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Carmina había hecho una buena boda. Manolo Rueda la quería, y era el tipo más divertido de cuantos pisaban Castrollano, además de propietario de una pequeña mercería que daba lo suficiente para vivir bien. Entusiasta y nervioso, se lanzaba a todas las aventuras que se le ponían por delante, incluidos negocios ruinosos, escaladas a montañas altísimas, farras con los amigos, excursiones por comarcas remotas o amoríos con vicetiples robustas y coristas descaradas. Carmina, que lo trataba como a un niño, se lo perdonaba todo, hasta lo de los amoríos, porque sabía que la seguía queriendo, y para ella eso bastaba. Por lo demás, como solía decir sin ningún recato a sus amigas, prefería un marido infiel y feliz a un esposo devotísimo pero mustio.

El día que cumplió los cuarenta años, en 1909, Carmina se lo encontró al llegar de la mercería justamente así como no se lo quería encontrar, mustio, cabizbajo, tristón. Acababa de darse cuenta de que lo mejor de su vida había pasado, le confesó. ¿Y qué había hecho? No había cumplido ninguno de sus sueños de infancia, no había cruzado el Orinoco, ni pescado un tiburón, ni avistado las cumbres nevadas de los Andes, lloriqueó. Así que Carmina, abrazándolo, se lo dijo muy clarito: Pues vete, hijo, vete, haz todo lo que puedas, yo me quedo aquí tan feliz. Y se quedó.

Manolo se marchó una mañana de primavera a bordo de un vapor correo de nombre conveniente, El Despreocupado, para no volver nunca más. No llegó a avistar las cumbres de los Andes ni cruzó el Orinoco, pero sí que logró pescar algunos tiburones allá en el mar Caribe, junto a Manzanillo, donde se instaló al descubrir que la isla de Cuba le ofrecía muchas más aventuras que Castrollano y todo el continente europeo juntos, y que una mulata de nombre Lolita reunía en sí la robustez y el descaro de todas las vicetiples y coristas posibles, además de la santa paciencia de su esposa.

Cuando supo que su marido no pensaba regresar a casa, Carmina no se lo tomó del todo mal, e incluso llegó a habituarse pronto a su rara situación y a cogerle cariño a la familia que Manolo iba creando en Manzanillo y de la que le daba puntual cuenta en sus frecuentes y tiernas cartas. Fue la madrina por poderes de la primera hija, a la que pusieron su nombre y de la que ella se ocupó en la lejanía con toda la devoción de una madre postiza. A pesar del escándalo de muchas de sus amigas, las fotografías de las siete criaturas de su marido fueron alineándose con los años en la consola de su sala de estar, junto a otra más grande en la que posaba muy sonrientey moreno el propio Manolo al lado de su mulata, bien enganchetados del brazo. A cambio, ella le envió un retrato de su boda que la pareja de concubinos colgó sobre el cabecero de su cama. Poco a poco, la gente fue acostumbrándose a aquella situación, y llegó a ser normal que las clientas menos pacatas de la mercería le preguntasen por la salud de su marido, la otra mujer y los niños.

La única pena de Carmina durante aquellos años se la había provocado su cobardía: a pesar de la insistencia de Manolo y hasta de Lolita y los crios, que siempre añadían unas letras en las cartas, nunca tuvo valor para coger un barco y plantarse allí. Estaba convencida, por alguna extraña superstición que ni ella misma podía explicarse, de que en cuanto se alejase de Castrollano le sucedería algo malo, quizá la muerte. Ése fue también el motivo por el cual no quiso huir con los Vega de la ciudad, a pesar de que por aquel entonces andaba muy desanimada. La guerra, con sus infinitas penalidades propias y ajenas y, sobre todo, la falta de noticias de la familia cubana desde que el correo de ultramar había dejado de funcionar la tenían acongojada. Cuando, después de todos aquellos meses viviendo en su casa, Letrita le anunció su decisión de abandonar Castrollano y le pidió que se fuese con ellos, rompió a llorar como una niña, pero aun así fue incapaz de dar el paso. Sólo a la hora de la despedída recuperó su humor, y aseguró entre risas que en realidad se quedaba porque no podía imaginarse siendo peinada por manos distintas de las de su peinadora de toda la vida. ¿Cómo iba a arriesgarse ella a perder el poco pelo que aún le quedaba y a que se lo cambiasen de color? Hijas, añadió, a ver si me voy a morir por ahí hecha un adefesio. ¡Ni hablar!

