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– No, espera, espera, que ya la pongo yo.

Y Carmina sacará del fondo del aparador uno de sus mejores manteles de hilo -algo amarillento del desuso-, la vajilla de porcelana inglesa, algunas piezas de su cristalería buena y hasta los cubiertos de plata con las iniciales C y M entrecruzadas que su suegra le encargó cuando la boda. Comerán patatas cocidas, sí, y tres huevos que aún le quedan de los últimos que le han bajado, a precio casi regalado, de la aldea donde pasó muchos veranos y de donde le llegan de vez en cuando, más por compasión que por negocio, fruta, algunas verduras o un poco de leche. Comerán poco y mal, pero al menos lo harán en una mesa de princesas.

En unos días, la casa de la calle del Agua volverá a estar limpia y ordenada, y aunque el escaso dinero no dé ni para comprar la achicoria de las cartillas de racionamiento y el café parezca ahora un lujo legendario, las amigas volverán a frecuentarla. Al menos algunas, porque las partidarias del antiguo orden estricto, las defensoras de la exclusividad de sus privilegios, aquellas a las que la simple mención de la palabra libertad les pone los pelos de punta, ésas no querrán volver. En realidad, como ellas mismas se cuentan las unas a las otras, Carmina siempre les pareció demasiado permisiva, con aquellas cosas raras del marido y la mujerzuela cubana, pero es que antes todo se veía de otra manera y había que disimular lo que se pensaba de verdad. En cambio ahora, en los nuevos tiempos, no se pueden perdonar esos comportamientos. Y aunque Carmina ya está viuda, eso no le justifica el pasado. Además, nunca ha hablado de política, pero todas saben que su marido era anarquista y algo así debía de ser ella misma, y si no por qué no va a misa y por qué tiene tantas amigas rojas, que hasta ha metido a Letrita y a sus hijas a vivir con ella, y ésas más rojas no pueden ser, a mí no me va a engañar la mosquita muerta, seguro que en esa casa se oyen unas cosas tremendas contra Franco y contra Dios, yo no digo que las lleven a la cárcel, no, que una todavía tiene caridad cristiana y no le desea el mal a nadie, pero por lo menos que les pongan una multa o algo así, que ésas fueron las que quemaron los conventos y mataron a los curas y míralas, por ahí tan frescas, y todavía pretenden que seamos amigas… Habrá alguna, más desdichada, que aparezca para excusarse. Oliva, por ejemplo, que vive con un hijo falangista y feroz. Se presentará una tarde, con los ojos enrojecidos, y ni siquiera querrá pasar. Se quedará en la puerta, muerta de vergüenza de su propia cobardía:

– Sólo vengo para que sepas que no puedo venir más, Carmina. Mi hijo no me deja. Dice que si se entera de que vuelvo por aquí, me echará de casa. Y si me echa de casa, ¿dónde voy yo?

Carmina comprenderá su miedo. Oliva es demasiado vieja ya para rebelarse contra nada, demasiado débil. Podría decirle que no debe dejarse amenazar de esa manera, que no acepte que su hijo decida quiénes tienen que ser sus amigas, que más vale sola que mal acompañada… Pero no lo hace. No quiere meterse en la vida de nadie, igual que aspira a que los demás no se metan en la suya. Sin embargo, hay cosas que nunca cambiarán, la mierda de las intransigencias, el ejercicio asqueroso del poder, sea el que sea.

– No te preocupes, Oliva, lo entiendo, claro que lo entiendo. Tú tranquila, hija, que el mundo no se acaba en el comedor de mi casa, y además esto pasará, ya verás como pasará.

