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– Pues usted tiene muy buen aspecto, doña Adela.

– Sí, no me puedo quejar… Han sido malos tiempos, pero por lo menos en mi casa no ha habido ninguna desgracia, hemos tenido mucha suerte, gracias a Dios. Y la droguería… Bueno, ya ves, vamos resistiendo. ¿Y tú qué tal, hija? ¿Cómo están tus padres?

– Mi padre murió, pero mamá está bien, gracias.

– Dile que la acompaño en el sentimiento, nadie sabe lo que es quedarse viuda hasta que le llega… -y doña Adela piensa por un momento en lo liberada que se sintió ella cuando se le murió el marido, aquel pesado de Antonio, y ganas le dan de sonreír, pero su rostro, tan acostumbrado al fingimiento, mantiene el gesto de la pesadumbre-. Bueno, hija, pues ya sabes, aquí estoy para lo que necesites.

– Gracias, doña Adela. Yo… quería preguntarle si podría volver a trabajar aquí.

La mujer la observa con sorpresa. No parecía esperarse semejante petición, que la pone en un aprieto. Pero está acostumbrada a resolver rápidamente los conflictos, y enseguida reacciona:

– ¿Tienes el certificado de adhesión al Movimiento Nacional? Alegría palidece.

– No.

– Pues sin eso no te puedo dar trabajo, hija… Yo no tengo nada contra ti, más bien al revés, ya sabes que siempre estuve muy contenta contigo, pero ahora las cosas son difíciles para todos, y no debo arriesgarme a meterme en líos por una tontería como ésa. Si consigues el certificado y el puesto está todavía libre, tuyo será.

Alegría calla. María Luisa sin embargo, como de costumbre, no puede evitar contestar:

– Usted sabe perfectamente que no va a conseguirlo, doña Adela, lo sabe muy bien. Pero, qué importa el certificado, mi hermana siempre fue una trabajadora ejemplar. ¿O ya se ha olvidado de que no faltó nunca, ni siquiera en medio de los peores bombardeos? ¿Quién se quedaba ayudándola cuando había que hacer inventario, y sin cobrar ni un céntimo más? ¿Quién sustituía a Nieves como encargada cuando ella no venía, y siempre por el mismo sueldo? ¿Y ahora resulta que no puede volver a emplearla porque ningún cura ni ningún militar ni ningún falangista va a decir que es buena? ¿Le parece justo?

Doña Adela ya se ha puesto en pie y su cara siempre sonriente se ha vuelto seria, casi ceñuda.

– No sé si es justo o no, pero tenéis que entender que soy una mujer viuda, sin un hombre que me apoye, y que todo está muy complicado. Yo no puedo echaros una mano. Lo siento, de verdad que lo siento, pero no puedo.

María Luisa, cada vez más enfadada, insiste:

– Ella también es una mujer viuda, ¿se acuerda usted?

– Sí, lo sé, lo sé, pero así es la vida, hijas, qué le vamos a hacer… Alegría interrumpe la discusión:

– Déjalo, vámonos ya… -Se despide rápidamente de doña Adela y de Nieves, que la mira compungida, y sale a la calle tragándose las lágrimas y la rabia-. No le des más vueltas, no importa, no es el único trabajo en Castrollano, ya encontraremos algo, no te preocupes…

María Luisa todavía se gira hacia la droguería y maldice, ojalá no vuelva a entrarle nadie en la tienda y se le pudra todo, y su furor hace reír por un momento a su hermana. Luego caminan cogidas del brazo, en silencio durante un rato y charlando de naderías después, fingiendo una despreocupación que, sin embargo, no pueden sentir.

De pronto, alguien grita y abraza a María Luisa.

– ¡María Luisa…!

