Entre las ruinas del mercado del Sur, una hoguera anuncia la presencia de gentes. Se oyen murmullos, llantos de niños, una voz de mujer que chilla, ¡déjame ya, hijo de puta, que hueles a podre!, golpes, quejas, silencio, murmullos, llantos de niños… El ruido de la miseria, piensa Letrita, y por un momento tiene la debilidad de imaginarse a sí misma y a las chicas así, desprovistas de todo, acogiéndose al calor dudoso de un fuego y una manta vieja, al refugio desvalido de un muro vacilante. La negra vida de los derrotados.
Un poco más allá, detrás de las casas de la Carbonería, las monjas del hospicio, alertadas por una buena mujer, recogen esa noche a cuatro criaturas. Han estado caminando todo el día. La tarde anterior se les murió la madre, allá en el caserío donde vivían, y una vecina les hizo saber que no había quien se hiciera cargo de ellos, y que más les valía echar a andar hacia Castrollano, porque en la ciudad vivía mucha gente con dinero que les daría de comer. Al padre no lo han vuelto a ver desde que se fue a la guerra, pero la misma vecina les dijo que no lo esperasen, que estaba muerto y bien muerto, fusilado junto con otros muchos de la comarca. La mayor -a quien ya le asoman unos pechos tiernos por debajo de la blusa remendada- entrará pronto de criada en casa de un viudo. El segundo se escapará un par de meses después del hospicio, y acabará siendo un cadáver destrozado, sin cara ni nombre, bajo las ruedas de un tren. A los dos pequeños las monjas los darán en adopción. Ninguno de ellos volverá a saber nada de los otros, aunque soñarán por las noches con extrañas caras de niños llenos de mocos.
Las mujeres de la familia Vega caminan silenciosas por la ciudad asolada y oscura. La madre no ha dicho nada desde que abandonaron la casa de Sacramento, pero todas saben que se dirigen a la calle del Agua, al piso de Carmina Dueñas que, de seguir viva, las acogerá sin duda. Carmina y Letrita son amigas desde niñas. A los seis años, ya compartían el mismo pupitre en la escuelita de doña Rosario, donde aprendieron algunas reglas de aritmética y gramática y todas las posibles combinaciones de puntos y bordados, dientes de perro, bastillas, repulgos, vainicas, recamados, entredoses, bodoques, festones… Carmina siempre fue una costurera primorosa, y toda la vida regaló a las amigas camisas delicadas, exquisitos tapetes y hasta hermosos cubrecamas trabajados punto a punto en sus largas horas de soledad.
Pero Letrita olvidó todo lo aprendido apenas hubo abandonado la escuela a los doce años. Quizá lo hizo creyendo que, al ignorar el trasiego de las agujas y las telas y los suaves hilos de seda, evitaría el destino de su hermana mayor. Elisa -tan hermosa con su ondulado pelo rubio que a Letrita, de niña, le parecía un hada- había sido la bordadora más entregada y virtuosa de cuantas conocieron las aulas de doña Rosario. Se pasaba las horas sentada en el mirador de la casa, frente al puerto, enredando ensimismada los dedos en las preciosas madejas de hilo y acariciando los tejidos de sutiles texturas con el mismo placer con el que una amante mimaría la piel del cuerpo deseado. De sus manos salían, sin esfuerzo aparente, flores todavía húmedas del rocío, guirnaldas de hojas a las que el sol aún no había devorado la palidez virginal de las primeras horas y hasta pájaros de fuego que parecían cantar. La gente se quedaba admirada ante sus bordados, tanto como ante su inquietante belleza y su permanente silencio, tan raros la una y el otro que las mujeres mayores se preguntaban en voz baja dónde encontrarían los Cristóbal un hombre con el valor suficiente para pedir en matrimonio a aquella muchacha tan ajena al mundo. Pero no hizo falta buscarlo: al cumplir los catorce años, su madre le comunicó que se haría monja. En el monasterio de clausura de las Pelayas necesitaban hermanas de manos habilidosas para cumplir con los muchos encargos que recibían. Habían visto algunos de sus trabajos, y estaban dispuestas a aceptarla sin dote, todo un privilegio para una familia como la suya, que de otra manera jamás habría podido permitirse el lujo de meter monja a una hija en un lugar como aquél.
