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Y con un leve gesto de sus cejas ordenó a la muchacha que cerrase la puerta. Feda se puso a llorar a gritos allí mismo, siguió llorando mientras trastabillaba camino de la parada del tranvía y en el propio tranvía -donde un chico muy atento, al que ella ni siquiera miró, le ofreció su pañuelo limpio-, y llegó llorando a casa del tío Joaquín. Después de regañarla por su escapada y por el susto que les había dado -aunque en realidad todos suponían que había ido adonde había ido-, Letrita no supo qué decir para consolarla. Si le seguía la corriente y se lamentaba con ella de aquel amor contrariado por la ceguera de doña Pía, si la abrazaba y le aseguraba entender su pena por la desaparición del novio, los llantos redoblaban, inconsolables. Pero cuando al fin se cansó del lloriqueo y, mientras la obligaba a tomarse una tila, empezó a decirle que tampoco era para tanto, que al fin y al cabo Simón no era más que un señorito fresco y maleducado, que todos veían venir su abandono, con guerra o sin guerra y que no debía empeñarse en aquel amorío absurdo sino abrir los ojos a otros chicos mucho mejores que él, los llantos se convirtieron en gritos histéricos. Fue preciso que interviniera Alegría que, con su dulzura habitual, logró calmar poco a poco a Feda y acostarla después de darle una copita de anís, aunque tuvo que esperar luego a que se durmiese sujetándole la mano.

Desde aquel día, Feda parecía, como decía su madre, la sombra de un suspiro. A su habitual tendencia a las melancolías y los sobresaltos permanentes, se unía ahora una exagerada laxitud física. En silencio, ella misma achacaba aquel desmadejamiento a la interrupción de sus encuentros amorosos con Simón, en el pisito que él había alquilado frente a la playa, y que la vigorizaban mucho más que cualquiera de los tónicos que María Luisa se empeñaba en hacerle tragar para combatir sus frecuentes malestares. Ciertamente, estaba destrozada. En las amargas noches en vela le daba por pensar que nunca más iba a verlo. Simón siempre se había resistido a la más que evidente hostilidad hacia ella de su madre. Pero ahora que estaba lejos y que las cosas se habían puesto tan feas, con aquella guerra que parecía enfrentar personalmente a las dos familias, lo más probable es que acabase por acatar la voluntad materna y la abandonara. Aunque también era posible que muriese en combate, desangrándose, mutilado, ciego… De tener que elegir entre una de aquellas dos perspectivas, Feda no habría sabido con cuál quedarse. Fuera como fuese, el futuro sin Simón se le antojaba un infierno, en el que se veía ya a sí misma solterona y definitivamente casta, vestida de negro como doña Pía y renunciando incluso a la barra de labios rosa fuerte y a la colonia de lavanda, dos aditamentos sin los cuales nunca salía de casa desde que había cumplido los diecisiete años.

Durante algún tiempo esperó una carta de despedida que jamás llegó. Al cabo de unos días, angustiada por la falta de noticias, empezó a buscarlas entre las amigas de Simón, a las que abordaba en la calle o en los cafés y a las que llegó a acechar a la puerta de sus propias casas. Así logró ir sabiendo a lo largo de los meses que estaba bien y que se portaba como un héroe, pero también que no había vuelto a mencionarla. Sin duda alguna, aquello hubiera desanimado a cualquier chica menos terca o enamorada que ella. A Feda no. Feda era tímida y hasta miedosa, pero no aceptaba fácilmente una negativa, al menos en los asuntos que para ella eran importantes. En esos momentos, y ya desde pequeña, le crecía por dentro como una fuerza, unas ganas tan irresistibles de hacer su santa voluntad que ella misma se sentía transfigurada, convertida en otra Feda mucho más valiente y segura de sí misma. E irresistible. Y ahora, una vez superado el desengaño de los primeros días, esa Feda intrépida había vuelto a nacer en su interior, y se negaba a admitir el abandono. De hecho, muchas noches, cuando estaba a punto de dormirse, le parecía que llegaba Simón y que la besaba y la abrazaba y le mordía los pechos y los muslos y se metía dentro de ella. Estaba convencida de que, en ese mismo momento, él la deseaba, soñaba con ella, la tomaba con su imaginación, en solitario. Siempre queriéndola.

