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– ¡Sin tocarse! -gritará-. ¡Y nada de hablar en voz baja! ¡Que yo lo oiga todo!

– Tu madre ha muerto -dirá ella, segura de que el vigilante le repetirá la escena al director y de que la mentira que se ha inventado puede perjudicar a su marido-. Por eso he venido. El director ha sido muy generoso y me ha dejado verte. Los demás están todos bien y te mandan abrazos.

Fernando musitará, gracias. Después, ni él ni ella volverán a abrir la boca. Se mirarán durante aquellos minutos como únicamente pueden mirarse dos seres que se aman en medio de la devastación, sintiendo que sólo comparten ya el sufrimiento. Pero al despedirse, María Luisa, en lucha contra su propia derrota, le susurrará:

– Confía en mí. Te quiero como siempre.

Entrará de nuevo en el despacho del director con la cabeza muy alta, a pesar del nudo que lleva en el corazón. Él volverá a contemplarla de arriba abajo, seguirá pasándose la lengua por los labios amarillentos, le hará un gesto con la mano para que se acerque y luego le sobará los pechos y le olisqueará la nuca, el cuello, las axilas, el vientre.

– Ponte de rodillas -le dirá de pronto, mientras se abre la bragueta del pantalón.

Y ella responderá con su voz más firme:

– Antes quiero otra cosa.

– ¿Otra cosa…? ¡Eres una desvergonzada! ¡No hay nada más!

– Bien. Entonces, yo tampoco haré nada. Tendrá que arreglárselas usted solo.

El hombre tenebroso la mirará a los ojos, y comprenderá que está hablando en serio. Esa mujer tiene valor. Y sabiduría. Está seguro de ello. Su sexo se hinchará aún más ante esa idea, la sangre le silbará en los oídos.

– Dime.

– Quiero que mi marido sea trasladado a Castrollano.

El hombre fingirá meditar brevemente.

– De acuerdo. Pero a condición de que me lo hagas bien.

– Firme el papel ahora. Con copia para mí.

Con su sexo ridículo asomándole entre las piernas, el hombre tenebroso buscará una orden de traslado en su mesa y la rellenará a toda prisa. Sólo después de haber guardado la copia en su bolso, María Luisa se arrodillará.

Nadie la verá vomitar. Atravesará la ciudad apretándose el estómago con las dos manos, pero tiesa y altiva como una virgen orgullosa. Se aguantará las náuseas hasta que pueda encerrarse en el retrete de la fonda, y deshacerse allí de todo el asco.

Un mes después, mientras cumpla su condena de dos años, hasta que salga a la calle para convertirse en camarero del bar El Abedul -un hombre silencioso al que nadie oirá nunca hablar más de lo imprescindible-, Fernando Alcalá será el preso número 1213 de la cárcel de Castrollano.

María Luisa jamás contará lo que hizo aquella mañana de otoño en Badajoz. Y jamás se arrepentirá de haberlo hecho.

ALEGRÍA

El descenso es tan silencioso y lento como la subida. Todas saben que aún están siendo observadas por doña Petra y sus acompañantes, y se esfuerzan por disimular la pena, la rabia, el asco. Sólo Merceditas, antes de llegar al portal, se vuelve en seco y grita:

– ¡Bruja! ¡Más que bruja! ¡Tienes bigote y barba! -El bofetón de Alegría es suave y la niña apenas se entera, aunque se defiende, aún furiosa-. ¡Es verdad, mamá!

– Ya lo sé que es verdad, mi luna, pero esas cosas no deben decírsele a nadie.

– ¿Ni siquiera a una bruja como ella?

Alegría calla. Está pensando que quizá Mercedes tenga razón. Quizá sea bueno hablar más, protestar más, decir más a menudo lo que se piensa… Ella se ha pasado la vida callando, y la vida no le ha sido demasiado generosa. Calló cada vez que su marido la forzó en la cama, a pesar de su peste a alcohol y del daño que le hacía. Calló cuando le dio el primer bofetón, y el segundo y todos los demás. Calló después de la gran paliza, en el quinto mes de embarazo de las gemelas, y también cuando las niñas murieron y el médico dijo que había sido del tifus, pero ella supo que la culpa la habían tenido aquellos golpes, de los que sus cuerpecitos, débiles y torpes desde que nacieron, nunca llegaron a recuperarse. Y calló el último día, cuando él le puso la pistola en la sien y la obligó a fregar el aguardiente derramado en el suelo de la cocina, en la casa donde vivían en Zaragoza, un suelo que recuerda a menudo, las baldosas rojizas sobre las que el aguardiente parece extenderse como una inabarcable mancha de fuego que ella trata de contener una y otra vez con la bayeta, por más que sabe que es incontenible y que la pistola que tiembla en el aire a su espalda acabará disparándose sobre su cabeza, así durante un tiempo que es eterno, esperando la muerte, hasta que se derrumba exhausta sobre el cubo y Alfonso se echa a llorar como un niño… También ese día calló, aunque tuvo al menos valor para escaparse en plena noche, mientras él dormía la borrachera. Se fue a toda prisa, muerta de miedo, sin maleta y sin nada, y se refugió en un convento de monjas donde la recogió al cabo de unos días el padre para llevársela con él de vuelta a Castrollano. Por fortuna, la niña no fue testigo de aquella última escena infernal, pues hacía ya un par de años que, tragándose el dolor de la separación, ella misma la había enviado a vivir con sus abuelos, con la excusa de sus constantes traslados, para evitarle así tanto las iras de Alfonso como el espectáculo de su propia degradación.

Sí, no hubiese debido callar tanto. Habría tenido que hablar ya desde el principio, reconocer su equivocación y arrepentirse, decir en voz bien alta que no quería estar más con aquel hombre con el que se había casado y del que no sabía nada. Nada, salvo que era muy guapo. El hombre más guapo que jamás había visto. Fue esa belleza lo que la había confundido, haciéndole creer que le irradiaba de dentro, de una bondad interior que, sin embargo, no existía. Pero cuando lo descubrió ya era tarde.

Se habían conocido en el verano del 28, durante las vacaciones. Ella había ido a la playa con sus amigos, y de pronto apareció él, y después de saludar a unos y a otros se sentó a su lado y empezó a hablarle con tanta amabilidad y educación que Alegría enseguida se sintió como si lo conociera de mucho tiempo atrás. La invitó a salir esa misma tarde, y ella aceptó nerviosa y contenta. Durante dos semanas se encontraron a diario. Por las mañanas se veían en la playa y después de comer paseaban, merendaban e iban luego a bailar a las verbenas. Alegría, que acababa de cumplir los dieciocho años y nunca había salido a solas con un hombre -y, mucho menos, con uno tan mayor, casi un treintañero- se enamoró loca y rápidamente de él. Cuando la miraba con sus ojos verdes, más pardos cerca de las pupilas, tristes y orgullosos como un árbol perdido en medio de la soledad del campo, se le apretaba el estómago. Cuando le cogía la mano y se la besaba suavemente, le daban escalofríos. Y la primera vez que susurró su nombre -muy despacio, deteniéndose a disfrutar de cada uno de los sonidos-, le entraron ganas de llorar. Tuvo la impresión de que nadie la había llamado antes y que era sólo en ese momento, al nombrarla él, cuando se había hecho realidad sobre el mundo, igual que todas las cosas del universo aparecieron al ser citadas por Dios. Ella era Alegría porque él quería que lo fuese. Así de sencillo.