Nadie recordaba haber visto nunca llorar a Elisa, ni siquiera de pequeña, pero en cuanto supo la noticia empezó a caerle por las mejillas un borbotón de lágrimas silenciosas, que ya no volvió a cesar. Su único gesto de resistencia fue un susurro, no, madre, por favor, pero la madre se dio media vuelta y la dejó plantada en el mirador, con el llanto derramándose sobre los hilos de colores, que se destiñeron en su regazo hasta formar una absurda mancha estridente.
Seis meses más tarde, Elisa murió en la enfermería del monasterio. Ningún médico se atrevió a diagnosticar la razón. Quizá fue de pena, dijeron. La propia abadesa había llamado a los padres poco después del ingreso para decirles que estaba convencida de que la vida de clausura no le sentaba bien a Elisa, que la pobre criatura no paraba de llorar y temblar de frío y se negaba a comer, que sin duda alguna el misericordioso Dios no la quería religiosa y enferma, y que era mejor que se la llevasen a casa. El padre, como siempre, calló. La madre frunció el ceño y se negó a hacerse cargo de aquella hija caprichosa. Después de mucho insistir, la abadesa comprendió que se las veía con una mujer sin corazón, y decidió cuidar a la desdichada niña y encomendar al Señor su destino.
Unos días más tarde, Letrita fue con su padre a verla. Regresó a casa tan consternada, que aquella noche le subió altísima la fiebre. Su hada rubia se había convertido en un espectro. La piel le colgaba sobre los huesos de la cara como a una anciana, y de los ojos, hinchados y purulentos, seguían brotándole sin descanso las lágrimas. No dijo nada, pero cuando ya se iban le acarició la mano a través de la reja que las separaba y la miró intensamente durante unos segundos. Letrita no vio que su boca se abriera, pero a pesar de eso oyó claramente su voz susurrándole: No dejes que te hagan lo mismo que a mí, no dejes que decidan tu vida.
Desde aquella mañana, Letrita dejó de creer en Dios y en sus padres. Sólo tenía once años, pero comprendió que la crueldad de los arrogantes era uno de los más demoledores atributos del ser humano, y que la sumisión de los débiles equivalía a su aniquilación como personas. Decidió que ella haría otra vida, una suya, propia, al margen de la voluntad materna. Durante mucho tiempo, se imaginó escapándose de casa y viajando a bordo de uno de los grandes veleros que atracaban en el puerto hacia alguna de aquellas ciudades de nombres preciosos que aparecían en los carteles de las compañías de navegación, Maracaibo, Callao, Montevideo, Veracruz o quizá La Habana, a cualquier lugar lejano y desconocido donde nadie tuviese poder sobre ella. Aún no había renunciado a ese sueño cuando apareció Publio, pasando cuatro veces al día bajo el mirador en el que antes bordaba la silenciosa Elisa y donde ahora se quedaba ella muchas horas, interesada en el ajetreo constante de los muelles. Cuando empezaron a verse a escondidas de los padres y a tener largas conversaciones, sentados en lo alto del cerro de las Hermanas sobre los periódicos que Publio desplegaba con cuidado para no ensuciarse, Letrita supo que era en el mundo bondadoso y sereno de aquel hombre en el que ella quería vivir. Y que valdría la pena luchar a su lado para liquidar el tiempo de los crueles y los sumisos.
Durante todos aquellos años, la confidente de sus penas y sus anhelos había sido Carmina Dueñas. Habían aprendido a reírse juntas de sus disgustos y sus fracasos, y la risa las unió con un lazo más inquebrantable que cualquier concepción del mundo. Cuando Carmina, al cabo de mucho tiempo de matrimonio estéril, comprendió por fin que nunca tendría hijos, empezó a tratar como propios a los de su amiga, que entretanto paría una y otra vez, aunque algunos de los niños se le morían enseguida. Y cuando se quedó sola y a punto de cumplir los treinta, en aquella absurda situación que ella misma denominaba de viuda con el difunto vivito y, sobre todo, coleando, la familia Vega pasó a ser definitivamente la suya.