Teresa Riera era preciosa, tan guapa, con sus grandes ojos grises y su oscuro pelo ondulado, que la gente se volvía por la calle para mirarla. Ella solía reírse cuando se lo decían, ser guapa está bien, contestaba, pero hay cosas más importantes. Quizá su belleza provenía también de esas otras cosas, de su forma armoniosa de estar en el mundo, de aquella bondad que hacía que todos los seres débiles buscasen refugio en ella, los niños y los perros y los viejos enfermos y hasta los desgraciados que pedían limosna en las esquinas. Era tan guapa, que María Luisa no puede evitar sentirse mal al mirarla ahora, cuando termina el largo abrazo y se encuentra con el rostro demacrado, los ojos saltones sobre una piel que se ha vuelto arrugada como la de una mujer mayor, el pelo rapado casi al cero. La guerra ha dejado también sobre los cuerpos su huella de desgaste y de devastación.

Teresa les propone ir un rato a su piso, tienen tantas cosas que contarse y tanto que celebrar ahora que se han encontrado… Su madre ha muerto, dice, pero ella sigue viviendo en el mismo sitio, allí al lado, justo encima de La Imperial, aquella famosa pastelería donde antes se exponían montañas de bombones envueltos en papeles brillantes, merengues de colores y tartas con formas de flores y que ahora está cerrada, cubierta de telarañas la persiana del escaparate. Alegría rechaza la invitación: quiere llegar pronto a casa y descargar al fin su disgusto, así que prefiere seguir sola su camino, dejando a las dos amigas todavía abrazadas, felices de haberse descubierto vivas.

El piso de Teresa y su madre, una mujer adinerada, siempre tuvo buenos muebles y cuadros notables. Ahora está casi vacío. El precioso piano Pleyel que le habían regalado al cumplir los quince años ha desaparecido. En su lugar hay una mesa sobre la que están pegados un montón de papelitos, pequeños trozos alargados de papel, blancos y negros, que parecen simular un teclado. Teresa nota la sorpresa de su amiga. Está desolada:

– Me lo robaron. En realidad, me robaron todo. Pero lo que más me dolió fue que se llevaran mi piano.

Adora la música desde niña, vive para ella. Nunca fue una gran artista, pero le gusta la enseñanza, y su dulzura con los niños la convirtió en una buena maestra. Al inaugurarse el conservatorio en enero del 36, obtuvo una plaza. Pero el conservatorio ya no existe. Lo bombardearon los fascistas cuando asediraron la ciudad, y el hermoso edificio ardió como una cerilla. Lucio Muñoz, el viejo profesor de flauta, contempló el incendio durante toda la noche entre lágrimas, y afirmó que mientras las llamas iban devorándolo todo, se oían ráfagas de música levantándose sobre el silbido del fuego y los estallidos de la madera, pianos llorosos, trompas lastimeras, violines tristes como la mismísima muerte. Así llegó la barbarie, entre el llanto de los hombres y de las cosas.

Ahora, sobre las ruinas de la escuela crecen pequeñas matas de brunelas, ranúnculos, lamios y arenarias. A Teresa, cuando pasa por delante y ve las flores moviéndose despacio en el aire y alegrando la sordidez de los cascotes, le parece que es un símbolo de lo que algún día habrá de volver. Toda esa belleza perdida. De cualquier modo, aunque el conservatorio aún permaneciese en pie, ella no podría seguir dando clases allí. Igual que María Luisa, igual que la mayor parte de los amigos y amigas supervivientes, ha sido depurada. Jamás volverá a enseñar. Pero aún recibe en casa, sin cobrarles ni un céntimo, a un par de antiguas alumnas, que se resisten a abandonar su aprendizaje. Se sientan ante la mesa y fingen tocar a Schumann, a Chopin, a Debussy, apretando los dedos sobre los trocitos de papel. Ella tararea la melodía de la mano izquierda. Las niñas la de la derecha. A veces se parten de risa al contemplarse a sí mismas de aquella manera. A veces también lloran.

– Ya sé que es ridículo, pero si no lo hiciera creo que me moriría.