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– Buenas. ¿Está la señorita Rosa?

– ¿De parte de quién?

– Soy Feda. Federica Vega.

El abrazo y los besos duran largos minutos. Rosa está preciosa. Ha pasado toda la guerra en París, y no ha conocido ni el hambre ni el miedo. Su padre, que regresó en cuanto pudo para unirse a los de Franco, ha tenido mucha suerte en los negocios y las cosas le han ido muy bien. A ella, en cambio, la sorprende el aspecto desastrado de Feda. Está pálida y flaca, y el feo vestido oscuro la hace parecer mucho mayor de lo que es. Pero no dice nada. Aunque vive entre algodones, tiene ojos para ver lo que sucede, toda la destrucción y la miseria que asolaron Castrollano y siguen instalándose lentamente a su alrededor, como si la ciudad entera hubiera sido víctima de una peste atroz, cuyas inevitables consecuencias aún perduran.

La charla es rápida, casi a gritos, interrumpida una y otra vez para cambiar de tema o volver al asunto anterior. Se dan las noticias con brevedad, dispuestas a no olvidarse de nada en aquellos primeros momentos, la vida en París era genial, tengo un novio francés y a lo mejor me caso y me voy a vivir allí, es ingeniero, mi padre murió y también mi hermano Miguel, no tenemos nada, el marido de María Luisa está en la cárcel, no sé qué vamos a hacer, pero ya nos arreglaremos… Rosa compadece a su amiga. La vida es injusta, piensa para sus adentros. Feda, tan guapa, tan buena, tan simpática, no se merece todo eso. Va a intentar ayudarla en lo que esté a su alcance, le regalará vestidos, le pedirá a su padre que le dé trabajo, pero, ¿qué más puede hacer? No es ella quien ha decidido que el mundo sea así, es así porque es así, ya está, y no es posible hacer nada por cambiarlo, sólo intentar ayudar a los que lo necesiten, ella va a empezar a ir con su madre al hospicio, dicen que está lleno de niños huérfanos y abandonados, ha muerto tanta gente en la guerra o se han ido, y los pobres niños necesitan que los cuiden, ella quiere hacerlo, quiere ayudar, no puede cambiar el mundo pero sí, por lo menos, echar una manita…

– ¿Sabes algo de Simón?

La pregunta de Feda la sorprende.

– Pues… no, la verdad es que no. ¿Tú tampoco?

– No, bueno, sí, algo. Se fue con el ejército de Franco. Y hoy me han dicho que está en Madrid con su madre. ¿De verdad que no sabes nada?

– De verdad que no, Fedita. Sólo hace quince días que llegamos, y casi no he salido. Además, ¿a dónde? Está todo destrozado, el Club Náutico, y todo… Pero me enteraré, claro que me enteraré, no te preocupes.

Un par de días después, Rosa aparecerá en casa de Carmina Dueñas. Saludará, cariñosa, a todo el mundo y luego se encerrará con Feda, toda nerviosa, en una habitación.

– Tengo noticias. Es verdad que está en Madrid, con un cargo, en Justicia, creo. -¿Me has conseguido la dirección?

– No exactamente… Bueno, sí, me la han dado, pero me han hecho jurar que no te la pasaría. -La cara de Feda languidecerá-. No te preocupes, Fedita, le he escrito yo por ti. Le he mandado una carta felicitándolo por lo de su nombramiento y, de paso, le he contado que te había visto y que se te había muerto tu padre y que, por favor, te escribiera aquí.

Feda se comerá a besos a su amiga. Durante un rato hablarán del futuro, se preguntarán cuánto tardará en llegar su carta, y qué le dirá, y cómo podría ella viajar a Madrid si Simón se lo propone… Luego, Rosa la mirará de pronto muy seria:

– También tengo que decirte otra cosa que no te va a gustar mucho.

– ¿De Simón?

