Alegría aceptó sin dudarlo. Desde el comienzo de la guerra había participado con entusiasmo en las actividades de algunos grupos de mujeres, repartiendo propaganda antifascista por las calles y trabajando en el cuidado de los niños de los barrios obreros, más menesterosos que nunca. Estaba segura de que cuando entrasen los golpistas en la ciudad ella pagaría por eso. Ir a la cárcel -no quería pensar en la posibilidad de morir- no le importaba tanto por sí misma como por Mercedes, porque tal vez no quedaría nadie que pudiese cuidar de ella. Además, no deseaba separarse de sus padres. Así pues, sólo tardó unos segundos en decidirse a huir.
El tío Joaquín, por supuesto, dijo que no. A grandes voces, hizo saber que no iba a permitir que pudiesen con él esos cabrones de curas que ya le habían dejado sin casa y ahora pretendían dejarle además sin calles y sin mar y sin tertulia. Que lo mataran si tenían huevos, pero él no estaba dispuesto a renunciar a su vida de siempre. También Margarita, que no se veía viviendo en ningún otro lugar, decidió quedarse con sus hijos. Y Carmina, que rechazó la propuesta toda llorosa a causa de su proverbial miedo a alejarse de Castrollano. Pero Letrita contaba con esas tres negativas. La sorpresa llegó cuando Feda, sin atreverse a mirarla, afirmó que quería quedarse para cuidar del tío. Aunque no se lo esperaba, su madre ni se inmutó.
– Ya -dijo, clavándole los ojos-. ¿Qué pasa, que tienes miedo de que si te vas no vuelva a encontrarte el calzonazos de Simón?
Feda enrojeció. Desde que Letrita había empezado a hablar, haciéndoles aquella propuesta sorprendente había calculado rápidamente las consecuencias de su marcha. Huir significaría no recibir nunca más noticias de Simón. Ya no sabría si estaba vivo o muerto, y esa angustia se la comería, no tenía ninguna duda. Prefería mil veces quedarse sola en la ciudad, lejos de su familia, antes que separarse de todo lo que aún la unía a su novio. Sin embargo, Letrita había decidido no consentirle más caprichos a aquella hija tan mimada. La culpa la tenía ella, por haberle permitido tantas tonterías con el cuento de que era la más pequeña, pero ahora no tenía tiempo para lamentarse de sus errores.
– Me da igual tu opinión, Feda. Vendrás con nosotros, lo quieras o no. Y si se te ocurre escaparte o algo así, te juro que desde ese momento dejarás de ser mi hija. Ya lo sabes.
Feda se tomó en serio la amenaza materna. Suspirando, aunque sin atreverse a decir ni una palabra más, metió su escaso equipaje en la maleta que compartiría con Alegría y Merceditas. Y, ya anochecido, dijo adiós toda llorosa a Carmina y al tío Joaquín -quien, intuyendo tal vez el ya cercano estallido de su viejo corazón, se despidió de ellos como si se fueran a merendar, agitando el bastón en el aire y gruñendo un hala, hasta luego que, sin embargo, apenas se oyó a pesar de su potente voz- y salió junto con el resto de su familia hacia el puerto.
La gente se agolpaba en los muelles, esperando poder subir a bordo de alguno de los barcos dispuestos a partir. Sin embargo, a pesar del miedo y el ansia por irse lo antes posible, apenas se oían voces. Se aguardaba en silencio, rumiando sin duda por dentro la amargura de una despedida como aquélla, pero sin ánimo ya para manifestarla. Sólo el ronquido de los motores, mientras los navios zarpaban despacio, atravesando el puerto temblorosos y solemnes, rompía la calma. Cada partida era observada con desazón por los que aún esperaban, que miraban alejarse en la oscuridad a los otros, los que ya no tenían vuelta atrás, irremediablemente condenados a atravesar aquel mar tan enorme y desconocido. Hubo quien, después de comprender la tristeza de los que se iban, renunció a sus planes de fuga y regresó a casa, dispuesto a enfrentarse a la incertidumbre y quizá a la propia muerte, protegido por el mismo espacio, la misma luz, las mismas gentes, las mismas palabras, las mismas y de pronto tan queridas cosas de toda la vida.
Pero los Vega se quedaron. Y al cabo de tres o cuatro horas pudieron embarcar en el Don Quijote, un pesquero de buen tamaño y ágil, de brillante casco rojo sobre el que ondeaba, casi invisible en la noche, la bandera tricolor. No había patrón. Al mando iba un marinero viejo, con la cara marcada por cada una de las tempestades a las que había sobrevivido. A bordo, medio centenar de almas, algún dirigente político, varios guardias de Asalto, una docena de milicianos, un grupo de hombres heridos y cuatro o cinco familias, mujeres y viejos temblorosos y niños asustados.
Al amanecer, el Don Quijote zarpó, ruidoso y lento. Arrumbó hacia la bocana del puerto, enderrotó luego al Nordeste, arrió por prudencia la bandera republicana y se hizo a la mar. El sol se había alzado ya en el cielo, extrañamente azul aquella mañana, y parecía cubrir de oro las calles arrasadas de Castrollano, que flotaba en la lejanía, leve y centelleante, como una ciudad habitada por hadas. A su alrededor se extendían las colinas verdes, las pequeñas siluetas suaves de los árboles, los ríos que abrían tranquilos surcos violáceos hacia el mar. Y a lo lejos, apenas visibles en la distancia, las miradas más capaces aún alcanzaban a distinguir las cumbres nevadas, blanquísimas e imbatibles. Si alguien lloró, lo hizo en silencio. Si a alguien se le partió el corazón, no dijo nada.
Apenas hubo tiempo para las nostalgias. Enseguida sonó, amortiguado pero inconfundible, el bramido de las máquinas asesinas, y una lluvia de fuego cayó largamente sobre el puerto. El espectáculo de la destrucción, a la que habían escapado por minutos y de la que sin duda estaban siendo víctimas muchos de los que aún quedaban allí, sobrecogió los ánimos. Sin embargo, lo peor estaba aún por venir. Todavía se veían las llamas ardiendo en los muelles, cuando se avistó un barco. Parecía otro pesquero inofensivo, pero la bandera monárquica y las ametralladoras ostentosas sobre el puente no dejaban lugar a dudas. Debía de tratarse de uno de los navios de la Marina de Franco. Los refugiados corrieron a esconderse en la bodega, salvo dos de los guardias de asalto, los más serenos, que permanecieron en cubierta. Pronto sonaron órdenes amenazadoras, y los motores del Don Quijote se detuvieron. El barco cabeceaba ahora inerte. Después de un tiempo eterno, uno de los guardias bajó para avisar con palabras entrecortadas que el bou artillado mandaba poner rumbo a Puentesala, en poder ya de los fascistas. Por primera vez, se oyeron en voz alta sollozos, cagamentos, blasfemias. Letrita echó un vistazo a los suyos. Feda tenía los ojos cerrados. Alegría abrazaba a la niña y trataba de quitar importancia a todo aquello. Publio, el pobre Publio viejo e inocente, intentaba mantener el equilibrio con los pies abiertos y la ayuda del bastón, un poco pálido, como si estuviera mareándose, pero ajeno a todo. La miró y le sonrió, con la boca abierta, igual que un niño. Hacía años que Letrita no creía en Dios. Sin embargo, en aquel momento se puso a rezar en silencio.