Oliva se irá agradecida, pensando que en todo Castrollano, no, en todo el país no hay otra mujer tan buena como Carmina Dueñas y que ojalá el mundo entero fuese así y no como aquel hijo suyo puñetero, tanto luchar para educarlo como a una persona decente y fue a salirle violento y sin corazón, vaya fracaso de madre, vaya fracaso de vida…

Pero las otras volverán, poco a poco, cada una con su propia historia, la del hijo muerto en el frente, la de la nieta reventada por una bomba, la del hermano huido no se sabe a dónde. Hablarán de esas cosas, y de la gran marea de ayer, y de las obras de reconstrucción que empiezan aquí y allá, y de lo difícil que es encontrar unos zapatos bonitos, y del hambre, y de lo pesado que está el marido, venga a decir que se quiere morir pero no se muere, y de la prima de la vecina de la esquina que se ha liado con un militar casado que le ha puesto un piso, y, por cierto, de lo horroroso que es ese Franco que parece un eunuco y seguro que lo es… Hablarán de mil cosas tontas, mientras a sus pies, en los castaños de Indias del parque, se vayan abriendo los grandes ramos de flores blancas. Se coserán la ropa avejentada. Se arreglarán el pelo las unas a las otras. Habrá de nuevo partidas de cartas y risas desaforadas. Pero cada una de ellas llegará y se irá siempre con el dolor, que va dejando a su paso una estela negra y disonante, perfectamente identificable alrededor de los cuerpos que en aquel tiempo caminan por la ciudad, cuerpos baldados del trabajo, cuerpos mustios de desamor, cuerpos exhaustos del hambre, cuerpos mutilados por las armas, cuerpos ateridos del frío, cuerpos mancillados en la prostitución, pobres, tristes cuerpos de los tristes y pobres seres derrotados que, a pesar de todo, anhelan vivir.

LOS AMORES DE FEDA

Apenas son las nueve de la mañana del día siguiente cuando Feda, bañada ya y arreglada con su mejor vestido, sale de casa de Carmina camino de Torió. Casi no ha dormido en toda la noche, a pesar del cansancio del largo viaje y las sorpresas tan duras de la tarde anterior. La excitación de volver a encontrarse con Simón la ha mantenido en vela. Sin embargo, camina ligera, casi corriendo. No tiene ni un céntimo y no se ha atrevido a pedirlo, así que debe recorrer a pie los tres o cuatro kilómetros que la separan de la casa, más allá de la playa. La última vez que estuvo allí, hace ya tres años, viajó en cambio en el tranvía que llegaba hasta el puente del Gabión. Era el mismo día en que Miguel había rescatado a toda la familia por los tejados de la casa del Sacramento. Desde el comienzo de los tiroteos en el cuartel de Campoalto, casi una semana atrás, no había visto a Simón ni sabía nada de él, y ya no aguantaba más. Así que apenas llegados al piso del tío Joaquín, se escapó sin el permiso de su madre y se subió a aquel tranvía. Pero le pareció tan lento que, al final, decidió bajarse antes de la última parada y echó a correr.

Al llegar al gran caserón de la colina, el corazón le rebotaba en las sienes y en el estómago. Apenas tuvo fuerzas para llamar a la puerta, que abrió la muchacha, tan cejijunta y malencarada como la propia doña Pía. Ni siquiera la saludó, aunque su grito resonó en la casa inmensa y silenciosa:

– ¡Señoraaaa!

Después se quedó callada, firme en el umbral de la puerta, como taponándolo para evitar cualquier intento de atravesarlo. Feda temió desmayarse al tener que enfrentarse por primera vez ella sola a la madre de Simón, que llegó caminando despacio, vestida como siempre de negro, con su collar de perlas brillantes alrededor del alto cuello de encaje y el pelo recogido en la nuca, tieso y duro igual que un casco. Le pareció aún más alta, más adusta e imponente que otras veces. Su timidísimo buenas tardes ni siquiera se oyó. Doña Pía no se molestó en responder.

– Simón se ha ido -le soltó sin más ni más, con su voz grave como la de un hombre-. Está con el ejército de Franco. Así que ahora ya puedes ir olvidándote de él definitivamente, porque ya no volverás a tenerlo. De eso me ocupo yo. Prefiero verlo muerto antes que liado con la hija de un socialista pobretón, entérate de una vez por todas.