Solemne, brillante y empapada, la procesión recorre las calles bordeadas de penosas ruinas, casas agujereadas como puertas de infiernos, casas apuntaladas como viejas inválidas, casas vacías y frías y deshechas -descolgados los batientes, llenos de sucias cicatrices los muros, rotos los cristales- como los despojos de un mundo en descomposición. Al llegar a la playa, ocurre el prodigio tan esperado. Justo en el momento en que el arzobispo, con su alta mitra y su blanca capa pluvial bordada de oro, dobla la esquina de la calle del Sol, frente al balneario de Mediodía, el mar se apacigua. La marea alta y el temporal habían traído consigo un estallido de olas oscuras, que chocaban infatigables contra el muro del paseo, salpicando de espuma y agua las aceras y resonando ensordecedoras sobre las voces preocupadas de las gentes, que temían que la comitiva se viese obligada a variar el rumbo por no someter a tantas personalidades, además de a la propia Virgen, a la mojadura marítima. Pero ahora, de pronto, las olas se amansan, y vienen a lamer silenciosas y sumisas la estrecha lengua de arena, arrullando el paso del cortejo. La muchedumbre cae aquí de rodillas con énfasis mayor, admirando el suceso, y algunos hasta se atreven a gritar la palabra milagro, que salta sobre las cabezas y recorre pronto las calles del resto de la ciudad, aún recogidas en tensa devoción.
Al fin, la Virgen y sus andas y todos sus acompañantes desaparecen al extremo del paseo por la gran puerta de la iglesia de San Pedro. Entonces, como si una orden celestial las impulsara, un tropel de voces empieza a entonar el himno de la Madre de la Lluvia, Viirgen santa y puura, bendiice esta tierraa que quiere seer tuuya… Suenan las notas al tiempo, desde puntos diversos de la plaza, pero no logran ponerse de acuerdo en el tono, y al cabo, Castrollano entero estalla en un estruendo de inarmonías y desafinamientos, que hace chillar enloquecidas a las gaviotas, maullar a los gatos, llorar a los niños pequeños y llega a arredrar a las mismísimas campanas, enmudecidas de pronto.
Y es en ese momento, en el preciso instante en que la comitiva entra por la puerta de la iglesia y el gentío arranca a cantar, cuando el tren donde viajan las mujeres de la familia Vega se detiene en la estación. Ninguna se ha levantado aún del asiento, salvo Merceditas, que apenas alguien anunció la cercanía de Castrollano, al adivinar a lo lejos la alta silueta del Redentor sobre la torre de la Iglesia Vieja, se abalanzó hacia la ventanilla y forcejeó con ella hasta que logró abrirla, sin asustarse de los hollines ni de la lluvia, que pronto formó un charco sobre el suelo, salpicado de manchas oscuras. Ninguna le dijo nada, sin embargo, como si el cansancio y la emoción las hubieran dejado mudas y olvidadas de la disciplina. Sólo Letrita reaccionó al cabo de un rato, cuando desde un asiento vecino se oyó protestar. Entonces obligó a la niña a cerrar la ventanilla y sentarse, aunque al momento volvió a descuidar sus propias normas y le permitió hablar en voz muy alta, casi a gritos, mientras agitaba las piernas en el aire, pateando de paso a la tía María Luisa, sentada frente a ella:
– ¡Ya estamos, ya estamos…! Abuela, ¿te acuerdas de ese bosque y de la aldea? ¿Te acuerdas de todo?
Letrita ni siquiera contestó.
