trofeo bajo la luz de la farola. Un televisor portátil, con una calcomanía del Real Madrid ocupando un costado, para ocultar rajaduras. La luz del semáforo cambió, todo volvió a moverse y el taxista retomó su discurso. Ahora venía lo del barco argentino cargado de trigo u otro recuerdo de posguerra.

– Cuando yo era niño, mi padre hablaba de los barcos que venían de la Argentina cargados de patatas al puerto de Málaga. Unas patatas negras. Y trigo argentino. En aquella época, todo lo que llegara era poco…

Miraba hacia delante, pero por la rigidez del cuello y la lentitud con que avanzábamos, yo sabía que no vigilaba el asfalto que nos esperaba, sino el pasado que volvía a su encuentro. Una cuarentona vestida de jovencita jalonaba la próxima esquina, con el bolso pegado a un costado y la soledad cosida a la espalda. El peinado era tan natural y moderno que parecía una peluca robada a una sobrina cómplice. Llevaba un vestido tan corto como sus esperanzas de ser rescatada por un príncipe azul o al menos celeste. El escote mostraba un poco de sus pechos olvidados y mucha desesperación porque alguien los recordase. Ordené al taxista que se detuviera junto a ella, cuando ya el tipo atacaba con las joyas de Eva Perón y lo guapa que era, «toda una señora». La mujer me miró con más ilusión que temor a un robo. La estudié con galantería y con mi voz más seductora le dije:

– Buenas noches, belleza. ¿Puedo pedirte un favor?

El tuteo la alivió. Estaría harta de imaginar aventuras amorosas con jovencitos que se apretaban a su cuerpo por el azar promiscuo del metro, para después bajar en Sol tras el insulto de preguntar «¿baja aquí, señora?» y pasar a su lado con cuidado, como si fuera la momia de Nefertiti a punto de deslizarse en polvo milenario. No respondió con palabras, pero sus ojos dijeron SÍ a lo que fuera a pedirle. Se lo pedí.

– ¿Me podés decir la hora?

Me la dijo.

– Gracias. Hasta pronto -añadí.

El taxi partió como un barco y ella se quedó en la esquina, dudando entre volver a su realidad de macetas y novelas solitarias, o tejer a partir de ahí la fábula de una noche loca de amor con un desconocido de barba y pelo desordenado. Algo para contar el lunes en la oficina. Ignoro qué eligió. Nos internamos por calles angostas y teñidas de sombra. El taxista volvió a la carga. Pero ya no lo escuchaba ni siquiera por cortesía.

Las doce y veinte, había dicho la mujer.

Mi primer día de plazo se había ido a la mierda.

SÁBADO

«… y un gato de porcelana,

pa' que no maúlle al amor.»

DONATO-LENZI, A Media Luz

9

A la hora de cobrar, el taxista olvidó el afecto por mi país y sus patatas negras y sus barcos de trigo. Yo, por mi parte, había olvidado la cartera. Me miraba con desconfianza. Revisé los bolsillos, en busca de monedas salvadoras. Y encontré el tanga de Nina. Dentro, envolviendo cinco monedas de dos euros, había tres billetes de 10, tres de 20 y cuatro de 50. Comprendí por qué Nina no insistió cuando rechacé su dinero. Ya me lo había dado.

– ¿En qué momento…? -reflexioné en voz alta.

El taxista, de nuevo cortés, comentó:

– Hijo, si no lo recuerdas tú, ella lo recordará.

Pagué y guardé los otros billetes en mi bolsillo. El taxi se esfumó y caminé hacia la puerta del restaurante. Veinte metros más allá, un grupo de marroquíes delgados jugaban a asustar en silencio a los paseantes. Conmigo lo consiguieron.

Dentro del local había luces, pero las ventanas estaban clausuradas por gruesas celosías de madera. Un camarero aburría sus pasos por la parte visible del salón, esperando la hora de cerrar.

«Demasiado tarde», pensé. Pero al acercarme, una algarabía de voces me reveló que no. Al otro lado de esa puerta, en un salón interno, cien cosacos celebraban una fiesta ruidosa. ¿O eran italianos arrojándose la vajilla a la cabeza? Tampoco. Un coro desafinado de vino y distancia desentonó una estrofa de Caminito.

Eran mis compatriotas trasplantados.

Empujé la puerta, pero no se abrió. El camarero no me prestaba atención. Un cocinero, con gorro de cocinero y bigotes de cocinero, se compadeció y me animó a entrar con una seña amplia del brazo. Una mancha de sudor dibujaba un mapa en su sobaco. Volví a empujar y nada. Él me animó otra vez. Nuevo fracaso. Para entonces un grupo de caras desconocidas pero familiares observaba mis esfuerzos. Ahí estaban: buena parte de la colonia periodística argentina en Madrid. Y yo del otro lado de un cristal.

«Esto debe ser un símbolo», pensé. «Debe significar algo.»

Pero no sabía qué carajo era.

Una cara amiga se acercó. Lidia. Me hizo retroceder y empujó la puerta hacia fuera. Se abrió en seguida. Comprendí el significado del símbolo: las extrañas puertas del viejo Madrid habían vuelto a jugarme una mala pasada. Y yo había vuelto a quedar como un pelotudo.

Me recibieron felices y me olvidaron al instante. Yo no era uno de ellos, ni por generación ni por historia. Me soportaban por Lidia. Ella también era mucho más joven, pero su solidaridad no tenía edad. Me llevó a un rincón de una larga mesa llena de platos vacíos. Me alcanzó una copa de un vino oscuro y fragante.

– ¡Ay, Nico, Nico! -se quejó-. Te dije a las diez. ¿Sabés qué hora es?

– Mil perdones, negrita -pedí secándome la frente con un pañuelo-. Si supieras lo que me pasó…

Rio, señalando mi mano.

– Me lo imagino.

Descubrí que me secaba con el tanga de Nina, que no había vuelto a guardar.

Lo doblé con cuidado y lo metí en mi bolsillo.

– No es lo que pensás.

– No me imagino qué otra cosa puede ser -replicó como lo haría una hermana mayor con su hermanito tarambana. Tenía dos años menos que yo, pero siempre me trataba como a un nene travieso. Casi todas las mujeres lo hacían. Y parecía gustarles. A mí no me molestaba, pero a veces me desconcertaba.