Alguien decidió que era absurdo seguir hacinados en la bodega. Al fin y al cabo, iban a detenerlos a todos en cuanto llegasen a Puentesala. Volvieron a cubierta. La luz los deslumhró unos segundos, aunque ya no era el sol intenso de antes, sino una claridad amarillenta y desfallecida. Una niebla pálida cubría ahora el horizonte e iba alzándose por el cielo, avanzando hacia los barcos parados en mitad del mar. A pocos metros de distancia, un par de hom-bres uniformados apuntaron firmemente las ametralladoras del bou contra el grupo demudado de fugitivos, y cinco o seis soldados los encañonaron con sus fusiles. Se oyó un grito: ¡Qué, comunistas! ¿Ya os cagasteis?, y luego carcajadas. Algunos respondieron, indignados. De pronto, uno de los milicianos se tiró al agua y empezó a nadar, alejándose de los pesqueros, tratando quizá de llegar a la costa. Sonó un disparo, y el cuerpo se volteó en el agua, se mantuvo boca arriba durante unos instantes, agitó convulsamente los brazos y luego se hundió, dejando una estela roja que pronto fue llevada por la corriente. Un largo jirón de niebla, ligero como una gasa, surgió entonces de la nada y envolvió por unos momentos al bou, difuminando el cañón de las armas y las caras jocosas de los marinos. Alguien gritó de nuevo, ¡Arrancad el motor de una puta vez, o seguimos disparando! Las máquinas roncaron. Los dos pesqueros pusieron rumbo hacia Puentesala, el bou artillado vigilando tan de cerca al Don Quijote que, de haber sido observados en la lejanía, habrían parecido un único navio deforme.
Quizá el tiempo se había detenido. La muerte aguardaba allí donde el mar se convirtiese en tierra. Nadie hablaba. Nadie se movía. Se habían terminado las razones. Pero silenciosa, muy despacio, la niebla fue creciendo alrededor de aquel barco ya fantasma, desenroscándose como una serpiente blanquecina, hasta que lo invadió todo. La mancha antes oscura del enemigo palideció, un poco más a cada minuto, y acabó disolviéndose entre las nubes, como si se la hubieran tragado. A bordo arreciaban los gritos, hijos de puta, ni os mováis, os vamos a matar a todos en cuanto esta puta niebla desaparezca, no se os ocurra intentar ninguna maniobra… No fue preciso decir nada. Bastaron las miradas y los gestos. El pesquero viró a toda marcha y navegó de nuevo hacia el Nordeste, dejando atrás las ráfagas de ametralladora que se perdieron impotentes en el mar, como las chinas inofensivas de un niño que juega. Sólo entonces estallaron los chillidos, los aplausos, las voces de alegría. Dos días después, en medio de una furiosa tempestad, sin combustible y a remolque de un colega francés, el Don Quijote entró en el puerto de La Rochelle.
Feda vivió todo aquello como si estuviera envuelta en su propia niebla, la travesía en el barco, el viaje en tren cruzando Francia, los días de refugio en Barcelona, el encuentro con María Luisa -que llevaba casi un año viviendo en Cataluña con la familia de Fernando-, el traslado más al sur y las primeras semanas en Noguera. Las últimas lágrimas las había vertido al salir de casa de Carmina. Luego se quedó sin ellas. Fue como si el alma se le adormeciera, y pasara por los sucesos y los lugares sonámbula. Incluso Simón había desaparecido de sus noches, y ella llegó a temer que estuviera muerto. Pero poco a poco, en medio de aquella vida que recuperaba lentamente la fuerza de la cotidianeidad, se fue despertando. Una mañana amaneció con uno de sus viejos dolores de estómago, y tuvo que estar a manzanilla hasta la noche. Al día siguiente se puso a llorar cuando María Luisa le echó una bronca por no ocuparse de nada.
Y al otro, por fin, Simón volvió para quererla. Entonces el alma de Feda se sacudió los últimos restos del sueño, bostezó, se estiró largamente y echó a andar como si tal cosa, con sus melancolías y sus miedos y sus buenos momentos, añorando siempre el regreso a Castrollano y a los brazos reales de Simón.