Así fue pasando el tiempo. Hasta que llegó el mes de octubre del año 37, tan desapacible como no se recordaba desde hacía mucho, un octubre de lluvias intensas y vientos furiosos que tronaban por las calles, desgajando árboles, arrancando postigos y tejas y levantando en la mar olas gigantescas. Y en medio de aquel destrozo como del fin del mundo, hasta los más optimistas tuvieron que reconocer que Castrollano estaba a punto de caer en manos de Franco. Desde el comienzo de la guerra, el ejército fascista había estado más atento a otros frentes vitales. Pero en ese momento, y rendidas ya las ciudades del entorno, avanzaba victorioso y se preparaba en las cercanías para el asalto final.

Durante casi dos meses, Castrollano fue bombardeado sin tregua, hasta dos y tres veces diarias. Sobrecogidos de miedo, muertos de hambre y de impotencia, muchos trataban de fingir, sin embargo, una normalidad inexistente, y salían a las calles jugándose el pellejo aunque no les fuera preciso, sólo para dar un paseo o tomarse un café, como si con sus gestos cotidianos pudieran evitar lo que terminaba por ocurrir, el momento angustioso de las sirenas, las carreras hacia los refugios más cercanos sin dejar de atisbar el cielo ni de calcular, por el estruendo de los motores, la cercanía de los bombarderos, una ciudad entera tratando de protegerse, hombretones como murallas corriendo pálidos, madres atentas en medio del terror a proteger del frío los oídos y las bocas de sus hijos, ancianas arrastrándose a pasitos -luchando todavía por librar la vida ya escasa-, niños paralizados por el pánico. Después llegaba la destrucción, la muerte. Una vez y otra y otra.

Letrita sabía por la prensa que la represión contra los republicanos en las ciudades tomadas estaba siendo cruenta. Se hablaba de ejecuciones en masa, de encarcelamientos multitudinarios, de delaciones insospechadas. Ahora que ya no creía en casi nada, estaba segura de que tales atrocidades no eran exclusivas del bando enemigo. Pero también daba por supuesto que su familia sería perseguida y castigada. Publio al menos, que tanto había luchado por sus convicciones. Su nombre era de sobra conocido como para que cualquiera pudiera denunciarlo, por venganza, por ambición, tal vez por puro miedo. No podía soportar la idea de verlo morir asesinado o de que terminara sus días encerrado en una cárcel. Quizá ése fuera el final de los héroes, de los auténticos resistentes. Quizá, si él hubiera podido decidir, habría querido acabar así, defendiendo con toda la dignidad posible aquello en lo que siempre había creído. Muriendo por ello si era necesario. Pero Publio ahora no decidía nada, ni comprendía nada ni, tal vez, recordaba ya nada. Y ella no iba a sentarse a esperar a que viniesen por él. Tenía que intentar salir de allí como fuese.

Desde principios de octubre, mucha gente desesperada estaba huyendo en barco. A diario había pesqueros y navios de carga que zarpaban hacia los puertos franceses, desde donde los fugitivos eran repatriados por tren a la zona republicana, a Cataluña o al Levante. Se decía que la travesía era muy arriesgada. Además de las tempestades habituales en aquella época del año en el golfo de Vizcaya, los rumores, probablemente ciertos, hablaban de que los buques de la Marina golpista controlaban la costa y detenían a todos los barcos sospechosos. Gracias al teléfono, se sabía de algunos que habían logrado llegar a Francia. Pero de otros muchos no había noticias. Quizá estaban muertos, ahogados en el fondo del mar, o, aún peor, presos en algún puerto, o fusilados. A pesar de todo, a Letrita le parecía más arriesgado quedarse.

A mediados de mes -al día siguiente de un bombardeo aún más violento que de costumbre, que arrasó los depósitos de agua y buena parte del barrio de pescadores y dejó un número incontable de muertos-, reunió a la familia y les comunicó su decisión: gracias a las buenas relaciones de Publio, había conseguido salvoconductos para todos. Siete salvoconductos -y tres más para Merceditas y los hijos de Miguel- que les permitirían irse de inmediato. Si es que estaban de acuerdo. Esa misma noche se dirigirían al puerto y saldrían en el primer barco que los aceptase a bordo. Luego, si la situación en el Mediterráneo seguía igual, regresarían a España a través de la frontera de Port Bou. Por la mañana había sacado del banco todos los ahorros. No eran una fortuna, pero administrándose bien, les darían lo suficiente para vivir algún tiempo.