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Todavía adolescente, había entrado de ayudante de un viejo fotógrafo que le enseñó todo lo que sabía de su oficio y todo lo que sabía de política, que era mucho. Con él se hizo comunista y con él llegó a ser un experto en retratos. Manejaba como nadie en Castrollano el arte de hacer posar a los clientes, enmarcarlos en un decorado adecuado a su personalidad y obtener de ellos su mejor expresión. Y, en ese campo, curiosamente, la delicadeza era su dominio. Todo lo suave, lo pulcro, lo exquisito llamaba la atención de su ojo. Ante una mujer hermosa, vestida de sedas y terciopelos, o un viejo elegante con chistera y bastón, realmente se derretía. Pero lo que más le gustaba fotografiar era niñas, a ser posible de blanco, con grandes lazos. Las rodeaba de flores y gasas, y así componía aquellos retratos un tanto anticuados pero muy del agrado de la mayoría de la gente, que los encontraba, como solían decir, preciosos. A veces sus camaradas le preguntaban el porqué de ese gusto aburguesado y un poco Victoriano y trataban de convencerle para que sacase su cámara a la calle y retratara a los obreros de las fábricas o los crios de los barrios miserables, pero él se negaba y defendía su arte. Estaba dispuesto a dárselo todo al partido y a la revolución, decía, su inteligencia, sus horas libres y su valor el día que hiciera falta, pero que nadie le pidiese que le entregase también su talento. Lo suyo era aquello, la recreación de la parte agradable de la vida, y ni se preguntaba las razones ni se las discutía a sí mismo.

Sin embargo, Miguel no llegó a enamorarse de ninguna de aquellas jóvenes lánguidas y elegantes que acudían a su estudio, a pesar de que hubo más de una que, atraída por su aspecto un tanto extravagante y su fama de revolucionario, subió una y otra vez las escaleras del viejo edificio con las excusas más absurdas y le dedicó miradas de intensa ternura. Pero él era poco dado a los amoríos. A decir verdad, las mujeres le interesaban más como objetos a retratar que como elementos provocadores de su deseo, poco vivido, o de sus sueños, centrados en asuntos que consideraba más trascendentes. Además, tenía muy claro que una cosa era el arte y otra la vida. Y en la vida, en la de verdad, quien acabó gustándole, aunque no se pudiera hablar de pasión ni mucho menos, fue una vecina del barrio de pescadores, guapa y dueña de un descaro proverbial. La chica no le hacía ningún caso, pero un día llamó a su puerta llorando. Estaba embarazada, no importaba de quién. El tipo no era su novio ni nada parecido, y no quería que se enterase. No sabía qué hacer. Una de sus amigas había muerto a causa de un aborto el año anterior, desangrada, y ella no se atrevía a pasar por eso. Además, le apetecía tener un hijo, le parecía una buena cosa. Pero también le daba miedo tenerlo sola, sin un hombre que la ayudase a criarlo. Estaba hecha un lío, y, no encontrando nadie con quien hablar de aquello, se le había ocurrido que él, que sabía tanto de todo, podría quizá aconsejarla.

Miguel sólo le dijo que lo pensara bien y que hiciese lo que realmente quisiera, sin sentirse obligada por nada ni por nadie. A Margarita le gustó tanto charlar con él aquella tarde, que desde entonces empezó a ir a buscarlo a menudo. Escuchaba impresionada los discursos de su nuevo amigo sobre el marxismo y la revolución. Muchas de aquellas cosas las había pensado ella siempre, aunque sin saberlo muy bien ni encontrarle las palabras adecuadas ni darse cuenta de que había otras personas que veían el mundo de la misma manera. Descubrir que no estaba sola la hacía sentirse exaltada y dispuesta a lo que fuera. Así que un día le dijo a Miguel que había decidido tener el niño, o la niña si es que niña era, para que se pareciese a él y pudiera hacer en el futuro la revolución. Miguel la abrazó muy fuerte, y luego puso la cabeza sobre su barriga, por ver si oía crecer a aquella criatura del porvenir.

Cuando el embarazo fue siendo visible y algunos hombres del barrio empezaron a mirar a Margarita con tanta burla como deseo, Miguel se la llevó una tarde de domingo a un merendero que había en Torió, donde un grupo de músicos tocaba pasodobles. Y allí, entre dos pasos de baile, le preguntó si se casaría con él. Margarita sólo quiso saber si estaba dispuesto a reconocer al niño aunque no fuera suyo, y él contestó que era hijo de la pobreza, y que eso le bastaba para considerarlo como propio. Entonces ella aceptó. Fue un compromiso un poco raro. No se besaron ni hablaron de amor, porque ni existía ni pretendían engañarse a sí mismos. En realidad, tampoco lo necesitaban. Era suficiente con el cariño y la protección mutua.

A los pocos días, Miguel apareció en casa de sus padres con Margarita y la presentó como su novia. También explicó que la criatura que esperaba no era suya, pero que eso daba igual. La sorpresa fue mayúscula, aunque Publio reaccionó en seguida: abrazó al chico, besó a la novia y trajo una botella de anís y otra de coñac para brindar por el acontecimiento, que parecía haberlo entusiasmado. Letrita disimuló cuanto pudo y fingió sumarse a las muestras de alegría, pero se sentía profundamente decepcionada. Ella siempre había deseado que su hijo se casara con una maestra o alguien así, una mujer inteligente y preparada con quien pudiese compartir sus inquietudes y sus afanes. Y aquella muchacha nada tenía que ver con sus deseos. Tal vez fuera buena persona, pero ignorante, muy ignorante. Su vocabulario de arriera y su tono de voz estentóreo le parecieron lamentables. Tampoco le gustó su aspecto: Margarita había intentado arreglarse para la ocasión ciñéndose la tripa y los pechos hinchados con un vestido feo y chillón, y se había recogido el pelo demasiado fino en un moño torpe que ya al llegar a la casa se mostraba desgreñado. Según la silenciosa opinión de Letrita, parecía una buscona. Y a saber si no estaría abusando de su hijo, que a pesar de tanta revolución era un inocente.

Sin embargo, se tragó el parecer y el chasco, para no aguar la fiesta. Por la noche, mientras pasaba su cotidiano ratito de soledad en el cuarto de baño, decidió que algo debía decirle a Publio. El ingenuo de su marido no parecía darse cuenta de todo aquello y estaba más contento que unas castañuelas, como si Miguel fuera a casarse con una poeta o una científica o, cuando menos, con una mujer de apariencia decente. Sentía una rabia tremenda, la colérica impotencia de la madre frustrada en sus sueños, y ganas le daban de salir dando un portazo y ponerse a gritarle que si era tonto o no tenía ojos en la cara o qué. Pero mientras hacía los reconfortantes gestos cotidianos, mientras se lavaba y se cepillaba el pelo y se limpiaba los dientes y se desvestía y se ponía su camisón, fue calmándose y creyó haber recuperado el buen juicio. Seguro que Publio tenía razón en alegrarse. Se estaba poniendo un poco exagerada con aquel asunto. Seguro que Margarita era una buena chica y que quería bien a Miguel y Miguel a ella, y al fin y al cabo su hijo no era una persona normal, tenía que reconocerlo, y siempre le daba por hacer cosas raras que, a la larga, le sentaban estupendamente bien. Ella también se había enfadado, y mucho, cuando se empeñó en irse a vivir a aquella casa en ruinas del barrio de pescadores, en medio de la miseria y la sordidez, y míralo, ahí estaba tan feliz, disfrutando de aquel lugar en el que cualquiera menos especial que él no se atrevería ni a poner los pies.