Ahora, después de aquel tiempo que parece toda una vida, los tres años más interminables que se pueda imaginar, está al fin allí de nuevo, tan cerca del caserón en la colina, muerta de ansiedad y sudorosa. Pero cuando llega a la verja y alcanza a ver la gran casa al fondo del paseo de tilos, el calor se convierte en escalofrío: todo está cerrado, las contraventanas, la puerta, la propia verja que ella sacude con incredulidad. Un hombre que siega en la finca de al lado se le acerca:
– ¿Busca usted a los Seliña?
– Sí.
– Se han ido.
– ¿Quiénes se han ido?
– Doña Pía y su hijo.
Está vivo. Simón está vivo.
Se ha ido, pero vive, respira, aún la quiere…
– ¿Está bien el hijo?
– Sí, muy bien. Hizo una guerra muy buena, y ahora creo que anda en algo del gobierno. Por eso se han ido.
– ¿Sabe usted adónde?
– A Madrid, claro, a Madrid. Con los ministros y todo eso.
– Gracias, muchas gracias, señor.
Feda regresa hacia la playa despacio, ensimismada, demasiado feliz para fijarse en nada que no sea su propia felicidad, Simón está vivo, Simón todavía me quiere, Simón está vivo… Al llegar al puente del Gabión, salta desde las rocas a la arena y camina junto al mar que, a veces, llega hasta sus pies y le moja los zapatos polvorientos, dejándole manchas blanquecinas de salitre. Pero ella ni se da cuenta. Al final de la playa, más allá de la iglesia de San Pedro, se extienden las ruinas del Club Náutico, bombardeado un amanecer. Varios grupos de niños juegan entre ellas, trepando a las montañas de escombros y saltando al fondo reventado y mugriento de la piscina. Vistas así, de lejos, bajo el solecillo templado de aquel comienzo del verano, a Feda no le parecen los restos dolientes de un pasado perdido ya para siempre, sino el proyecto de algo que habrá de llegar a ser esplendoroso. Allí conoció a Simón, un día del año 35, cuando su amiga Rosa Dindurra se empeñó en que la acompañara a la piscina. Ella se resistía, muerta de vergüenza, no tenía ropa adecuada, no estaba acostumbrada a tratar con gente así, de tanto dinero y tanto postín, pero Rosa le dejó un traje de baño precioso y acabó por convencerla.
Fue ella misma quien le presentó a Simón aquella mañana, y él, como si fuera un caballero en un salón de alto rango y no un muchacho en bañador saludando a una chica, se inclinó ceremoniosamente para besarle la mano, haciéndola sonrojarse y reír. A la semana siguiente, en la primera fiesta del Club a la que asistió, la sacó a bailar varias veces seguidas. Feda notaba a través de su vestido y en su propia mano el sudor de las manos de él, y la forma temblorosa con que la miraba. Esa misma noche la acompañó a casa, después de dejar antes a Rosa en la suya, y al llegar al portal la besó y empezó a acariciarle la espalda y luego le puso las manos en la garganta y las bajó por dentro del escote hasta sus pechos. En aquel momento Feda comprendió lo que significaba la palabra placer. Sólo unos días más, y ya se creería también sabia en amor.
Rosa Dindurra, eso es… Quizá haya regresado ya de Francia. La guerra la pilló allí, de vacaciones con sus padres. Cuando Feda y su familia abandonaron Castrollano en el 37, la casa de los Dindurra seguía cerrada y no se sabía nada de ellos. Pero lo más probable es que ahora estén de vuelta. Feda corre, quiere llegar cuanto antes a la calle de la Muralla, piensa que a través de Rosa podrá encontrar a Simón en Madrid, y además acaba de darse cuenta de todo lo que ha añorado a su amiga en estos años. Los pies se le enredan en los socavones que las bombas y el abandono han dejado por todas partes, y un par de veces está a punto de caer. Pero al fin consigue pararse intacta ante la puerta del piso, donde llama con repentina timidez. Una muchacha vestida de uniforme, exactamente igual que en los viejos tiempos, abre la puerta y saluda. A Feda casi no le sale la voz del sofocón.