Letrita recuerda ahora su cara en el último instante, al otro lado de la misma puerta a la que acaba de llamar con su sonido rítmico de siempre -un golpe largo y tres breves-, la cara redonda y afable de Carmina, sus ojos pálidos tan a menudo achinados y húmedos de la risa, el pelo blanco teñido siempre con un reflejo violáceo, la colonia barata que en ella huele sin embargo a rosas frescas, recuerda toda la ternura y el apoyo y la comprensión y la entereza que le debe, y anhela desesperadamente que esa puerta se abra para abrazarla más fuerte de lo que jamás la ha abrazado y sentir una vez más que, pase lo que pase, ella está ahí, con su clara e infinita amistad entre las manos.

Cuando al fin aparece, después de haberlas descubierto a través de la mirilla, el rostro de Carmina ha vuelto a ser el de la niña que fue. Toda ella, en realidad, se ha transformado. Se sonroja como una niña, grita como una niña, las besuquea y abraza una y otra vez como una niña que hubiese recuperado lo más querido. Pero la alegría queda pronto velada por las malas noticias de una y otra parte: la muerte de Publio y Miguel, y la del tío Joaquín y Manolo, que sucumbió a unas fiebres palúdicas el último día del año 38. La carta de la ahijada comunicando la desgracia en nombre de su madre anafalbeta tardó cinco meses en llegar, pero, milagrosamente, llegó. De todas maneras, ella ya se barruntaba algo, porque aunque nunca se las había dado de bruja ni creía en los espíritus, aquella noche del 31 de diciembre la foto de Manolo y Lolita se cayó de la consola y el cristal se hizo añicos contra el suelo. Desde entonces se le había quedado como una sensación de vacío por dentro que no se le curaba con nada y que se asentó definitivamente con la llegada de la carta de Cuba.

Letrita y Carmina se cuentan y se escuchan las penas con calma. Para ellas ha pasado ya el tiempo de la vehemencia, el tiempo de la desesperación. Han aprendido que a cierto dolor sólo se sobrevive conformándose a él, adaptando a su garra cada una de las células del cuerpo. Saben que es inútil combatirlo, inútil darle de lado, inútil olvidarlo, porque no se olvida. Saben que hay que llevarlo dentro y dejarle hacer su tarea, cavar su hoyo, morder su presa, abatir su víctima. Hay que vivir en paz con el dolor y acompasar el paso al suyo. Por eso no necesitan llorar la una por la otra, ni hacerse aspavientos y buscar palabras compungidas o consoladoras. Les basta con sentir que, una vez más, están ahí, ellas sí que están aún ahí, vivas, presentes, sentadas lado a lado igual que se sentaban en el pupitre de la escuelita de doña Rosario, tibias y juntas aunque los corazones estén retorcidos y arrugados de tanto vivir.

Las hijas respetan en silencio el reencuentro y las confidencias de las amigas. Pero Merceditas no. Merceditas acaba de cumplir nueve años, y no quiere oír hablar más de muertos ni de tristezas. Cuando empezó la guerra, no llegó a comprender lo que sucedía. Delante de ella, todos se esforzaron por ocultar la crueldad de las cosas, y evitaron mostrarle el miedo o la angustia. Su única pena fue la postración del abuelo, pero a eso se acostumbró enseguida. En cuanto a la muerte del tío Miguel, la sintió más por el dolor de su familia que por el suyo propio, pues no había tenido mucho trato con él. El resto -los tiroteos, las bombas, las huidas, la vida a salto de mata- lo recuerda como si hubiese formado parte de un juego prolongado y no de una tragedia.