Se limitó a sacudir la cabeza afirmando, pero mantuvo fija la vista al frente, lejos del paisaje que no quiere volver a mirar por miedo a encontrarse con una tierra que acaso ya no es su tierra, con el espectro de una Letrita que quizá no sea ya ella misma, aquella que se quedó allí casi dos años atrás, entre las paredes de la casa acribillada a balazos, junto al marido muerto en vida. No quiere mirar el paisaje, que va desfilando sin embargo en su cabeza al ritmo lento y machacón del tren, los caseríos blancos de Cigual con las matas de hortensias en flor y las higueras reventándose ya de higos verdes, los prados suaves en los que pastaban las vacas y una burra negra amamantaba a su cría a la sombra de un fresno, la ermita de la Santa Cruz sobre la colina y el gran tejo que goteaba la lluvia al camino embarrado, las primeras casas de la ciudad, sucias y llenas de niños que se asomaban a los ventanucos para decir adiós al tren y allá, al fondo, la gran mancha oscura del mar, el olor del mar y el sonido del mar… No quiere mirar porque está segura de que si mira sólo verá el vacío, la ausencia del marido muerto, la ausencia del hijo muerto, los agujeros de todos los muertos y los desaparecidos y los presos, los agujeros del silencio que habrán de guardar de ahora en adelante y del hambre que ya están pasando, el vacío de las casas bombardeadas, de los niños destrozados, de las vacas sacrificadas, de los árboles talados, de la gran mancha oscura del mar.
Letrita pestañea deprisa y aprieta el cuello gastado del abrigo contra la piel. Las demás la observan calladas, y Feda, sentada a su lado, le pone un momento la mano sobre la manga, aunque la retira enseguida, temiendo dejarse llevar por la emoción y romper a llorar, como de costumbre, desbaratando así todos los secretos planes de firmeza. Hasta el momento se está portando bien. Hace ya tres días que han salido de Noguera, después de despedirse de la tumba del padre, dejando sobre ella un puñado de ramas del almendro y los naranjos de la casa. Tres días de trenes, asientos duros como piedras, noches de duermevela, lavados de gato en las fuentes de las estaciones, bocadillos compartidos en las cantinas sucias y una taza de manzanilla después, para entonar los cuerpos desmadejados. Tres días de cruzar campos asolados y tristes, ciudades que parecen sostenerse en pie por la milagrosa acción de alguna fuerza contraria a la gravedad, poblachones de muros desparramados como lava de volcanes -temblorosas las torres heridas de las iglesias, de las que huyeron hace tiempo las cigüeñas en busca de otros nidos silenciosos- y cementerios grandes y solitarios que parecen albergar a todos los muertos del mundo. Tres días de sol seco, azuzado, de insoportable luz puntiaguda, igual que si un millón de alfileres viniesen a clavarse sobre las cosas destrozadas, haciéndoles sangre, y de amaneceres fríos en los que hubo que echarse encima varias capas de ropa y apretarse las unas contra las otras sobre los incómodos asientos de tantos vagones de tercera. Tres días en los que no ha llorado ni una lágrima. Bueno, un poco sí, pero sólo un poco, y a escondidas además de las otras, que la vigilan cuando sale de los retretes, respirando hondo y fingiendo sonreír. Así que, después de tanto esfuerzo, no va ahora a rendirse y ponerse a sollozar, a pesar de las ganas que le han entrado al sentir el olor del mar que ya llega por las ventanillas, más fuerte incluso que el de los humos de la máquina. A Simón le saben los labios así, a mar, a sal y a yodo, y a lluvia y a montaña y a río y a sexo y a luz y a mañana de verano y a café con leche. A Simón le saben los labios a todo lo bueno de la vida.
Los labios y el resto del cuerpo… ¿Cómo ha podido vivir dos años sin ese gusto y sin ese cuerpo? Dos años sin saber nada de él, salvo que no está muerto, y que todavía la quiere, eso sí que lo sabe, porque muchas veces lo siente tocándola, y mordiéndole y metiéndose dentro de ella, y si ella lo siente es porque él lo está pensando, y Feda no cree probable que los muertos piensen en esas cosas, la verdad… Ahora mismo irá a verlo. En cuanto lleguen. Irá corriendo a su casa, al enorme caserón sobre la colina donde tanto lloró la última vez que estuvo, y se abrazarán y se besarán aunque esté su madre, qué importa ya su madre después de dos años sin saber nada el uno del otro, lo besará, le morderá los labios, ya siente otra vez el sabor de la sal y."…