– ¡Feda! ¡Coge tu maleta! ¿O pretendes que te la bajemos nosotras, guapa?
A María Luisa le cuesta trabajo levantar la voz después de tanto tiempo sin hablar, casi desde que el tren arrancó de la estación de León. Le sale como un ronquido antes de poder pronunciar con su tono más desagradable el nombre de Feda, y al final acaba rugiendo, porque de pronto siente una furia inmensa, y tiene ganas de gritar y dar patadas y puñetazos y romperle la cara a aquella caprichosa, siempre jugando a la hermana pequeña y debilucha… Está harta de sus dolores de cabeza y sus lágrimas, de sus náuseas y sus desfallecimientos, y de tener que cuidarla como si fuera una enferma cuando en realidad es una niña malcriada, acostumbrada a que todo el mundo la mime y le resuelva los problemas, encantada de poder quedarse en la cama quejándose mientras los demás se ocupan de todo. ¡Ya está bien! Antes todavía podía pasar, cuando vivían el padre y Miguel, cuando Fernando estaba libre, antes, sí, mientras fueron una familia normal y el dinero entraba cada mes en casa, cuando la guerra aún no había empezado, antes, en otro tiempo y en otro mundo. Pero ahora todo ha cambiado. Son un puñado de mujeres pobres, lo poco que aún guardan de los ahorros de su padre ya no les sirve para nada, ese montón absurdo de billetes de la desdichada República invalidados por el hijo de puta de Franco. ¡Si hasta para volver a casa necesitaron la ayuda de don José, el párroco de Noguera, que se apiadó de ellas y les entregó a escondidas la colecta del cepillo de varios domingos!
Volver a casa… María Luisa ni siquiera está segura de que aún tengan casa. Han pasado casi dos años desde que se fueron, en octubre del 37, y a saber qué ha ocurrido entretanto. Lo más probable es que doña Petra, que tanto los odiaba por sus ideas, le haya alquilado el piso a otra familia. Suponiendo además que el edificio haya logrado sobrevivir a los bombardeos, y eso ya es mucho suponer. Ella finge estar convencida de que todo sigue igual, pero sólo lo hace por no desilusionar a la madre, que habla de la casa con la total seguridad de que todavía es suya. Cada día, durante todos los que han pasado fuera, en el barco, o en los trenes mientras cruzaban Francia y Cataluña, o en el caserón de Noguera donde se instalaron con aquel matrimonio tan antipático pero que, a Dios gracias, aceptó alquilarles buena parte de su enorme propiedad vacía, durante todo aquel tiempo, incluida la noche en que el padre se puso enfermo y se murió y la mañana del entierro, cada uno de aquellos días durante casi dos años, su madre ha hablado del piso como si siguieran conservándolo, como si simplemente se hubiesen ido de vacaciones y estuviera preocupada por la acumulación de polvo sobre los muebles o la posibilidad de que las polillas se comiesen las alfombras. Las mañanas de lluvia, mientras contemplaba los naranjales que se desentumecían bajo el agua, solía decir: Espero que la ventana de mi habitación haya quedado bien cerrada, esa ventana siempre ha dado mucha lata, tenemos que arreglarla en cuanto volvamos, Publio. El padre la miraba como si aún la comprendiese, y todas se ponían a recordar la gran habitación con sus muebles oscuros, la cama de dos colchones de lana, tan alta que, cuando eran pequeñas, competían a escondidas de los mayores para lograr subirse a ella sin necesidad de encaramarse antes al silloncito, y las fotos amarillentas de los abuelos sobre la cómoda en la que se guardaban preciosas enaguas de sedas ya desteñidas, medias de algodón sin estrenar, abanicos con dibujos de flores y princesas chinas, una cajita de laca llena de broches de formas diversas, con los que su madre suele sujetar las toquillas y los chales que siempre lleva por encima de las blusas, y varias decenas de pañuelos de batista finísima, bordados para su ya viejo ajuar por las Pelayas, en el mismo monasterio en el que se había muerto, de pena y de frío, la tía Elisa.