– No, de Simón no, de mí. Verás… es que mi madre me ha dicho que es mejor que no nos veamos como antes, porque papá no quiere. Como ahora sois… rojas, ya sabes. ¡No te enfades conmigo, Fedita, por favor! No vamos a dejar de ser amigas, no es eso, es sólo que ya no puedo llevarte a las fiestas y cosas así. Bueno, cuando las vuelva a haber. Pero podemos seguir viéndonos aquí, o salir a dar un paseo por la playa…

Feda se sentirá como si le estuvieran clavando alfileres en el corazón, un montón de alfileres pequeños y muy agudos, igual que los del acerico rojo de Carmina. Otra vez, lo mismo que doña Pía, lo mismo que la dueña de la tienda de Noguera que se negó a venderles nada en cuanto la guerra terminó, lo mismo que el hombre del tren, lo mismo que doña Petra, lo mismo que todos aquellos cerdos que se creen dueños del mundo porque han ganado, dueños de las vidas y de los sentimientos de los demás, qué razón tenía su padre cuando decía que en la derecha había muchas gentes peligrosas, gentes que jamás darían una oportunidad a los demás, gentes, que iban a misa todos los domingos pero desconocían el significado de la palabra compasión, manoseada y hecha trizas por ellos mismos.

Y entonces le saldrá de dentro un ramalazo de orgullo, la feroz dignidad de los perdedores que se saben, sin embargo, seguros de su razón. No derramará ni una lágrima, no hará un mal gesto. Se pondrá en pie, casi sonriente, y dirá con calma:

– Pues yo no quiero volver a verte, ni aquí ni en ningún sitio. Adiós, Rosa, que disfrutes de tus fiestas de fascistas.

– Feda, por Dios, tú sabes que yo no pienso nada malo de ti, ni mi padre tampoco, si él te quiere mucho, es que las cosas ahora son así, qué vamos a hacer nosotros…

Pero estará hablando en vano, porque Feda ya habrá salido de la habitación y la habrá dejado sola. Rosa abandonará la casa con lágrimas en los ojos, sintiéndose profundamente incomprendida. No es para tanto, no es para tanto, se dirá a sí misma. Y su conciencia asentirá.

Un mes después, Feda recibirá una carta sin remite, pero con matasellos de Madrid. La abrirá temblorosa, rompiendo el sobre que se resiste a sus dedos.

Mi querida Feda:

A mí mismo me resulta extraño escribir ese nombre, después de tanto tiempo. Y, sin embargo, ¡cuántas veces lo habré susurrado en las noches después de los combates, Feda, Fedita, déjame besarte, déjame lamer tus pechos y tu sexo, déjame entrar en ti! Quería olvidarte, pero nunca lo logré. Te he deseado tanto todos estos años, que a veces llegué a pensar que eras lo único que me importaba en la vida, y a la mañana siguiente volvía al frente hecho una furia, porque sólo quería que la guerra terminase pronto para volver a estar a tu lado, amándote.

Pero las cosas han cambiado tanto, mi niña… Ahora, quizá ya lo sabes, tengo un cargo importante. He empezado una carrera política en la que estoy seguro llegaré lejos. Me gusta. Creo en esto. En las ideas por las que hemos hecho la guerra y en mí mismo. Tu amor y tu cuerpo me hacían sentirme vivo, pero he descubierto que no eran lo único. Así de claro te lo digo, Feda. Y no te me pongas a llorar.

Tienes que entender que ahora debo cuidar mucho las cosas. No puedo volver contigo. Eso sería cavar mi propia fosa. Aquí no se consienten veleidades. Así pues, me veo obligado a renunciar a ti. Duele, claro que duele. A veces pienso que voy a recordarte siempre, que cada vez que baile con otra, o que bese a otra o que me acueste con otra creeré que lo estoy haciendo contigo. Pero ésta es la vida, Fedita. Hay que elegir. Yo ya he hecho mi elección, y por muy dolorosa que sea, seguiré adelante. Y eso mismo es lo que tienes que hacer tú. Piensa en tu futuro, organizalo. Trata de alejarte todo lo que puedas de los tuyos. Te lo digo por tu propio bien: las cosas no van a ser fáciles para los que están marcados por sus ideas. A ti nunca te ha importado la política, y así es como debe ser. Pero mientras sigas pegada a tu madre y tus hermanas, los demás no pensarán eso de ti. Lucha por seguir tu propio camino, y no permitas que ellas te lo embarren. Empieza a ir a la iglesia. Que te vean allí todos los domingos. Busca apoyo en un confesor. E intenta encontrar un buen marido, un hombre como es debido que cuide de ti y te trate como a una reina. Eso es lo que mereces,mi Feda querida, y eso es lo que te desea con toda la nostalgia del mundo tu