¿Adónde habrá ido a parar todo aquello? Ella calla -y también Alegría- para no preocupar más de la cuenta a su madre y a Feda, que ha vivido todo aquel tiempo ajena a cualquier problema que no sean sus malestares o la falta de noticias de Simón, pero está segura de que nada encontrarán. No. Cuando las cosas van mal, van todo lo mal que pueden ir, y todas a la vez. Si te empiezan a ocurrir desgracias, te ocurren unas cuantas seguidas. María Luisa llega a pensar a veces que eso que llaman la vida es un ente propio, una especie de ser supraterrenal, infantil y caprichoso, dedicado a jugar con las personas, exactamente igual que cuando ella jugaba de pequeña con su muñeca: Ahora eres mi niñita querida y yo te acuno, te doy calor, te canto una canción suave al oído para que te rías y luego te duermas, ahora no me gustas, eres fea y tonta, y te arranco tu bonito vestido y te dejo desnuda y a la intemperie, y además te tiro del pelo y te retuerzo los brazos y te doy golpes en los cachetes… Sí, de pronto, cuando crees que la vida es suave y cálida, aparece la mala suerte, y te atrapa en esa jaula de la que parece que no puedes salir, tupida, tan oscura. Pero luego, un día, la mala suerte se resquebraja por algún lado. Un día, sin darte cuenta, ves una estrella fugaz en el cielo, o florece la pobre plantita que has estado cuidando sin pensar que florecería, o recibes carta de tu marido encarcelado. Un día. Entretanto hay que echarle valor y procurar que la intemperie te haga temblar lo menos posible. María Luisa lo ha aprendido de su padre, que tanto confiaba en ella. Tú sí que tienes arrestos, hija, le decía, tú como un hombre, y así debe ser. Incluso la noche antes de morirse, cuando recuperó de pronto la lucidez y el habla, mientras se quedaron a solas durante un rato, se lo repitió, y le hizo saber cuánto confiaba en ella para que cuidase de su madre y sus hermanas, que eran mucho más inocentes y también más débiles. Pero no puede hacerlo todo sola. Porque también ella tiene miedo y frío y hambre. También ella se desespera pensando en Fernando, preso desde hace siete meses. Por la noche, mientras se cepilla el pelo antes de acostarse, le parece ver al fondo del espejo -en otro espacio que nada tiene que ver con el de aquel cuarto, en un lugar difuso y lento, como cubierto de nieblas- la cara de su marido, aún más flaco que de costumbre, con los moratones de las palizas en los pómulos y alrededor de los ojos miopes, y una sonrisa temblorosa con la que trata de disimular el miedo a ser levantado a patadas cualquier amanecer y conducido hacia las tapias de la cárcel, y entonces será el fin… Algunas veces tiene que morderse su propia mano para no ponerse a gritar ante aquella imagen, y termina frotando y refrotando el espejo con una toalla por tratar de borrarla, vete, vete, le susurra, no vengas a angustiarme, porque si me angustias no podré hacer nada por ti ni por mí ni por todos los demás…
El hombre del bigote y la camisa azul, el mismo que ha estado haciendo comentarios desagradables y en voz muy alta durante todo el viaje, incrusta la punta de su maleta en el muslo de Merceditas, que chilla.
– Venga, venga, ya está bien, bajaos ya o dejad bajarse a los demás…
– Es usted un grosero, señor, ¿qué se ha creído?
Alegría habla sin levantar la voz, frotando entretanto la pierna de su hija con la mano, por quitarle el dolor. El hombre del bigote y la camisa azul la mira con deseo y desprecio, y la boca se le desdibuja en una asquerosa sonrisa de medio lado.
– Piojosas… -murmura-. Acabaréis de putas…
Letrita se le planta delante, altiva la cabeza, brillantes los ojos, como crecida. Hasta el viejo abrigo de luto parece haber recuperado de pronto el brillo de los primeros tiempos. María Luisa y Alegría la flanquean en silencio, respaldando la autoridad materna. Feda, arrinconada entre los asientos, pasa la mano por los hombros de Merceditas. Mirándolo firmemente a los ojos, Letrita pronuncia las palabras muy despacio, con voz tan firme que todo el vagón, donde ahora se ha hecho el silencio, puede escucharla: